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Se busca urna para las cenizas de Bret Easton Ellis
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Se busca urna para las cenizas de Bret Easton Ellis

A Bret Easton Ellis habría que quemarlo vivo igual que él hace con sus personajes, con esa pluma retorcida y excitante que hasta el más piadoso

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Se busca urna para las cenizas de Bret Easton Ellis

A Bret Easton Ellis habría que quemarlo vivo igual que él hace con sus personajes, con esa pluma retorcida y excitante que hasta el más piadoso seminarista salesiano acaba cogiendo cariño a los asesinos en series, yonquis, yuppies, vampiros cocainómanos, lolitas y modelos de lencería que plagan su universo. A Bret Easton Ellis habría que atarle las manos y después colocarlo en un ataúd de madera fina, ébano por ejemplo, e introducirlo en un horno a mil grados centígrados hasta que sus huesos quedaran convertidos en cenizas. Debería estar prohibido escribir de sádicos, pederastas y violadores con la benevolencia con la que él lo hace. Se corre peligro de cogerles cariño. Lo digo por el autor y también por sus lectores. 

 

El escritor norteamericano está de roadshow por España para promocionar su última novela, Suites Imperiales (Mondadori, 2010), secuela de Menos que Cero (de 1985, ahora también reeditada por Random House), una obra que sacudió a una generación perdida, jóvenes que cerraban los ojos para escuchar a Portishead, idolatraban a Salinger, a veces creían en Jesucristo y frecuentaban la Vía Láctea para fumar porros y meter mano a las chicas de Bellas Artes, una generación que, entre hipotecas del banco y catálogos de Ikea, ha terminado por encontrarse, circunstancia de la que Easton Ellis no parece haberse enterado todavía o se hace el despistado. Así que lo que entonces valía para Menos que Cero no vale para Suites Imperiales. No. Ya no.

 

Corría el año 1991 y en el escaparate de las librerías se mostraba en primera fila, por delante de los Episodios Nacionales de Galdós, un libro del que nadie había oído hablar y que atraía por su ilustración de portada, con un individuo con el rostro levemente deformado, como si Francis Bacon hubiera empezado a dibujarlo y se hubiera apiadado de él, y un fondo amarillo tirando a yema de huevo. Ni siquiera hacía falta leer el argumento. Un impulso animal animaba a comprarlo. Así de sencillo. Aquel libro llevaba por título American Psycho (Bruguera) y su autor era Bret Easton Ellis. Best-seller, avalado por la crítica, era fácil de leer para algunos cuando otros ni siquiera llegaban a terminarlo. Más de uno que tuvo que levantarse de la cama para vomitar sus corn flakes en el inodoro. Jamás se había visto a un tipo que manejara la black and decker como lo hacía Patrick Bateman, el protagonista de la novela. Era como para echar los cereales de la noche y parte de las entrañas.

 

¿Quién podía atreverse a escribir un libro así? ¿Cómo no lo había hecho nadie antes? Easton Ellis sacudió los cimientos convencionalistas de papá-estado-capitalista-made-in-prada igual que el barman mezcla los bloody mary: mucha sangre, mucho tabasco y mucho vodka. Por aquella época, Douglas Copland escribía un libro bastante malo llamado Generación X y en España despuntaban los jóvenes Ray Loriga, Daniel Múgica y Jose Angel Mañas y su premio Nadal, Historias del Kronen, novelas de drogas, calimochos y orgías hetero, homo y bisexuales, amén de otras perversiones. Los puristas cargaban contra estos autores. No es literatura, rezongaban. Solo quieren escandalizar y vender ejemplares. Pero, ¿qué es la literatura? ¿Cuánto tiempo lleva la mal llamada buena literatura sin inventar nada nuevo y poniendo barreras a su clan endogámico para repartirse los premios? Son preferibles los novelistas que entierran a sus muertos, caso de Easton Ellis, a los que exhuman cadáveres por puro onanismo, de los que aquí en España hay muchos.

 

Salinger ha muerto: ¡Party tonight!

