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La otra Kate: Catalina la Grande, una de las mujeres más influyentes de la Edad Moderna
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FAMILIA REAL BRITÁNICA

La otra Kate: Catalina la Grande, una de las mujeres más influyentes de la Edad Moderna

La Catalina (Kate) inglesa y la rusa son dos Catalinas con dos vidas y dos papeles muy diferentes. Los parecidos entre ambas son escasos, por no decir nulos

Foto: Catalina la Grande. (Wikipedia)
Catalina la Grande. (Wikipedia)

La prensa británica ha empezado a bautizar a la que en su día será la reina consorte de Inglaterra, Kate Middleton, como la Gran Catalina, en un absurdo guiño a Catalina II de Rusia. Y absurdo es porque en nada pueden compararse sus vidas, salvo que el día que su marido suba al trono la dulce y pacífica Kate decida usurpárselo y convertirse en una reina despótica, cosa bastante improbable si tenemos en cuenta la poca o nula mano que, en asuntos de estado, tienen los actuales monarcas ingleses (y europeos en general). Los parecidos entre ambas monarcas, más allá de orígenes no muy elevados aristocráticamente hablando, son escasos, por no decir nulos.

placeholder Kate Middleton, en el 'Chelsea Flower Show'. (EFE)
Kate Middleton, en el 'Chelsea Flower Show'. (EFE)

Catalina II de Rusia

Nacida como Federica Augusta Sofía en la región polaca de Pomerania en 1729, su vida está llena de verdades y mentiras por parte de los numerosos cronistas que de ella escribieron. Afortunadamente, contamos con sus memorias escritas por ella misma. Catalina II la Grande pasó a la historia por ser quien llevó de manera definitiva a Rusia a ser una gran potencia europea gracias a sus políticas.

Hija de un general prusiano que ejercía de Gobernador en la ciudad polaca de Stettin en nombre del monarca de Prusia, Catalina nació en dicho país por casualidad, perteneciendo ella a una familia noble prusiana (alemana). De bajo rango, eso sí, pero noble al fin y al cabo. Cabe recordar al lector que en la época de la que estamos hablando, principios del siglo XVIII, no existía Alemania como tal; era Prusia. Imposible resumir aquí la historia del territorio al que nos referimos, pero sí es necesario recordar que sus orígenes se remontan a la Edad Media y que sus fronteras, como prácticamente todas las europeas, fueron cambiando de manera constante a raíz de conflictos, guerras e invasiones. Fue considerado un reino desde 1701 hasta el fin de la I Guerra Mundial, en el año 1918, formando parte del Imperio alemán desde 1871.

Foto: Kate Middleton durante su actuación musical. (Gtres)

Catalina fue educada de manera más que esmerada para ser una mujer y, siguiendo la costumbre de la época entre los nobles alemanes, sus tutores fueron principalmente franceses, un hecho que sería de gran importancia en su futuro como monarca. La tutora de Catalina, Isabel Babette Cardel, le enseñó a leer, escribir y hablar perfectamente francés, la lengua culta. Esta formación le permitió a la futura emperatriz leer a los grandes pensadores franceses del XVIII, tales como Montesquieu y Voltaire, con quien llegó incluso a tener una fluida correspondencia. Fue una mujer ávida de conocimientos, llegó a poseer una biblioteca de más de 44.000 volúmenes, amante de la lectura de la historia, la filosofía y, por supuesto, de la política.

placeholder Catalina la Grande.
Catalina la Grande.

Cuando nuestra protagonista nació, nada ni nadie podría haber imaginado lo que el destino le tenía reservado. Fue la entonces emperatriz, Isabel I, esposa del zar, quién se fijó en ella para ser la candidata a casarse con su hijo, el futuro Pedro. Contaba con 14 años cuando recibió la misiva de que era la elegida para tan elevado asunto. Los historiadores han debatido largo y tendido sobre por qué ella y lo cierto es que lo más lógico sea que, como prácticamente todos los matrimonios en el antiguo régimen, se hiciera para reforzar lazos: se quería fortalecer la amistad entre Prusia y Rusia y, con ello, debilitar la posición en el tablero de Austria. Como ven, todo tremendamente romántico.

