María Gabriela de Saboya, la princesa liberal y liberada y primer amor de don Juan Carlos
Hija del rey Umberto II, conoció al Rey emérito en Estoril, compartiendo pandilla de amigos y un noviazgo más platónico que carnal que nunca llegó a oficializarse
A sus 80 años, María Gabriela de Saboya, princesa entre las princesas, continúa rememorando una y otra vez ante la prensa y la televisión sus amores de juventud con Juanito, aquel chico de los condes de Barcelona con el que le compartió los mejores años de la infancia y de la adolescencia en los tiempos dorados del exilio en Estoril de sus familias respectivas. Unos amores acaso más platónicos que carnales, según relatan quienes compartieron con ellos aquellos intensos años, pero que aún despiertan la curiosidad de quienes se acercan a aquella generación de 'royals' que todavía alcanzaron a vivir las delicias de un gran mundo de distinción hoy en día totalmente extinguido.
Hija y nieta de reyes de Italia y de Bélgica, Ella -como la llaman sus parientes y sus amigos- y sus hermanos María Pía, Vittorio y Tití llegaron en 1946, y entre las lágrimas por la caída de la monarquía italiana tras el brevísimo reinado de su padre, el rey Umberto II, a un Portugal en el que ya residían los condes de Barcelona, los condes de París y todo un plantel de realezas exiliadas que supieron crear un pequeño mundo de exclusividad con toques de sencillez popular. Un entorno en el que si Juan Carlos era el más simpático y atractivo de entre todos los príncipes varones, ella era la más guapa y la más vistosa de entre las princesas. La hija de aquella pareja absolutamente singular, y sin duda alguna mucho más original y más liberal, además de más rica y de mayor vocación cosmopolita e internacional, que la de los condes de Barcelona.
Juanito y Ella, que compartían no solamente una gran pulsión vital sino también una cierta tendencia a romper con algunas normas, se sintieron muy pronto atraídos y en su juventud temprana salían juntos en la pandilla de los hermanos Arnoso, de Babá Espirito Santo, de Chiquinho Pinto Balsemao y de Teresa Pinto Coelho. Pero aunque él bebía los vientos por ella y llevaba consigo su fotografía, ella, que era esquiva, inquieta y fantasiosa, se resistía un tanto a aquel noviazgo que nunca llegó a oficializarse. Y es que, a pesar de los buenos ojos con los que aquella relación era vista por ambas familias unidas por una amistad tan estrecha, a decir de su tía la princesa Teresa de Orleans-Braganza, su noviazgo no pasó de ser "una mera posibilidad” pues ni ella llegó a comprometerse de verdad, ni al general Franco, que la consideraba de ideas “demasiado modernas”, le parecía suficientemente conveniente por ser la hija de un exquisito esteta un tanto afectado y de aquella princesa María José de Bélgica, que pasaba por intelectual y mostraba una marcada e inquietante inclinación política por las izquierdas.
Ella nunca pensó que Juanito pudiese llegar un día a ser rey de España, y en breves años sus destinos comenzaron a distanciarse pues él tenía que sacar adelante un proyecto histórico en nuestro país y ella ya volaba por el mundo; si en Villa Italia, la casa de los Saboya, se escuchaba a Cole Porter y a Amalia Rodrigues, en Villa Giralda se escuchaban los aires folclóricos de España. Así, en 1960 el embajador Ibáñez Martín reportaba a Franco desde Lisboa: "Puedo informar a Su Excelencia de que no hay nada de las relaciones entre el príncipe Juan Carlos y la princesa María Gabriela. Por el momento, todo esto no es más que un reclamo de prensa pero, seriamente, no hay absolutamente nada". Para entonces, don Juan Carlos ya estaba en relación con la más accesible Olghina Nicolis de Robilant, y Ella se lanzaba al gran mundo diciendo que no a la propuesta de matrimonio que le avanzó el Sha de Persia, pues nunca consideró que pudiese adaptarse a las formas y las costumbres de la corte de Teherán aunque sí que llegó a sentarse en el vistoso trono de pavo real, que era incómodo como ninguno por las grandes piedras preciosas que recamaban el asiento.
Estudiaba Filosofía en la Universidad Católica de París, vivía entre Suiza, Italia, Francia y Portugal, y aunque se rumoreó sobre su posible matrimonio con Balduino de Bélgica, ya mantenía un devaneo amoroso con el conde Volpi. Eran los tiempos de las grandes fiestas de los ricos y los poderosos, y se le achacaron flirteos con el rejoneador Ángel Peralta, el conde Paolo Nicolis di Robilant, el conde de Gané o el mismísimo Nicolás Franco. Era un animal de sociedad, la princesa guapa, elegante y atractiva a quien seguía la prensa y que no faltaba ni al magnifico baile de los Patiño en Estoril en 1968, ni al baile Divonne en París, ni a tanto otros de los eventos brillantes en los que la realeza de su tiempo se codeaba con la flor y nata de las grandes fortunas y de las estrellas de Hollywood.
