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Los dedos de las modelos

@Javier Sánchez* - 23/01/2008

Los dedos de las modelos
 Kate Moss (Reuters).

De Naomi Campbell la región anatómica que me estimula más, psicológicamente hablando, son los dedos. Hay en los dedos de las modelos una amonestación, un consejo, una experiencia vital inaudita que desdice su sofisticación y conlleva cien veces más verdad que el cimbrear de sus caderas.

Impregnan los dedos de las modelos secretos profundos, húmedos e insondables. Hay en ellos esa disciplina cosmética de la que nuestro tiempo nos ha vuelto enfervorizados fanáticos. Encarnan los apéndices de la negación, los instrumentos mediante los que el ser humano esculpe la más espuria de las bellezas, que es la belleza inaccesible, huidiza al beso, arisca a la caricia cóncava de otras manos.

En qué oquedades han descansado los dedos de las modelos, qué fluidos ácidos los han momificado, a qué fosa nasal han negado el aire mientras cocainizaban la mucosa de su siamesa, es lo que los convierte en tan absorbente objeto de análisis. Un análisis que es el del abuso sexual, el de la bulimia y la anorexia, el del consumo de cocaína. Un análisis que es el de un compendio de desgracias y pérdidas que por venir vestidas de Valentino no dejan de ser desoladoras ni dignas de compasión.

Que la mayor parte de las modelos presentan patrones de conducta alimentaria enfermizos y/o consumos tóxicos y/o secuelas sexuales y psicológicas siempre ha despertado el interés mediático por el efecto “epidémico” que estas conductas podrían tener sobre nuestras adolescentes (paradójicamente a través del propio influjo mediático). Yace bajo la alarma y las respuestas habituales a la alarma misma, idéntica hipocresía a la que ha cimentado toda política sanitaria desde los tiempos de la lepra hasta nuestros días, y acaso desde antes.

La “infectada”, especialmente si es está hecha “un saco de huesos”, es una “drogadicta” o una “borracha” o anda “ligera de cascos”, es única culpable de su situación y por tanto debe ser aislada de la sociedad y negada. Se la juzga y condena públicamente, por otros más borrachos, drogadictos y casquivanos (ahora sin comillas) que ella misma. Ahora bien, ese aislamiento, esa cuarentena mediática que se convierte en vitalicia para el paria se hace transitoria para la gallina de huevos de oro. El ostracismo tendrá siempre una duración inversamente proporcional a los rendimientos económicos que se puedan seguir sacando de explotar la imagen de la desdichada hasta que toque fondo.

Años antes de que eso ocurra se habrá hecho la vista “gorda” a las prácticas sectarias e insalubres de las escuelas de modelaje, se habrán soslayado los sucios engranajes que abren las puertas del mundo de la moda y de la televisión. Se habrá sido indulgente con quienes depredan sexo a cambio de un desfile o una aparición en prime time, con quienes ofrecieron la primera “raya” para matar el hambre, o recetaron el medicamento que haría perder exactamente el peso preciso. Se habrá escondido cómo a adolescentes de quince años se les vaticina que no llegarán a nada si midiendo 175 centímetros no tienen “la disciplina” de adelgazar hasta los 45 kilogramos, o si simplemente “no pasan por el aro”. No se habrá legislado en cambio contra la utilización de niñas como objeto de deseo por parte de productores y diseñadores misóginos y severamente perturbados. Y semejante ralea de esclavistas sexuales y pederastas quedarán impunes porque “son divinos”, visten de Dolce & Gabanna y acumulan las fotografías de su perversión en books y no en discos duros de ordenadores lóbregos.

En vez de buscar soluciones a la tragedia inenarrable de las criaturas que han de llegar a ser top model y de quienes entre nuestras hijas se quedarán de camino en una unidad hospitalaria psiquiátrica, en las Barranquillas o en la anestesia íntima de la mujer transparente, ponemos básculas a la puerta de la pasarela Cibeles, consumimos programas televisivos que lavan la imagen de mundo tan sórdido y condenamos a Kate Moss a cumplir servicios sociales durante una semana. Y cuando alguna de estas mujeres levanta la voz, “los de siempre” se limitan a suscitar la duda a la que todos damos buen crédito: “¿qué verdad se puede esperar de una alcohólica, una pastillera o una barragana?

De ahí que sean tan importantes los dedos de las modelos, porque muestran terribles cicatrices que dicen mucho más de lo que sus amordazados labios podrán nunca confesar. Son el dedo acusador que nos encara con nuestra negligente dejación de funciones como padres, educadores, profesionales o simples ciudadanos. Y en fin, nos alertan de que la verdadera belleza a perseguir es el “noventa-sesenta-noventa” del corazón.

*Javier Sánchez es psiquiatra.
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