 

Era principios de los noventa y había una confluencia de autores jóvenes, díscolos, irreverentes y muy pasados, y muy nihilistas, y muy caóticos, que habían surgido de entre los escombros de no sé sabe qué vertedero de niños bien para pegarle una patada al sistema. Aquello debería tener un nombre. No unos principios, ni una meta. Sólo un nombre. La editorial Plaza y Janes nos facilitó el teléfono de Ray Loriga cuando todavía era accesible y se podían marcar los números de Madrid sin el nueve uno delante. Se puso Christina Rosenvinge y le pasó el auricular a su entonces novio. Hace mucho de esto y resulta complicado recordar con exactitud la conversación, pero debió ser algo así: ¿Se puede hablar de generación?, preguntó el periodista. No, aseveró tajante. Pero vuestros libros son siempre tristes y tratáis los mismos temas: drogas, sexo, rock and roll y tipos que preferirían no haber nacido y no saben cómo suicidarse, insistió el plumilla. Es lo que nos ha tocado vivir, pero lo enfocamos con prismas distintos. Los estilos no se parecen en nada, insistió. Ya.

 

Llevaba razón. No había generación. No había más nexo de unión que esa atractiva vacuidad que transmitían sus textos. Esa resaca de fiesta y furia. Ni Loriga, ni Mañas, ni Múgica se encuentran ya entre los autores de cabecera de los jóvenes. Siguen sacando novelas, publican relatos y artículos en revistas de variedades, hacen cine, guionizando, dirigiendo, pero han crecido. Se han hecho mayores. Su generación se ha hecho mayor. Todos salvo Bret Easton Ellis. El escritor angelino sigue cultivando el mito, concediendo entrevistas tocado con gorras de baseball, gafas negras estilo Bob Dylan, y escupiendo frases lapidarias a los moralistas que lo cuestionan.

 

Con Menos que Cero, sorprendió; con American Psycho, escandalizó; con Glamourama, definitivamente perdió la cabeza; con Lunar Park, se pagó las sesiones del loquero, y ahora, con Suites Imperiales, una obra más comedida que las anteriores, intenta volver a los orígenes, recuperar el prestigio perdido y ya de paso a los personajes de su primera novela, colocarlos veinticinco años después (1985-2010) en la ciudad de Los Angeles, con sus mismas neuras y vicios. Pero Easton Ellis yerra a la hora de encarar y después en el tiro. Han pasado veinticinco años, y los personajes (tampoco los lectores) deberían ser los mismos. Han evolucionado. No es creíble. No. Ya no. Si la novela adolece de ritmo y deja sumido al lector en un estado próximo a la narcolepsia, no resulta tácticamente correcto que Easton Ellis se saqué del podrido magín de su imaginación una escena más desagradable que una snuff movie para despertarlo de sus dulces ensoñaciones. Las trampas de este enfant terrible de la novela norteamericana quedan burdamente al descubierto.

 

Recientemente, cuando falleció Salinger, Bret Easton Ellis escribió en su Twitter: “¡Yeah! Gracias a Dios que por fin se murió. Llevo esperando este jodido día desde siempre. ¡Party tonight!”. El ha intentado justificar esas palabras arguyendo que pretende lo mismo para su propia persona, esto es, que no le lloren sino que hagan una fiesta por todo lo alto el día en que se vaya de este mundo. Pero ése no es Easton Ellis. Si tuviera que novelar su propia muerte, no lo haría con un cóctel de margaritas, sino que incineraría su cuerpo, después buscaría una urna gótica para sus cenizas y orinaría sobre ellas.

 

Suites Imperiales. Bret Easton Ellis. Mondadori. 160 páginas. 16,90 euros

A Bret Easton Ellis habría que quemarlo vivo igual que él hace con sus personajes, con esa pluma retorcida y excitante que hasta el más piadoso seminarista salesiano acaba cogiendo cariño a los asesinos en series, yonquis, yuppies, vampiros cocainómanos, lolitas y modelos de lencería que plagan su universo. A Bret Easton Ellis habría que atarle las manos y después colocarlo en un ataúd de madera fina, ébano por ejemplo, e introducirlo en un horno a mil grados centígrados hasta que sus huesos quedaran convertidos en cenizas. Debería estar prohibido escribir de sádicos, pederastas y violadores con la benevolencia con la que él lo hace. Se corre peligro de cogerles cariño. Lo digo por el autor y también por sus lectores.