Una de las dificultades con las que se encontró Letizia Ortiz cuando se incorporó a las filas de Zarzuela tras el anuncio de su compromiso con el Príncipe de Asturias en 2003 fue que, literalmente, no sabía qué hacer. Desde 1906, cuando falleció María de las Mercedes, hermana mayor de Alfonso XIII, no había habido otra princesa de Asturias. Aquello de “el ejemplo impagable de la Reina” era una fórmula de cortesía. Como Príncipes de España, ni doña Sofía ni don Juan Carlos tuvieron nunca ‘por encima’ un rey reinante. Y la Constitución en este caso tampoco servía de mucha ayuda.
El único lugar donde se hace referencia explícita al papel del consorte en la monarquía española es en el artículo 58 del texto constitucional, donde dice: “La Reina consorte o el consorte de la Reina no podrán asumir funciones constitucionales, salvo lo dispuesto para la Regencia”. En el 59 se desarrolla el tema de la Regencia: “Cuando el Rey fuere menor de edad, el padre o la madre del Rey y, en su defecto, el pariente mayor de edad más próximo a suceder en la Corona, según el orden establecido en la Constitución, entrará a ejercer inmediatamente la Regencia y la ejercerá durante el tiempo de la minoría de edad del Rey”. En el mapa, el campo de las funciones “no constitucionales” se antoja vastísimo.
Así que imaginemos a una Letizia remangada frente a su futuro, acompañada de un equipo fidelísimo, que se propone construirse un personaje, alguien necesario para la sociedad española. Más allá de su labor institucional, los miembros de las monarquías han encontrado un sentido a su día a día en determinados temas que han convertido en su misión vital. Ella tenía que encontrar los suyos.