La infanta Eulalia, la primera gran feminista real: su defensa de los derechos de la mujer
La infanta tuvo la inteligencia, la sagacidad, la visión y la firmeza de carácter para librarse del yugo matrimonial y conseguir que su amante fuese aceptado en ciertos circuitos sociales
En los brillantes años finales de la Belle-Époque, tres fueron las princesas europeas que quisieron romper con las pesadas cadenas que las ataban a los rígidos principios de conducta que regían a la realeza europea, y que las obligaban a estar sujetas a la firme voluntad de sus maridos impidiéndoles toda libertad de actuación y hasta de la gestión de sus propios bienes. Dos de ellas, la princesa Luisa de Sajonia-Coburgo-Gotha y la princesa heredera Luisa de Sajonia, se liberaron abruptamente fugándose con sus amantes, el conde Mattachich y el profesor de música André Giron, pero como castigo sufrieron persecución, estuvieron sujetas a calumnias, fueron confinadas al ostracismo social, y en el caso de Luisa de Sajonia-Coburgo-Gotha hasta padeció internamiento en instituciones de naturaleza psiquiátrica que, a la postre, no fueron sino cárceles.
Grandes escándalos seguidos con la mayor avidez por la prensa del momento, y que en aquellos tiempos pusieron patas arriba la por entonces vigente pacata moral victoriana. Pero la tercera, la infanta doña Eulalia, tuvo la inteligencia, la sagacidad, la visión y la firmeza de carácter para librarse del yugo matrimonial, conseguir que su amante, el conde Jametel, fuese aceptado en ciertos circuitos sociales, y aprovechar para hacer de su causa de liberación personal un auténtico alegato en aras de la liberación de la mujer, sin por ello perder un ápice de su calidad regia de infanta española que siempre llevó con el mayor orgullo. Porque, como ella misma escribía, “el que desciende de un trono para obedecer a las razones de su corazón, no decae, como pretenden el ignorante y el escéptico; se eleva, por el contrario, por encima de los mortales arrojados a la conquista del oro y de los honores”.
Hija menor de aquella reina singular y baqueteada que fue doña Isabel II, a quien Benito Pérez Galdós llamó “la de los tristes destinos”, doña Eulalia nació en 1864 en la corte de Madrid que por entonces estaba llena de pequeñas intrigas, muchas de las cuales tenían que ver con la identidad de los favoritos de turno de la reina. De ahí que no sepamos a ciencia cierta quién fue el padre de esta infanta liberal e independiente, que en sus memorias recuerda su naturaleza rebelde y despierta al escribir: “No sé por qué me rebelaba, salvo que fuese porque los pendientes interferían con la actividad corporal que era irreprimible en mí. Yo quería jugar afuera, donde pudiese correr, me sofocaban las constricciones de nuestra vida cotidiana, y creo que es esa revuelta del cuerpo lo que se convirtió en revuelta de la mente tan pronto como desarrollé mente”.
Nunca fue una princesa al uso y, siendo tan solo una niña y con su madre ya exiliada en París a partir de 1868, nunca comprendió a las monjas del Sagrado Corazón, a donde fue enviada a estudiar pues, continúa diciendo ella misma, “no es que mi infancia fuese patética. Bien al contrario, crecí robusta y, en lugar de sucumbir a la represión, me rebelé contra ella. No me sentaba a jugar con mis muñecas, no podía entretenerme con las historias españolas de brujas que corresponden a los cuentos de hadas del norte. Yo no era una niña imaginativa, ni me interesaba por los animales de compañía. [...] Hiciésemos lo que hiciésemos, siempre había un ojo vigilante sobre nosotros”.