Liberada y liberal, María Gabriela puso finalmente los ojos en el riquísimo magnate católico de origen rumano Robert Zellinger de Balkany, con quien contrajo matrimonio, contra viento y marea y para escándalo de muchos, en 1969 en el castillo de Balsan, en la Riviera francesa. Ya vivían juntos, él estaba divorciado y fue forzado por el rey Umberto a solicitar la nulidad eclesiástica de su primer matrimonio, y los que siguieron fueron para ellos años de lujos, de yates y de palacios en varios países, pues él era un gran promotor de incontables proyectos inmobiliarios, siendo uno de los pioneros en la construcción de grandes macrocentros comerciales tanto en Europa como en Oriente Medio.
Sin embargo, tras el nacimiento de su única hija, María Elisabeth, en 1972, la pareja entró en una fuerte crisis -incluso se habló de una aventura de ella con Stavros Niarchos-, que terminó en una separación en 1976, seguida de un complejo divorcio iniciado en 1983 y concluido solamente en 1990 tras el abandono de ella de la gran mansión de 20 habitaciones en Suiza propiedad de él por la que pagaba una renta. Cada uno siguió desde entonces su propio camino, pero ambos continuaron siendo grandes amigos del rey don Juan Carlos y fueron muchas las ocasiones en las que Ella compartió jornadas veraniegas en Mallorca con los reyes de España y su familia. Su amistad con Juanito ha sido imperecedera y leal, y María Gabriela no faltó a ninguna de las bodas reales españolas, aunque en los últimos años ambos hayan coincidido poco, pues se mueven en circuitos diferentes.
Tras la muerte de su padre, el rey Umberto, en 1983, la princesa centró su vida y sus esfuerzos en el recuerdo de la memoria de sus padres, siendo a día de hoy la persona de la familia real italiana que más interés muestra por la historia y por la preservación de la memoria familiar colectiva de los Saboya, a través de su Fundación Rey Umberto y Reina María José, que creó en Ginebra ese mismo año de 1983. Allí conserva archivos, documentos, fotografías, correspondencia privada, joyas, ropajes, y grabados y pinturas de la casa de Saboya, además de la gran colección filatélica de Umberto II, y siempre se muestra dispuesta a colaborar con historiadores e investigadores. Bastante alejada de sus hermanos María Pía, Vittorio -víctima de muy mala prensa- y Tití -la desaparecida y desgraciada princesa de la que nadie habla-, desaprueba la continua aparición en los medios de su sobrino el príncipe Emanuele Filiberto de Saboya, y parece apoyar las pretensiones de su primo el duque de Aosta a la jefatura de la Casa Real de Italia en contra de los derechos de su propio hermano Vittorio.
Invitada obligada a las cada vez menos brillantes bodas de la realeza destronada, Ella de Saboya desgrana hoy en día en su casa de Ginebra sus recuerdos de una vida llena de experiencias intensas, mientras vuelve siempre con gusto a Italia, colabora con entidades e instituciones caritativas, asiste a conferencias, sigue con atención el destino de la Sábana Santa donada por su padre a la Santa Sede, apoya toda reivindicación de la historia de la Casa de Saboya en Italia, y en estos momentos pone toda su energía en conseguir que el Estado italiano repatríe finalmente desde Egipto los restos mortales de sus abuelos los reyes Víctor Manuel III y Elena para ser enterrados en el santuario italiano de Vicoforte. Para sí se guarda, como su gran secreto, si en alguna ocasión se ha lamentado por no haber llegado a ser reina de España.
A sus 80 años, María Gabriela de Saboya, princesa entre las princesas, continúa rememorando una y otra vez ante la prensa y la televisión sus amores de juventud con Juanito, aquel chico de los condes de Barcelona con el que le compartió los mejores años de la infancia y de la adolescencia en los tiempos dorados del exilio en Estoril de sus familias respectivas. Unos amores acaso más platónicos que carnales, según relatan quienes compartieron con ellos aquellos intensos años, pero que aún despiertan la curiosidad de quienes se acercan a aquella generación de 'royals' que todavía alcanzaron a vivir las delicias de un gran mundo de distinción hoy en día totalmente extinguido.