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Platos hechos con segundas intenciones
  1. Gastronomía

Platos hechos con segundas intenciones

Nos dice el Diccionario que hacer algo con segunda intención equivale a hacerlo de modo doble y solapado, y nos añade que solapar es ocultar maliciosa

Foto: Platos hechos con segundas intenciones
Platos hechos con segundas intenciones

Nos dice el Diccionario que hacer algo con segunda intención equivale a hacerlo de modo doble y solapado, y nos añade que solapar es ocultar maliciosa o cautelosamente la verdad y la intención. Vamos, que para el órgano oficial de la lengua española lo de la segunda intención es, más bien, algo peyorativo, y no hay que fiarse de quien hace las cosas con segundas intenciones.

Pues... qué quieren que les diga. A veces, las segundas intenciones no tienen nada de maliciosas, ni de ocultas; por lo menos, en el tema que nos ocupa cada semana. En cocina hay segundas intenciones magníficas, y cocinar con una segunda intención puede ser de lo más gratificante. Explicaré que, para mí, cocinar con segunda intención no es más que preparar una receta con el propósito de que de ella salga una segunda versión, diferente, tan buena o mejor que la primera.

No estoy hablando del arte de aprovechar las sobras, que, de todas maneras, es un capítulo que todo cocinero doméstico debe dominar y que ha dado origen a una abundante y muy instructiva literatura culinaria, especialmente en tiempos de crisis. De lo que se trata es de planificar las cosas de forma que haya cantidad suficiente como para hacer una segunda vuelta, y hacerla diferente a la primera, aunque la diferencia sea una cuestión de matices. Es decir, de algo perfectamente intencionado y planeado, no de la necesidad de dar salida a algo que no se ha comido.

La resurrección del cocido

Uno de los casos más frecuentes es el del cocido. El cocido, que es, con todas sus variantes, el auténtico plato nacional español desde, por lo menos, el Siglo de Oro, se presta estupendamente a la confección de esas segundas vueltas. La más clásica, desde luego, es lo que suele llamarse ropa vieja, que, también con variaciones propias de cada zona geográfica, viene consistiendo en dar una vuelta por la sartén a las carnes y los garbanzos del cocido original, con o sin aditamento de cebolla, huevo u otras cosas. No voy a ocultar que a mí el cocido pasado por la sartén me encanta, así que siempre confío en que al día siguiente comparezca en la mesa la ropa vieja... o cualquiera de tantas posibilidades que da una receta tan abundante en géneros como el cocido: puede ser un arroz de cocido, un cocido con cuscús, qué sé yo...

Hace unos días entramos en posesión de una magnífica pieza de aguja de ternera gallega, que pasó a convertirse en un estofado de los de descubrirse. En casa somos dos, de modo que quedó bastante carne estofada. Al día siguiente se había convertido en el cuerpo y alma de unos canelones inolvidables. Hablando de canelones, no faltará algún catalán que les diga que los canelones tradicionales del día de Sant Esteve le gustan más que el propio asado navideño. Todo es tomarse tan en serio, o más, la confección de esa segunda vuelta como de la receta primitiva.

 

El roast-beef del día después


Hay platos que no pueden hacerse para dos. Piensen en esa nobilísima forma de cocinar un lomo de buey que debemos a los ingleses y que conocemos como roast-beef, que literalmente es buey asado. Hay que usar una pieza de cierto tamaño, y si los comensales son pocos, sobrará. Ningún problema: el primer día se disfruta del asado en caliente, salseado con su propio jugo y acompañado no de un Yorkshire pudding, que eso se lo dejaremos a los ingleses, sino de un cremoso puré de patatas y, por supuesto, un buen vino tinto. Pues el segundo día cortaremos, del roast-beef frío, lonchas más finas, llevaremos a la mesa un surtido de buenas mostazas -no puede faltar una de Dijon a la antigua, ni una clásica inglesa como la Colmans- y acompañaremos la carne con una selección de encurtidos -cebollitas y pepinillos en vinagre- y una buena cerveza negra, a poder ser irlandesa... y no sé cuál de las dos versiones es mejor, porque las dos son buenísimas.

 

Nos dice el Diccionario que hacer algo con segunda intención equivale a hacerlo de modo doble y solapado, y nos añade que solapar es ocultar maliciosa o cautelosamente la verdad y la intención. Vamos, que para el órgano oficial de la lengua española lo de la segunda intención es, más bien, algo peyorativo, y no hay que fiarse de quien hace las cosas con segundas intenciones.

Pues... qué quieren que les diga. A veces, las segundas intenciones no tienen nada de maliciosas, ni de ocultas; por lo menos, en el tema que nos ocupa cada semana. En cocina hay segundas intenciones magníficas, y cocinar con una segunda intención puede ser de lo más gratificante. Explicaré que, para mí, cocinar con segunda intención no es más que preparar una receta con el propósito de que de ella salga una segunda versión, diferente, tan buena o mejor que la primera.

No estoy hablando del arte de aprovechar las sobras, que, de todas maneras, es un capítulo que todo cocinero doméstico debe dominar y que ha dado origen a una abundante y muy instructiva literatura culinaria, especialmente en tiempos de crisis. De lo que se trata es de planificar las cosas de forma que haya cantidad suficiente como para hacer una segunda vuelta, y hacerla diferente a la primera, aunque la diferencia sea una cuestión de matices. Es decir, de algo perfectamente intencionado y planeado, no de la necesidad de dar salida a algo que no se ha comido.