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Por qué en Estados Unidos se ha desatado la fiebre por la boda de Harry y Meghan
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BODA DEL AÑO

Por qué en Estados Unidos se ha desatado la fiebre por la boda de Harry y Meghan

El hotel Plaza ofrecerá un brunch con champán. Hasta el 'New York Times' ha abierto una página con preguntas frecuentes sobre el evento y retransmitirá en streaming la ceremonia

Foto: Meghan Markle y el príncipe Enrique en el Wellington Arch. (Reuters)
Meghan Markle y el príncipe Enrique en el Wellington Arch. (Reuters)

En junio de 1939, el rey Jorge VI de Inglaterra y la reina consorte Isabel Bowes-Lyon hicieron la primera visita oficial jamás realizada por la Casa Real Británica a los Estados Unidos. El presidente Franklin Delano Roosevelt y su esposa Eleanor, sin ironía aparente, se los llevaron de picnic y ofrecieron a los soberanos una de las delicias culinarias del país: el perrito caliente. De aquel histórico encuentro, fraguado meses antes del inicio de la Segunda Guerra Mundial, quedó como momento más recordado aquel en el que la futura Reina Madre se comió el hot dog con cuchillo y tenedor. Quedaba bien claro que el buen rollo tenía sus límites. God Save the Queen.

La divergencia de tradiciones, de protocolos y la relación de fraternidad-admiración-incompatibilidad entre la excolonia y su 'madre patria anglosajona' lima asperezas pero también marca distancias estos días, cuando desde el otro lado del charco se vive, a su manera, una auténtica 'royal wedding fever' antes del enlace entre el príncipe Enrique de Inglaterra con la actriz estadounidense Meghan Markle.

placeholder Los duques de Windsor (Eduardo y Wallis Simpson), en un baile en París.
Los duques de Windsor (Eduardo y Wallis Simpson), en un baile en París.

La Casa Real británica, el premio gordo

Por un lado, es la primera vez que se recibe con tanto jolgorio la sangre yanqui en el palacio de Buckingham. La última vez que se propuso este 'mestizaje' fue con Wallis Simpson y la feliz idea acabó provocando la abdicación del rey Eduardo VIII, pues ella venía con la fea costumbre de allende los mares de acumular dos divorcios. Ese perrito caliente, servido en 1937, no se lo comieron en palacio ni con cubiertos.

Pero los tiempos están cambiando y parece que, por fin, Estados Unidos tendrá unas gotitas de sangre azul inglesa y Buckingham echará un poquito de kétchup a su vajilla real. Desde el punto de vista estadounidense esto es un sueño cumplido. No era lo mismo colocar a Grace Kelly en el minúsculo Principado de Mónaco o que Rita Hayworth se casara con el príncipe Alí Khan. Ni siquiera que Noor de Jordania naciera en Washington DC. La Casa Real británica siempre fue el premio gordo. Casi literalmente la joya de la corona. Lo que siempre habían anhelado, pese a su consabido orgullo patrio y prepotencia democrática, muchos sobrinos del tío Sam: un poco de royalty. Tanta es la emoción que la CNN publicó un artículo titulado con sorna: "Lo siento, estadounidenses, todavía no podéis llamarla princesa Meghan", donde especificaba que, incluso después de la boda, el título más probable será el de duquesa, como su concuñada Kate Middleton. Pero, obviamente, eso son meros tecnicismos en los que no quiere reparar el bombardeo de miniseries de la televisión estadounidense ('Meghan Markle: An American Princess', en FOX, o 'Harry and Megan: A Royal Romance', de Lifetime), los especiales de NBC o HBO y hasta el 'New York Times', que ha abierto una página con preguntas frecuentes sobre el evento y retransmitirá en streaming la ceremonia.

Foto: Gtresonline.
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En la ciudad de los rascacielos, además, el hotel Plaza, en la Quinta Avenida, ofrecerá un brunch con champán y premiará al asistente mejor vestido en la retransmisión del enlace; el Gansevoort, en el Meatpacking district, creará una guía especial para vivir los sitios más londinenses de la Gran Manzana y repartirá coronas, mientras que el Moxy, en Times Square, tiene una propuesta mucho más hooligan para la fecha: preservativos con la Union Jack y botellas de ginebra con formato reducido para el equipaje de mano.