Las cosas de palacio, en este caso, no fueron despacio y en febrero de 1744, Sofía y su familia fueron recibidos por la zarina Isabel I en el palacio de Annenhof, lugar de residencia de la familia imperial. En ese instante fue nombrada Gran Duquesa Catalina por ser, desde ese día, la prometida del Gran Duque Pedro.

Aprendiendo a ser rusa

La Gran Duquesa se tomó muy en serio su papel como futura emperatriz y comenzó a estudiar el ruso, un idioma que, por supuesto, llegó a dominar. Y hay aquí que mencionar un tema espinoso. Ella, como prusiana que era, se había educado bajo los principios del luteranismo, lo cual representaba un importante escollo, más en aquella época. Catalina se entregó con fervor a la fe ortodoxa y se convirtió a ella sin dudarlo, hecho que le trajo un grave enfrentamiento con su padre, que parecía no entender la gran misión a la que su hija estaba llamada. Impensable creer que una futura emperatriz de Rusia fuese luterana.

Intrigas palaciegas: la madre de la consorte

Catalina tenía una madre que sí estaba dispuesta a abrazar el vertiginoso ascenso social de su hija. La historiografía la ha presentado siempre como una mujer fría, calculadora y trepa. Es decir, todo aquello que cualquier hombre de la época hubiera podido tener sin que nadie se sorprendiese pero que, teniéndolo una mujer, la cosa varía sustancialmente. El tema, en cualquier caso, no es que fuese ambiciosa, que lo era, sino que lo que tenía delante (su consuegra) era exactamente igual que ella, con la pequeña salvedad de que una jugaba en casa y la otra, no. La madre de Catalina, Juana Isabel de Holstein-Gottorp, no tuvo la delicadeza de ocultar sus intenciones, un hecho que enseguida le granjeó la enemistad de la zarina Isabel, que pronto le mostró la salida del palacio, justamente al día siguiente de la boda, en 1745.

placeholder Helen Mirren, caracterizada como Catalina la Grande. (Sky)
Helen Mirren, caracterizada como Catalina la Grande. (Sky)

Boda y no consumación del matrimonio

No hace falta recordar al lector que la principal misión, por no decir la única, que una reina consorte (o futura consorte) tenía era la de dar un heredero varón a la corona. Obviamente, en pleno siglo XVIII, para obtener dicho bien había que consumar el matrimonio, un hecho que no sucedió ni la noche de boda ni, al parecer, en los siguientes ocho años. Es decir, no hubo hijos. Mucho se ha especulado sobre este asunto: si era homosexual el heredero o si es que, al haber pasado la viruela, esta le había dejado de regalo una infertilidad. El caso es que los hijos no llegaban y la emperatriz Isabel no estaba dispuesta a que su gran obra quedara inerte, por lo que consintió que su nuera tuviera uno o dos amantes que hicieran el trabajo para el que, al parecer, su hijo no estaba preparado. Y llegó el ansiado heredero, un varón robusto que recibió el nombre de Pablo y que llegaría a la edad adulta e incluso a reinar. Si era hijo o no de su padre, era lo de menos. Había heredero y en la corte, por fin, se respiraba cierta tranquilidad.

Ascenso al trono de Catalina

El 5 de enero de 1762 murió la emperatriz Isabel, hecho que convertía inmediatamente a Catalina en la nueva titular. Consorte, ciertamente, pero madre de un heredero y esposa de un pusilánime, más interesado en jugar con sus soldaditos de plomo que en reinar un vasto imperio con no pocos problemas. No solo no estaba interesado en ejercer sus derechos, sino que, además, cuando lo hacía, generaba problemas de no poco calado. Pero de todos los errores cometidos, el más grande fue retirarse con su séquito y amigos a Oranienbaum, una residencia real rusa en el golfo de Finlandia, al oeste de San Petersburgo, y un lugar perfecto para dedicarse al arte de no hacer nada. Y como nada hizo y se llevó todo lo que le importaba salvo a su esposa, ya muy influyente en la corte, ésta maquinó de la mano de su amante Grigori Orlov para que la Guardia Imperial rusa depusiera a Pedro alzando a su consorte no como regente del heredero, sino como emperatriz de facto. Una jugada maestra que tampoco le costó demasiado esfuerzo, habida cuenta de las pocas o más bien nulas ganas que el zar tenía de conservar su trono. El exzar se retiraba así a sus mundanos placeres que poco le duraron. Tan solo seis meses después, el 17 de julio de 1762, moría, todo apunta a que asesinado y por orden de su mujer.