Su regreso a España tras la restauración de la monarquía en su hermano Alfonso XII en 1875 y la temprana e inesperada muerte de él diez años después, en 1886 fue forzada a un matrimonio dinástico de conveniencia con su primo hermano el infante don Antonio de Orleans, al que hubo de sucumbir a pesar de sus sonadas protestas. Pero su enorme valía la llevó a ser ella y no su esposo quien ostentase la representación oficial de España en las brillantes celebraciones del jubileo de la reina Victoria en Londres en 1887, y lo mismo sucedió cuando en 1893 viajó en nombre de su sobrino el rey niño Alfonso XIII a Cuba y a los Estados Unidos para representar a España en la Exposición Universal de Chicago.
En América brilló con luz propia, fascinó a la sociedad y a la prensa norteamericanas, quedó impresionada por el notable grado de libertad e independencia de la sociedad y de las mujeres norteamericanas, y conoció de cerca el funcionamiento de la democracia de aquella gran potencia que ya comenzaban a ser los Estados Unidos. Un viaje iniciático tras el cual escribía a su madre, la reina: “Te confieso sinceramente que, penosamente oprimida siempre por la opinión profesada entre nosotros de que la mujer no debe tomar ninguna iniciativa, considero con envidia a las mujeres americanas. Ellas disfrutan de una libertad de acción que estimo tan útil como bienhechora en el país que sea; pienso con cierta amargura que si este progreso se realiza un día en España, donde la sangre oriental ha dejado su señal profunda, será demasiado tarde para que pueda aprovecharme yo misma”.
Cansada de las infidelidades de un marido, que además malgastaba incluso su fortuna personal que él gestionada por derecho, en 1900 quiso divorciarse, su deseo de solicitar la anulación de su matrimonio ante la Santa Sede fue silenciado, y finalmente salió victoriosa en su lucha por una separación gracias a la cual poder recuperar la gestión de sus bienes, pactar la custodia de sus hijos imponiendo sus propias condiciones y alcanzando un grado de libertad hasta entonces desconocido tanto en la familia real española como entre la realeza de su tiempo.
Sin embargo, ninguna corte le cerró las puertas, conoció a escritores, pintores, filósofos y hombres de ciencia, y en 1910 volvió a escandalizar a España con su libro 'Al hilo de la vida', que fue prohibido en nuestro país, en el que aireó sus opiniones sobre el matrimonio, el divorcio y la independencia de la mujer, que defendió ante la prensa encarando un largo alejamiento de España que solo concluyó en 1922. Todo un alegato en defensa de los derechos de la mujer, de quien decía que había sido despojada de sus atributos y vendida en el mercado del matrimonio. Un matrimonio que “a momentos puede suponer un extremo sufrimiento mental. [Por ello] La finiquitación de los miserables 'matrimonios de conveniencia' asegurará para muchos una nueva vida, la producción de hijos más sanos bajo condiciones normales; y desde el punto de vista social incrementaría el valor tanto del hombre como de la mujer”.
Liberal, culta, amante de la cultura francesa y residente en París durante muchas décadas, en los años 40 decidió regresar a una España que consideraba atrasada y sujeta a una aristocracia miope, supo ganarse al general Franco sin por ello rendirle pleitesía, y hasta el final de sus días en 1958 mantuvo su ojo crítico ante los avatares de la historia afincada en Irún, desde, como ella decía, todos los días podía cruzar la frontera para respirar los aires más liberales de la República francesa.
En los brillantes años finales de la Belle-Époque, tres fueron las princesas europeas que quisieron romper con las pesadas cadenas que las ataban a los rígidos principios de conducta que regían a la realeza europea, y que las obligaban a estar sujetas a la firme voluntad de sus maridos impidiéndoles toda libertad de actuación y hasta de la gestión de sus propios bienes. Dos de ellas, la princesa Luisa de Sajonia-Coburgo-Gotha y la princesa heredera Luisa de Sajonia, se liberaron abruptamente fugándose con sus amantes, el conde Mattachich y el profesor de música André Giron, pero como castigo sufrieron persecución, estuvieron sujetas a calumnias, fueron confinadas al ostracismo social, y en el caso de Luisa de Sajonia-Coburgo-Gotha hasta padeció internamiento en instituciones de naturaleza psiquiátrica que, a la postre, no fueron sino cárceles.