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Introducción de 'El Rey no abdica': ¿La devoción antes que la obligación?
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Introducción de 'El Rey no abdica': ¿La devoción antes que la obligación?

Cuatro reyes: Juan Carlos en España, Alberto en Bélgica, Harald en Noruega y Carlos Gustavo en Suecia; tres reinas: Isabel en el Reino Unido, Margarita en

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Introducción de 'El Rey no abdica': ¿La devoción antes que la obligación?

Cuatro reyes: Juan Carlos en España, Alberto en Bélgica, Harald en Noruega y Carlos Gustavo en Suecia; tres reinas: Isabel en el Reino Unido, Margarita en Dina­marca y Beatriz en los Países Bajos; dos príncipes soberanos: Alois en Liechtenstein y Alberto en Mónaco, y un gran duque: Enrique (en Luxemburgo) reinan en esta Europa del si glo xxi. Se trata de diez representantes de un sistema político de origen medieval, que no sólo ha resistido la borrasca de la moderni­dad, sino que se preparan, con los cambios necesarios y opor­tunos, para sobrevivir en un continente sin fronteras y con una moneda única, en medio de las técnicas más avanzadas y sofis­ticadas, pero, eso sí, sin abdicar.

 

Cierto es que la monarquía, «el gobierno de una sola perso­na», no es un sistema democrático, sino antiguo y caduco por su carácter vitalicio, hereditario y dinástico.

 

Hay que reconocer que los reinos vigentes todavía en Eu­ropa (a lo largo del siglo xx desaparecieron en Francia, Italia, Grecia, Bulgaria, Rumanía, Yugoslavia y Albania) se han ido reconvirtiendo para sobrevivir a los cambios políticos de los países respectivos, transformándose los monarcas en embajado­res extraordinarios, en relaciones públicas nacionales, árbitros de la vida política, aunque la mayoría de las veces sin silbato o pito que tocar. Es decir, quedando reducidos, afortunadamen­te, a meros símbolos nacionales vivientes.

 

Sus actividades están reguladas por la Constitución, que les manda reinar pero no gobernar. Los que reinan y gobiernan, como tiranuelos, se encuentran en los países tercermundistas como Marruecos, Tonga y Nepal. En este último país, el rey reinó has­ta que fue derrocado (el derrocamiento es una de las tres formas de acabar con la monarquía junto a la abdicación y la renuncia al trono). También hay reyes en Tailandia y Japón, y no hay que olvidar a todos los monarcas del Golfo, que sin ser del Tercer Mundo reinan con un poder absoluto rayano con la tiranía.

 

Aunque todos ellos tienen en común con los colegas euro­peos el carácter dinástico, a través del príncipe heredero, exis­ten dos casos excepcionales: los reyes de Malasia y de Bután, que pueden ser destronados, pacíficamente, por una mayoría de dos tercios del Parlamento. Son casos excepcionales que con­trastan, aún más, con la vieja tradición monárquica hereditaria. En el carácter dinástico radica la esencia de esta institución.

 

En el caso que nos ocupa, el de las diez monarquías euro­peas, el tema de los herederos y de las abdicaciones es mucho menos frívolo y más serio de lo que se puede imaginar. A ve­ces, incluso, dramático.

 

Hay que reconocer que los futuros reyes no lo tienen fácil. Ni en el terreno sentimental, aunque suelen ponerse el mundo por montera, sin respeto al padre ni al rey, ni en ningún otro terreno.

 

Siempre hay algo triste y casi trágico en las personas que llevan sobre sí la representación de su país. Todas ellas tienen un destino que está unido, a menos que renuncien (los herederos no abdi­can), al de sus pueblos. Todos los hechos de sus existencias serán, siempre, «asunto de Estado», aunque algunas de ellas piensen que para las obligaciones son príncipes o princesas sólo de nueve a dos, y para los privilegios lo son las veinticuatro horas del día.

 

Cierto es que tienen los mismos deseos de felicidad y los mismos riesgos de fracaso que el resto de hombres y mujeres. Pero su situación de personas con derechos adquiridos por el solo hecho de nacer hijos de reyes o convertirse en miembros de familias reales por matrimonio les obliga a no tener los sen­timientos de las gentes comunes.

