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Hasta que la muerte de la monarquía nos separe
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Hasta que la muerte de la monarquía nos separe

Se cumplen cincuenta años del enlace entre doña Sofía y don Juan Carlos, cuya vida en común reluce como el espejo en que multitud de parejas

Se cumplen cincuenta años del enlace entre doña Sofía y don Juan Carlos, cuya vida en común reluce como el espejo en que multitud de parejas han querido verificar el estado de sus relaciones. En tiempos en que las cifras de divorcios amenazan con alcanzar las de matrimonios, su ejemplo suscita preguntas muy diversas, algunas nacidas del interés vicario y otras del cinismo: ¿Cómo hace una pareja sometida a sus avatares o a otros análogos para alcanzar las bodas de oro? ¿Merece la pena soportar condena tan larga por daño tan pequeño?

En nuestra realidad sociológica líquida, estructuras que décadas atrás eran firmes y permanecieron inalterables por siglos se disuelven a ritmo vertiginoso. El matrimonio es uno de los pilares que más ha sufrido el embate licuefactor de la modernidad. No sólo la ley del divorcio, sino el concepto mismo de matrimonio o la política de los Tribunales Eclesiásticos sobre las nulidades lo confirman. Los estudios de campo de Touraine muestran que la percepción sobre el matrimonio y la vida de pareja ha cambiado radicalmente en los últimos cuarenta años. Existe por tanto un abismo generacional insalvable entre los nacidos en la primera mitad del siglo pasado y quienes vinieron a disfrutar el mundo luego de los años 60. 

Pero aclarar los determinantes por los que los Reyes, como otros hijos de vecino, han aguantado carros y carretas en sus vidas de pareja, cada cual con sus respectivos “exilios, transiciones e intentos de golpe de estado”,  requiere inevitablemente entender no sólo de qué tiempo son hijos los interesados, sino por qué dos sujetos concretos empezaron a amarse y quisieron estar juntos.

Cierto modelo sexológico postula que buscamos pareja cardinalmente guiados por una o unas pocas de estas coordenadas: narcisismo, protección, sensualidad o vinculación. Así, por narcisismo buscaríamos a alguien cuyo amor “enriquezca” la consideración y valía propia, en pos de protección elegiríamos una figura maternal o paterna que los defienda de los riesgos y carencias, la sensualidad consideraría la alegría de la vista, de la carne y sus placeres, mientras la última variable priorizaría vincularse a otro y que otro se vincule a nosotros, en pertenencia recíproca.

Si en algo coinciden los relatos de los allegados a la Casa Real y de los analistas es que doña Sofía halló en el don Juan Carlos de su plenitud juvenil la práctica totalidad de estas demandas cumplidas. No hay por qué desconfiar de que en la mente del Rey primaban sentimientos de que doña Sofía también significaba una posesión sensual y narcisizadora que le enorgullecía tener a su lado. 

Ciertos hombres de esa y otras generaciones, sin embargo, tras el arrobamiento inicial y la admiración por la inteligencia, el buen gusto y la paciencia de la mujer amada, se quejan de sufrir entre los primeros diez y quince años de matrimonio la desidia, la monotonía y las “virtudes” de sus mujeres. Cuanto más narcisista, inmaduro y centrado en sus propias necesidades es el sujeto, más tenderá a culpar al matrimonio y a la mujer de su “desventura”.

Si “la lucha por la vida” lo exige, o si media el nacimiento de hijos, la necesidad de pemanecer juntos puede contribuir a que la pareja supere las vicisitudes experimentadas. El carácter aglutinador de estos acontecimientos dependerá estrictamente de cómo la “vela mayor” de la vinculación y del sentido de pertenencia mutua haya sobrevivido a la habitual atenuación de las otras fuerzas (autoestima, protección y sensualidad).

La reciente fractura de cadera del monarca y las decisión de la Reina de no alterar  su celebración de la Pascua Ortodoxa con su familia se ha interpretado como expresión del progresivo distanciamiento de esta última con respecto al hombre otrora idealizado. La desafección de los españoles hacia la monarquía se desea refrendar con una presunta desafección de la Reina hacia el hombre que suma orgullosos desdenes hacia ella y que amenaza con empañar su tarea común. Pese a todo, sólo las paredes de sus alcobas sabrán de la salud de su vínculo o de sus divergencias o convergencias ante los escollos que les amenazan. 

Menos cuestionable es que la biografía de los hombres nacidos en la primera mitad del siglo XX se ha censurado menos que la de sus mujeres contemporáneas. Es bien sabida la doble moral sobre las conductas tolerables en uno y otro, así como la permisividad religiosa y social con el comportamiento “festivo” del varón (y su derecho tácito a darse una alegría) en oposición a la trágica concepción del destino vital y vecinal de la mujer (condenada a nacer para sufrir el valle de lágrimas en toda su intensidad). A ello, muchas reinas tampoco han podido sustraerse, obligadas a hacer de la imposibilidad virtud y de la virtud imposibilidad.

Puede que hombres y mujeres estemos genética y socialmente programados con tempos diferentes para nuestra aproximación al amor y a la pareja. Por norma el enamoramiento nace más impetuosamente y se apaga antes en el hombre, pero cuando nace y muere en la mujer suele ser de una manera mucho más súbita e irreversible. ¿Qué queda entonces, sea uno patricio o plebeyo? La sensación de pertenencia y el compromiso con lo que consideramos más grande que nuestra individualidad: los hijos, los proyectos o las empresas compartidas, la Institución o la Idea que con mayúsculas apostamos por representar. 

Javier Sánchez García*. Médico psiquiatra y sexólogo

Se cumplen cincuenta años del enlace entre doña Sofía y don Juan Carlos, cuya vida en común reluce como el espejo en que multitud de parejas han querido verificar el estado de sus relaciones. En tiempos en que las cifras de divorcios amenazan con alcanzar las de matrimonios, su ejemplo suscita preguntas muy diversas, algunas nacidas del interés vicario y otras del cinismo: ¿Cómo hace una pareja sometida a sus avatares o a otros análogos para alcanzar las bodas de oro? ¿Merece la pena soportar condena tan larga por daño tan pequeño?