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'Luz negra', la última novela de Carlos Fonseca
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'Luz negra', la última novela de Carlos Fonseca

La última novela de Carlos Fonseca, “Luz negra” (Editorial Temas de Hoy), se pone este martes la venta en toda España. Una historia ambientada

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'Luz negra', la última novela de Carlos Fonseca

La última novela de Carlos Fonseca, “Luz negra” (Editorial Temas de Hoy), se pone este martes la venta en toda España. Una historia ambientada en el País Vasco que aborda desde la ficción la tenue línea que separa la violencia del callejero del terrorismo, con personajes complejos alejados de los estereotipos acuñados en torno a esta dramática realidad.

Eneko y Aritz, que se mueven en el entorno de la kale borroka, conocen a Libia, una joven ajena a su mundo, y entre los tres se establece un trío sentimental en el que se mezclan amor, sexo y violencia. Aritz decide dar un paso adelante en su implicación política y colaborar con un comando de ETA, cuya desarticulación le obliga a huir a Francia. Desde ese momento la historia se precipita y los protagonistas se ven obligados a tomar decisiones que marcarán sus vidas y las de sus familias y amigos. Un periodista desvelará el misterio que se esconde tras los trágicos sucesos que arrastran a los tres jóvenes hacia un final inesperado.

El Confidencial publica en exclusiva las 77 primeras páginas de la que es la sexta obra de Carlos Fonseca, entre ellas el bestseller “Trece rosas rojas”, llevada al cine por Emilio Martínez Lázaro y ganadora de varios premios Goya. Este diario regalará también diez ejemplares a los autores de los mejores comentarios sobre la novela.

LUZ NEGRA

Llueve. Como ayer. Como posiblemente lo haga mañana. El gris tenue del cielo se funde con el mar y desdibuja la línea del horizonte. El oleaje bate suave contra la playa y el ruido del agua al romper en la orilla compone una melodía cadenciosa. La lluvia, fina, casi imperceptible, envuelve el paisaje con una difusa bruma que acentúa el aire melancólico de la tarde.

Estos son los días que más le gustan. Ha bajado andando desde su casa en Amara hasta la esquina del hotel Londres para tomar el paseo de la Concha. La arena de la playa tiene el color ocre vivo de los días tristes, sin las casetas de loneta a rayas blancas y azules del verano. Camina junto a la barandilla blanca, mientras algunas parejas se cobijan en los soportales y otros aceleran la marcha para escapar del sirimiri.

Le agrada la sensación que produce el agua fría en la cara. Bost axola. A través de los cristales empañados de La Perla adivina la silueta de una chica con camiseta y pantalón ajustados que corre en una cinta. Lleva unos cascos en los que imagina suena una canción que le hace más llevadero el esfuerzo.

Ha recorrido ese paseo cientos de veces, pero no ha perdido la atracción que ejerce sobre él. Más aún en otoño, cuando la ciudad se ha despojado del aire festivo del estío y los miles de veraneantes que abarrotan la playa los días de sol han marchado a sus rutinas, dejando ese bellísimo lugar para quienes lo habitan cada día. Gris sobre gris, apenas punteado por el verde apagado del monte Igeldo. El paisaje es el mismo, ha estado ahí desde que es capaz de recordar, pero nunca le parece igual.

Los días de mar brava le gusta pasear hasta el rompeolas, para ver cómo el agua encabritada choca violenta contra las rocas y eleva su ímpetu por encima de la baranda de acero. Le impresiona el ruido que produce la batalla entre el mar y la costa, la manera en que la naturaleza le muestra al hombre su insignificancia. Permanece absorto viendo crecer las olas a medida que se aproximan, orgullosas, y espera a que rompan y la espuma se eleve desafiante.

Se encamina después hacia la playa de la Zurriola por la muralla de piedra que serpentea sobre los enormes bloques de granito encargados de contener tanta furia desatada. Hoy se dirige hacia el extremo opuesto, donde la ciudad precipita su final. El punto de no retorno donde el hierro retorcido de las esculturas de Chillida peina el viento. El mar, aun en los días más tranquilos, azota allí con estruendo. Hasta ese lugar le llevaba el aita cuando era un niño para subir en el funicular al minúsculo parque de atracciones, que entonces le parecía una feria inabarcable de diversiones.

La montaña suiza era su atracción favorita. El aitona le contó una vez, cuando aún no había perdido la capacidad de asombrarse de todo, que se llamaba así y no rusa porque Franco no quería en España nada que sonara a comunista. El aita se resistía a montar —ahora sabe que era puro teatro— hasta que su insistencia le convencía. Luego se subían una, dos, tres veces, y gritaban cuando el cochecito se precipitaba desbocado por aquellas rampas enormes que iban a parar a curvas cerradas que discurrían al borde de la montaña y amenazaban con despeñar a sus atrevidos ocupantes. El paso del tiempo ajusta las dimensiones de la realidad, y ya sabe que las rampas no son tan inclinadas, ni las curvas tan peligrosas, ni la montaña suiza ha arrojado a nadie al mar, pero le agrada dejarse mecer por los recuerdos.

Ha llegado a la playa de Ondarreta, separada de la Concha los días de marea alta por las rocas del Pico del Loro, y enfila hacia el Real Club de Tenis, con las pistas de arcilla desiertas. Desde allí los contornos de la ciudad se desdibujan y apenas se aprecia el puerto, desaparecido entre la bruma. La isla de Santa Clara parece desmochada, y el monte Urgull es una loma, con el Sagrado Corazón ascendido a los cielos. El aire silba al partirse contra las aristas de la montaña y arroja contra la cara agua de lluvia y de mar, que deja en los labios un sabor salado, mientras por las troneras del suelo escapa la fuerza del oleaje como un grito.

La calma del paseo da paso a la inquietud de un encuentro inesperado y, sin proponérselo, rememora tiempos que le parecen lejanos. Las ausencias se combaten con recuerdos, pero no hay forma de luchar contra los nervios del reencuentro. La semana que ha transcurrido desde que recibió su carta ha sido eterna. La saca del bolsillo y la relee de nuevo para confirmar, aunque ya lo sabe, que es allí donde debe estar. Intuye que a la tiranía de la soledad le quedan solo unos minutos. Mira el reloj. Son las siete y la luz del otoño comienza a apoderarse de la tarde.

Libia aún no ha llegado.

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