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Adelanto editorial | Lea las primeras páginas de 'La reina: la increíble vida de Isabel II'
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FAMILIA REAL BRITÁNICA

Adelanto editorial | Lea las primeras páginas de 'La reina: la increíble vida de Isabel II'

La autora desgrana con pasión en más de 700 páginas la historia de una mujer que no nació para reinar y cuya vida tendría que haber sido anodina, pero que acabó en el trono

Foto: La reina Isabel II, en una imagen de archivo. (Getty/Dan Kitwood)
La reina Isabel II, en una imagen de archivo. (Getty/Dan Kitwood)

El pasado 8 de septiembre, Isabel II fallecía en el castillo de Balmoral a los 96 años. Una muerte histórica de un personaje mundialmente conocido y con un gran bagaje. Ahora, sale a la luz la primera biografía de la soberana en castellano. La encargada de repasar la vida de la monarca es Ana Polo, politóloga y especialista en comunicación política e institucional, quien, junto con la editorial La Esfera de los Libros, presenta 'La reina: la increíble vida de Isabel II', donde explica la trastienda del poder en Buckingham y cómo una muchachita tímida, sin especial formación ni carisma, llegó a convertirse en un icono indiscutible, un objeto de reverencia y respeto para millones de personas en todo el mundo.

La autora desgrana con pasión en más de 700 páginas la historia de una mujer que no nació para reinar y cuya vida tendría que haber sido anodina, pero que acabó en el trono y, durante décadas, se encargó de defender la Corona, una tarea que no siempre fue fácil. De su educación y vida como princesa a la Segunda Guerra Mundial, de su boda con un príncipe de segunda fila odiado por la corte a la tragedia de Diana, de los escándalos de sus hijos a los más recientes de sus nietos, este libro detalla una vida tan fascinante como única de una mujer irrepetible y el símbolo de toda una era.

A continuación, puede leer en Vanitatis el primer capítulo íntegro de la novela.

1. Una mujer nada común

Isabel II era una mujer de rituales, tan apegada a la tradición y a las costumbres que cada día seguía un orden milimétrico, perfectamente establecido durante años. Un día cualquiera comenzaba minutos antes de la siete y media, cuando su don­cella llegaba a las puertas de sus aposentos portando una ban­deja donde había una taza de porcelana, un plato con galletas maría y una tetera de plata con té —Earl Grey, aunque también le gustaba el Darjeeling—. A un lado de la bandeja descansaba una servilleta blanca con letras primorosamente bordadas: E II R o, lo que es lo mismo, Elizabeth II Regina. En inglés, Queen Elizabeth the Second. En castellano, la reina Isabel II.

En realidad, su nombre era Elizabeth Alexandra Mary y su apellido era Windsor, aunque para su familia era Lilibet, un apodo que se inventó ella misma de muy pequeña cuando no podía pronunciar correctamente su nombre. En privado, su marido, el duque de Edimburgo, la llamaba a veces cabbage, repollo. Para sus hijos era mummy, sus nietos la llamaban granny y sus bis­nietos, gangan.

placeholder Portada del libro de Ana Polo. (La Esfera de los Libros)
Portada del libro de Ana Polo. (La Esfera de los Libros)

Nació como princesa, aunque no como futura reina, ya que su padre, el entonces duque de York, era tan solo el segun­do en la línea de sucesión y todos en aquel momento esperaban que el heredero, el príncipe de Gales, David para su familia, se casara y tuviera descendencia. En realidad, su vida podría haber sido fácilmente anodina y prácticamente anónima, la de una royal de segunda fila, de no ser porque su tío abdicó, su padre subió al trono y, con diez años, Isabel se convirtió en heir presumptive, la presunta heredera. Un poco más tarde, cuando quedó claro que los monarcas no iban a tener más hijos, y por lo tanto, fue descartado el nacimiento de un here­dero varón, Isabel pasó a heir apparent, la heredera aparente o natural.

La historia quiso que aquella niña disciplinada y seria —«con un aire de autoridad y reflexión asombrosos para una chiquilla tan pequeña», diría Winston Churchill de ella— subie­ra al trono con tan solo veinticinco años y se convirtiera «por la gracia de Dios», en Magnae Britanniae, Hiberniae et terra­ rum transmarinarum quae in ditione sunt Britannica Regina, Fidei Defensor. O, lo que es lo mismo, en reina de la Gran Bretaña, Irlanda y los dominios británicos más allá de los mares, defensora de la fe. Cuando el Imperio británico se disolvió y fue substituido por la Commonwealth, a la larga lista de títulos se le añadió el de «jefa de la Commonwealth», lo que, en términos prácticos, significa que, aparte de soberana del Reino Unido, lo era también de otros quince países, incluidos Canadá, Nueva Zelanda y Australia.