El 'efecto Meghan' en la economía de EEUU

Las agendas de muchos estadounidenses tienen marcado el 19 de mayo en rojo y Forbes, por supuesto, publica su análisis en números de turistas estadounidenses que viajaron a Reino Unido por el 'efecto Meghan' o el dineral que se mueve en las casas de apuestas sobre cada detalle del evento. 'The Guardian' cifra en 100 millones de dólares en beneficios para los medios estadounidenses. La audiencia, desde luego, se prevé cuasi deportiva (aunque no 'superbowlesca') y se espera que supere a otras bodas de la familia real británica que también hicieron furor televisivo.

placeholder El príncipe Harry y Meghan Markle, en un funeral. (Gtres)
El príncipe Harry y Meghan Markle, en un funeral. (Gtres)

Y es que no solo del 'efecto Meghan' vive la pasión de los estadounidenses por los entresijos reales. La boda de Lady Di y el príncipe Carlos fue seguida por 17 millones de estadounidenses en 1981; la del príncipe Guillermo con Kate Middleton en 2011 la superó con 23 millones de espectadores. La fascinación por la realeza en Estados Unidos tiene raíces mucho más profundas y está casi en los cimientos de la joven nación. Ya los padres fundadores de la patria concibieron al primer presidente de los Estados Unidos, George Washington, con un aura real, lo que luego Theodore Roosevelt definió como un 'rey electo' y, en la era de Donald Trump (que, por cierto, no está invitado a la boda), el 'New York Times' publicó una columna de opinión que decía: “Estados Unidos: considera la monarquía”, explicando cómo un presidente tan desmesurado como el actual encontraría en la, según muchos, apolillada institución monárquica un techo contra el que chocarse.

Foto: Meghan Markle en una imagen de archivo. (Gtres)

El mayor coleccionista

“Creo que es justo decir que los estadounidenses aman a la familia real británica”, dijo el propio Barack Obama cuando recibió al príncipe Carlos en el despacho oval en 2015. “Les gustan más que sus propios políticos”, añadió. Y este análisis quedaba reflejado en el libro 'The Eagle and the Crown', de Frank Prochaska y editado por la Universidad de Yale, donde no solo analizaba cómo se filtraron los poderes reales en la figura presidencial de Estados Unidos, sino también cómo en la imagen que Estados Unidos tenía de la familia real británica estaba el germen de la pasión por las celebridades. Es por eso que desde Estados Unidos se sigue con entusiasmo la 'gigantesca telenovela' que es la vida de la familia real británica, igual que triunfan series como 'The Crown' o existen personas como John Hoatson en Florida, que saltó a los titulares en 2017 por tener una colección de objetos de Diana de Gales valorada en medio millón de dólares, incluyendo un pedazo de la tarta de su boda con Carlos de Inglaterra.

placeholder Lady Diana Spencer, fotografiada durante unas vacaciones en Mallorca. (Gtres)
Lady Diana Spencer, fotografiada durante unas vacaciones en Mallorca. (Gtres)

Quizá fue Lady Di, por representar ese modo de vida tan de celebrity (con sus amistades con Elton John y Gianni Versace o con aquel famoso baile que se marcó con John Travolta en 1985 en una cena presidencial en la era de Ronald Reagan) y por su mediática muerte, la que enganchó definitivamente a los estadounidenses a las andanzas de la Corona que antaño les dominaba. Fue la que encarnó a la perfección ese doble concepto de lo real irresistible: el que combina la royalty de los Windsor con el reality de Buckingham Palace. Un espectáculo sofisticado para ver engullendo perritos calientes.

En junio de 1939, el rey Jorge VI de Inglaterra y la reina consorte Isabel Bowes-Lyon hicieron la primera visita oficial jamás realizada por la Casa Real Británica a los Estados Unidos. El presidente Franklin Delano Roosevelt y su esposa Eleanor, sin ironía aparente, se los llevaron de picnic y ofrecieron a los soberanos una de las delicias culinarias del país: el perrito caliente. De aquel histórico encuentro, fraguado meses antes del inicio de la Segunda Guerra Mundial, quedó como momento más recordado aquel en el que la futura Reina Madre se comió el hot dog con cuchillo y tenedor. Quedaba bien claro que el buen rollo tenía sus límites. God Save the Queen.

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