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LA COLUMNA

De allí a la eternidad

Ignacio Camacho* - 13/12/2007

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De allí a la eternidad
 

Se murió hace unas semanas, en el silencio de la soledad íntima de esos hombres que de repente se cansan de vivir y se abandonan calladamente al sueño eterno. Y eso que fue siempre un vividor, un aventurero experto en apurar a fondo los tragos de la existencia, acostumbrado al latido y excitante intenso del azar. Vivió mucho, bebió mucho, escribió mucho, amó mucho. Y además bien; de su pluma salió el guión de alguna de las mejores películas del siglo XX, y en sus brazos se derritió la belleza abismal de una de las mujeres más hermosas de ese tiempo vencido. Se llamaba Peter Viertel. Sobrevivió a la guerra, a las fieras de África, a la vanidad de Hollywood y hasta a la vulgaridad aplastante de la Marbella en que había exiliado su talento, pero no pudo trascender a la melancolía y el desamor forzoso de la viudez.

Su esposa se perdió hace unos meses en la pavorosa bruma de un Parkinson sin retorno, y él se fue a buscarla más allá de las sombras en un conmovedor gesto de terminal ternura; se ha marchado detrás de ella en busca de los recuerdos, de las pasiones, de los días perdidos y ardientes del esplendor en la hierba y la belleza en las flores. Se ha ido siguiendo la estela de polvo de una estrella. No una estrella cualquiera: la suya era Deborah Kerr.

En los días luminosos en que Marbella era un espejo europeo del Tánger cosmopolita y tardocolonial de Bowles, Viertel y Deborah Kerr vivieron su serena pasión crepuscular entre un fondo de buganvillas y jazmines que perfumaban las noches del Mediterráneo. Eran los tiempos del Príncipe Alfonso y de Pepe Carlenton, cuando Jaime de Mora tocaba el piano en los boliches y Onassis atracaba su yate en un Puerto Banús que aún no había visto fondear a los jeques del Golfo. Gil apenas si era aún un triste presidiario, y esta pareja ya venía de vuelta de las alfombras rojas de esa California cuyas colinas floreadas se parecían remotamente a las de la Sierra Blanca. Él escribía al sol de la costa y ella remansaba entre las suaves olas de Los Monteros el huracán erótico de un célebre revolcón playero con Burt Lancaster que la había proyectado en la inmortalidad del mito. Ese tiempo ya nunca volverá; se lo tragó un agujero negro de corrupción y vulgaridad que transformó un paraíso que olía a damas de noche en una gris república bananera apestada por un potente tufo a sobornos gansgteriles y pringue de bronceador barato.

Quizá por eso se han ido los dos juntos en pos de una eternidad silenciosa donde el tiempo no pese ni la belleza se marchite ni el genio naufrague en océanos de banalidad gritona y chapucera. Donde nunca degeneren los sueños ni se empequeñezca la esperanza. Donde la honda melancolía que empañaba sus claras miradas de ancianos escépticos se desperece en una risueña claridad sin nubes, en un horizonte sin grúas, en un trago sin fin o en un baile sin más música que las de una vieja complicidad enamorada.

Que se callen por un momento las hienas de la crispación, que dejen de ladrar los perros de la discordia, que se apague el ruido estúpido de este infernal carrusel de exaltados: un minuto de silencio por el recuerdo de una época en la que aún había lugar para la elegancia del espíritu.

Ignacio Camacho es columnista de ABC y colaborador de Antena 3 y Onda Cero

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