Isabel era, además, la cabeza de la Iglesia anglicana, la comandante suprema de las Fuerzas Armadas y, desde el 9 de septiembre de 2015, la monarca más longeva de la historia de Inglaterra, un récord anteriormente ostentado por la reina Vic­toria, la cual sirvió la nada desdeñable cifra de sesenta y tres años y 216 días. El 6 de febrero de 2022, Isabel se convirtió en la primera soberana británica en celebrar su Jubileo de Platino o, lo que es lo mismo, los setenta años en el trono. Semejante experiencia en el cargo le permitió conocer a las figuras más relevantes de la historia moderna: trató personalmente a todos los presidentes de Estados Unidos desde Harry Truman, se vio con cinco papas de Roma y despachó con quince primeros ministros —el primero, por supuesto, fue Winston Churchill—. Cuando Isabel subió al trono en 1952, Joseph Stalin era el lí­der de la Unión Soviética, Konrad Adenauer era el canciller de Alemania y Mao Tse­Tung presidía la República Popular China. Setenta años después, la monarquía británica tenía página web, cuentas en Twitter e Instagram, y la reina participaba en video­conferencias y protagonizaba un vídeo con James Bond. Una de las últimas veces que se la vio con vida fue cuando apareció con el osito Paddington en un gracioso sketch por su Jubileo de Platino.

placeholder Isabel II y Churchill, en 1951 (Getty).
Isabel II y Churchill, en 1951 (Getty).

A pesar de los cambios, eso sí, Isabel se preocupó por que su imagen fuera siempre estable, solemne y que proyectara un gran aplomo, si bien con el tiempo fue ganando en dulzura y serenidad. Aunque en público pareciera excesivamente seria, en privado Isabel era muy agradable y bastante habladora. Desgraciadamente, tenía el tipo de cara que, si no sonreía amplia­mente, cuando salía en televisión parecía que estuviera en­fadada, aun sin estarlo. Pero no era huraña en absoluto: le gustaba reírse, tenía una sonrisa bonita y se divertía con los últimos cotilleos, sobre todo de políticos. Se sabe que en priva­do le encantaba imitar a líderes extranjeros y que tenía talento para ello. Eso sí, era increíblemente tímida, incluso algo retraí­da, por lo que hacia el final de su reinado aún le costaba cono­cer gente nueva o dar discursos. Su memoria era prodigiosa y sentía auténtica pasión por la heráldica, los uniformes milita­res, las medallas y las condecoraciones. Como todo el mundo, ella también tenía sus manías. Fruncía el ceño a la mínima y, por lo que se supo, no soportaba a las personas que comían muy despacio.

Allá donde fuera era recibida con cariño y casi un tercio de los británicos asegura haberla visto en persona en algún momento de su vida. Para muchos, ella era un auténtico teso­ro nacional, una especie de «madre de la nación», la abuela más apreciada del país y la personificación de los mejores valores de Inglaterra. Pero no siempre fue así, ni mucho menos. Al subir al trono era vista como una muchachita ingenua y ya en la década de los sesenta tuvo que aguantar que la tildaran de pri­ggish, algo así como mojigata y cateta. Su disciplina, apego a las formas, incapacidad para cambiar su peinado y falta total de interés por la moda hicieron que muchos súbditos la trataran durante décadas con un condescendiente desdén.

Hizo falta un gran esfuerzo para recuperar el prestigio perdido y demostrar que, a pesar de que el mundo estaba mutando a un ritmo vertiginoso, la monarquía podía adaptarse a los nuevos tiempos. Gracias a las mejoras internas y la moder­nización de usos y costumbres, Isabel capitaneó el mayor cam­bio del funcionamiento de la monarquía en siglos. A veces motu proprio y otras forzada por las circunstancias, la reina impuso nuevas maneras de hacer que hubiesen sido impensables en el reinado de su padre, y ya no digamos en el de su abuelo. Pero con ello consiguió que la Corona británica siguiese teniendo valor en el siglo XXI.

Los cambios más radicales se produjeron a partir de la década de los noventa. Hasta esa fecha, todo seguía un protoco­lo tan frío y rígido que los actos de la reina acababan siendo somnolientos y algo casposos. Pero en 1997 todo saltó por los aires: la muerte de la princesa Diana de Gales en un accidente de coche en París y la pésima reacción de la Casa Real los días siguientes hicieron que el público atacara a la reina con una fuerza visceral y sin precedentes. Aquel fatídico error hizo que los fundamentos de la monarquía se tambaleasen de tal manera que muchos temieron por la supervivencia de la institución.