 

Si todos somos iguales y los príncipes se comportan como personas corrientes, ¿por qué las personas corrientes no pue­den ser príncipes? Nadie se atreve hoy día a reconocer la po­lémica que la elección sentimental del príncipe Felipe, casán­dose con Letizia Ortiz Rocasolano, ha causado en la monarquía española. Muchos pensaban que la mujer de la que se enamo­raría sería, no una princesa de Casa Real (hay pocas, y algunas son impresentables), pero sí una joven lo más parecida posible a su madre, por quien el heredero siente veneración y viceversa.

 

Por ello, al personal se le cayeron todos los palos del sombra­jo cuando supo que el heredero iba a contraer ese matrimonio, no por ser ella periodista, sino por ser mujer divorciada, de apa­sionado pasado sentimental (Letizia ha sido una joven de cierto éxito con los hombres) y de origen plebeyo (su abuelo taxista, su abuela pescadera y su madre sindicalista de izquierdas), si bien esto era lo de menos.

 

Aunque parezca increíble, esta elección, que igualaba a la institución por abajo, no les acercó al pueblo sencillo y llano. Al contrario. Nadie entendía cómo el Rey, como tal (otra cosa es el padre), había aprobado ese matrimonio después de haber obligado al Príncipe a romper la relación sentimental que man­tuvo, a lo largo de cuatro años, con la modelo noruega Eva Sannum, de quien estaba profundamente enamorado. Lo reco­noció el heredero por televisión cuando anunció, por sorpresa, el 14 de diciembre de 2001, el fin de un noviazgo nunca reco­nocido a nivel oficial, aunque sí privadamente.

 

Y lo hizo con naturalidad y emoción contenida: «Eva y yo deseamos comunicar de mutuo acuerdo que no habrá compro­miso en el futuro. Queremos anunciar que hemos puesto fin a nuestra relación, habiendo llegado a esta determinación después de reflexionar de manera íntima sobre ello. Tras este periodo de reflexión hemos decidido que cada uno continuará su camino en la vida [...]. Quisiera dejar claro que todas estas disyuntivas que se han insinuado entre querer y deber, entre corazón y ra­zón, no me las he planteado en ningún momento en el caso de Eva Sannum [no hay duda de que esta irresponsable actitud de anteponer la devoción a la obligación la aplicó también con Letizia]. La relación no ha prosperado y punto […]. Siempre he gozado de la confianza de los Reyes, mis padres, en mi criterio, en el respeto a la voluntad y en la toma de cualquier decisión […]. Quiero subrayar que Eva es una persona muy querida y admirada por mí [pero la dejo] […]. Espero que podamos man­tener una relación de amistad en el futuro [?] […]. De ella me gustaría destacar su fortaleza, su determinación, su sencillez, su sensibilidad, su sinceridad, su capacidad de superación, su sentido de la justicia… y no sigo porque no acabaría». (ABC, 15 de diciembre de 2001).

 

Ante tanta alabanza uno llega a la conclusión, lógica y fun­damentada, de qué gran reina hemos perdido. Difícil, por no decir imposible, encontrar tantas virtudes en una sola persona.

El personal se pregunta cómo pudo dejar tal joya de mujer para cambiarla por otra «muy lista», eso sí, en palabras del Rey, con toda la carga peyorativa que el término tiene. Y, además, am­biciosa, calculadora y fría.

 

Sólo mi paisano, amigo y ex jefe de la Casa de Su Majestad, Fernando Almansa, sabe cómo se negoció el fin de ese noviazgo tan apasionado. A una mujer no se la despide con una patada en el trasero. ¿Qué pasó en realidad? ¿Fue de veras tan complica­do? La Casa Real, la institución, pagó un alto precio por este noviazgo. Por primera vez se vio en la picota de la prensa del corazón y también en la de la opinión pública.

 

Esta ruptura la propició el Rey con la ayuda de Peces-Barba: «Mira a ver si le convences. Yo no puedo hablar con él, sólo por correo electrónico. Está empeñado en casarse con esa chica noruega, Eva Sannum».

 

Y el señor Peces-Barba se entrevistó con Felipe para decir­le: «“Yo creo que lo fundamental es que la mujer que se case con el Príncipe tiene que ser una mujer que sepa que se le han acabado los divorcios, se le han acabado las posibilidades de al­guna alegría por ahí y tiene que ser fiel y estable en todo”. “¿Y dónde está ese modelo de mujer?”, me preguntó bromeando. “Pues lo tiene usted en casa, Señor, en la Reina”».

 

El Príncipe se quedó pensativo y cambió de tema.

 

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Rey Don Juan Carlos