placeholder Retrato de Pedro III de Rusia, por Lucas Conrad Pfandzelt. (Museo Hermitage)
Retrato de Pedro III de Rusia, por Lucas Conrad Pfandzelt. (Museo Hermitage)

Catalina tenía 33 años y un hijo de ocho. Y aunque la esperanza de vida en aquella época era sensiblemente menor a la actual, podría decirse que estaba en lo mejor de su vida. Como a ella sí le interesaba la política y reinar (y de hecho es una de las grandes representantes del despotismo ilustrado), se puso manos a la obra en cuestiones de política exterior e interior.

No fue un trayecto de vino y rosas, ni muchísimo menos. Para empezar, se encontró con la fuerte oposición de la nobleza, que consideraba aquello una usurpación en toda regla (y lo era). Pero a pesar de que hubo tímidos intentos de sacarla del trono e instaurar una regencia hasta la mayoría de edad del heredero, esto nunca sucedió y gobernó hasta su muerte (por un derrame cerebral con 67 años).

Con quien sí se congració Catalina fue con la iglesia ortodoxa, a quien su esposo les había aplicado una desamortización muy al estilo siglo XVIII (como la practicada por Godoy aquí en casa). Les devolvió toda la tierra que había sido secularizada y, además, puso fin a la guerra con Dinamarca.

Una reina ilustrada

Bien es cierto que Catalina usurpó el trono a su marido (es decir, tomó algo que no le correspondía), pero viendo la historia con perspectiva quizás fue lo mejor que pudo pasarle al vasto imperio ruso. Su marido era un borrachín poco interesado en política, historia, arte o nada que tuviera que ver con un mundo relacionado con el arte de gobernar. Era un marido 'indigno' para ella y, a pesar de que ella acumuló poder absoluto (era una mujer de su tiempo), sus profundas creencias ilustradas hicieron de su reinado algo digno de ser recordado.

placeholder Estatua de Montesquieu. (Pixabay)
Estatua de Montesquieu. (Pixabay)

Su correspondencia con Voltaire y Diderot la animaron a poner en práctica las ideas políticas de Montesquieu, llegando a crear una gran Comisión de 652 diputados, algo que no sirvió, finalmente, de nada. Estuvo ciertamente muy preocupada y ocupada de la educación y de lo que hoy podríamos considerar servicios sociales y, siguiendo la estela de la esposa secreta de Luis XIV de Francia, Madame de Maintenon (1635-1719), se ocupó de crear centros educativos y asistenciales; en su caso, el instituto Smolny, para la educación de las muchachas jóvenes.

Catalina fue una apasionada del arte. Gracias a ella el mundo entero hoy puede disfrutar de la imponente colección del Hermitage de San Petersburgo. No tuvo reparos en gastar ingentes cantidades de dinero en comprar obras de arte que se quedaron para siempre en su país de origen.

No tuvo tanto éxito en sus políticas exteriores o interiores, incluso a pesar de los aciertos, que también los hubo, pero lo que sí es indiscutible es que pasó a la historia como una de las monarcas más importantes, influyentes, poderosas e inteligentes de la Edad Moderna.

Gema Lendoiro es periodista y doctoranda en Historia Moderna por la Universidad de Navarra.

La prensa británica ha empezado a bautizar a la que en su día será la reina consorte de Inglaterra, Kate Middleton, como la Gran Catalina, en un absurdo guiño a Catalina II de Rusia. Y absurdo es porque en nada pueden compararse sus vidas, salvo que el día que su marido suba al trono la dulce y pacífica Kate decida usurpárselo y convertirse en una reina despótica, cosa bastante improbable si tenemos en cuenta la poca o nula mano que, en asuntos de estado, tienen los actuales monarcas ingleses (y europeos en general). Los parecidos entre ambas monarcas, más allá de orígenes no muy elevados aristocráticamente hablando, son escasos, por no decir nulos.

Kate Middleton
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