Isabel no se amedrentó. A pesar de que ya tenía más de setenta años y de que algunos pensaron que seguiría como si nada, a la espera de que el temporal simplemente amainase, la soberana demostró que bajo esa fachada de mujer frágil escon­día una gran determinación y también una gran astucia para sobrevivir. Al final, no solo consiguió seguir adelante, sino que resurgió con aún más fuerza y en sus últimos meses gozaba de una popularidad exultante. Según las encuestas, el 81 por cien­to de los británicos tenía una impresión favorable de ella, un nivel de admiración con el que ningún político del país podía ni siquiera soñar.

placeholder Una imagen de la reina portando la corona. (Getty)
Una imagen de la reina portando la corona. (Getty)

Lejos de sentirse adulada, Isabel seguía como si eso no fuera con ella y se refugiaba en lo que más le gustaba: dar un buen paseo por el campo y, sobre todo, ver carreras de caballos. Como más cómoda iba era con una falda de tweed, zapatos de suela gruesa, un abrigo loden o un chaquetón de Barbour y un pañuelo Hermès en la cabeza. No era difícil verla vestida así en el Royal Windsor Horse Show, una de las competiciones ecues­tres más importantes del país, su evento favorito del año y uno de los poquísimos sitios donde se sentía una más.

No hay duda de que Isabel fue una extraordinaria amazo­na y de que le apasionaban los caballos desde pequeña. Tanto que la única vez que de verdad contestó a una pregunta de un periodista fue en 2021, cuando la prestigiosa Horse & Hound, la biblia de la vida campestre, se interesó —por escrito— por sus caballos favoritos de carreras. La yegua Betsy y el caballo Burmese encabezaban la lista.

Junto con los caballos, los perros también ocupaban un lugar de honor y hay muchos que no conciben la imagen de la soberana sin un corgie a su lado. Aunque la verdad es que, en sus últimos años, no poseía ninguno. En 2015 decidió no tener más crías porque le daba miedo que, cuando ella falleciese, nadie se hiciera cargo de ellos. Sus últimos corgies, Willow y Whis­per, murieron en 2018. Ellos pusieron fin a una larga saga de más de treinta perros que comenzó con Dookie, el corgi que le regaló su padre en 1933. En sus últimos días, a Isabel solo le hacía compañía una dorgi, una mezcla entre corgi y dachshund, llamada Candy.

A las siete y media en punto, la doncella llegaba a una puerta con una discreta placa donde estaba insertada una sen­cilla tarjeta blanca con el nombre The Queen, la reina. La sirvienta llamaba suavemente a la puerta, no espera­ba respuesta y entraba intentando hacer el menor ruido posi­ble. El apartamento de la reina ocupaba seis habitaciones en el ala este del palacio de Buckingham, la zona con vistas a Constitution Hill y a Green Park. El dormitorio estaba decorado en verde suave y también contaba con un vestidor, el ba­ño, una sala de estar privada, la Audience Room y la Empire Room. Ningún hombre fuera de los miembros de su familia podía acceder a su dormitorio, su vestidor y, mucho menos, a su baño.

Sin encender las luces, la doncella se dirigía a la mesita de noche, dejaba allí la bandeja y encendía la radio. A Isabel le gustaba despertarse con el programa Today de la BBC Radio 4, dedicado a la actualidad y famoso por no tener piedad con los políticos de cualquier partido. La soberana dormía en un lecho doble separado, con sába­nas blancas de lino irlandés donde estaba bordado el monograma real. Palacio tenía especial cuidado en que la ropa de cama estuviera siempre impoluta y sin una sola arruga, por lo que cada sábana requería una hora de planchado. Una vez despierta, la soberana tomaba una taza de té. La doncella aprovechaba para preparar el baño: la reina usaba una bañera antigua que nunca se llenaba del todo. La tempera­tura debía ser siempre templada, ni muy fría ni muy caliente.

Se levantaba del lecho y se dirigía al baño. Era una mujer menuda: de joven medía 1,62 metros, pero con la edad fue enco­giendo y, en sus últimos años, se calculaba que no pasaba del metro cincuenta. Su salud era fabulosamente robusta y, has­ta hacía poco, solo se le conocían achaques menores, como algún catarro aislado. Contrajo el sarampión en 1948, sufrió una fuerte gastroenteritis en 2013, la operaron de la rodilla en 2014 y de cataratas en 2018. Sin embargo, después de cumplir los noventa y seis años, sus problemas médicos se fueron agudi­zando y se la vio en público con bastón. En los últimos meses tuvo que cancelar actos e incluso durante las celebraciones del Jubileo de Platino se limitaron sus apariciones al máximo.

A las ocho en punto, la soberana se bañaba. Era entonces cuando, en un vestidor contiguo, aparecía una de las tres dressers, el nombre que reciben en palacio las doncellas encargadas de preparar el atuendo. La reina se vestía en una sala reple­ta de grandes espejos que iban del suelo al techo. A Isabel II no le interesaba la moda lo más mínimo y dejaba que las dressers decidieran lo que tenía que ponerse. Eso sí, a pesar de que no seguía las tendencias —lo consideraba absolutamente vulgar—, la soberana entendía que su atuendo era importante, una parte más de su trabajo, y por ello su ropa se seleccionaba con esmero para que siempre apareciera digna y perfectamente apropiada para el cargo que ocupaba.

Angela Kelly, responsable del vestuario real, era la que se ocupaba de que todo estuviera impecable. Cada noche, repasa­ba la agenda de la soberana del día siguiente para acabar de perfilar todos los detalles y asegurarse de que las dressers supieran lo que tenían que hacer. Aunque se dirigía a ella como «Your Majesty» y le hacía una reverencia cada mañana al ver­la —y otra por la noche, o la última vez que la veía durante el día—, Kelly era una de las personas más próximas a la reina, una de las poquísimas que tenía toda su confianza. De orígenes humildes —su padre conducía una grúa y su madre era enfer­mera—, Angela Kelly no tiene título académico alguno, dejó la escuela muy joven y aprendió a coser de pequeña, cuando su madre le enseñó a hacer ropas para sus muñecas. Como ape­nas tenían dinero, solo se podía comprar telas en los mercadi­llos.

Angela trabajó durante muchos años en la cantina de la base del Ejército británico en Berlín y llegó a ser el ama de llaves de la residencia del embajador en la capital alemana. Fue allí donde, en octubre de 1992, Isabel II y Angela Kelly se cono­cieron. La monarca estaba de viaje oficial y no pudo dejar de fijarse en la inmensa profesionalidad de aquella simpática y dis­creta inglesa nacida en Liverpool. Un año más tarde, Kelly recibió una oferta de trabajo de Buckingham como dresser. Meses después fue promocionada a senior dresser y, luego, a personal assistant.

placeholder La reina Isabel II. (Reuters)
La reina Isabel II. (Reuters)

Esta mujer tres veces divorciada y madre de dos hijos era la encargada de todos los looks de la reina. También diseñó ella misma algunas creaciones icónicas, como el traje amarillo que Isabel llevó en la boda de Kate Middleton y el príncipe Guillermo. Para el día a día los outfits reales eran bastante sencillos. Pero en las grandes ocasiones todo cambiaba. Ese vestuario se decidía con meses de antelación y, para seleccionarlo, se tenían en cuenta cuestiones diplomáticas, políticas, de respeto a todas las religiones o lugares a los que fuera. También se hacían continuos guiños a las tradiciones de los sitios: cuando iba a Canadá, siempre aparecía de rojo y blanco —el color de la ban­dera— y portaba un broche en forma de hoja de arce —otro gran símbolo—; en Japón apareció con un vestido de lunares —de nuevo por la bandera—, y en el histórico viaje de Estado que hizo a Irlanda en 2011, sin duda uno de los más significativos de su reinado, llevó el primer día un abrigo color verde esmeralda típico del país. La noche siguiente, en la cena de gala, Isabel apareció con un traje de seda blanco decorado con más de dos mil tréboles de tela, otro icono cultural, hechos a mano.

No eran tonterías: eran maneras de agasajar a un país y de mostrar respeto. Por eso cada detalle contaba y la creación de este «vestuario de trabajo», como lo llamaba la monarca, era minuciosa: en el pasado se había contado con un diseñador de cabecera, pero últimamente era Angela quien le presentaba bocetos a la reina, esta daba su aprobación y luego decidían conjuntamente las telas y los complementos. Eso sí: ningún hombre, a no ser que fuera su médico —y cuando vivía, su marido—, podía verla en ropa interior, y mucho menos tocarla, por lo que los diseñadores varones, como Norman Hartnell o Hardy Amies, habían de quedarse fuera del vestidor mientras se cambiaba y una assistant mujer era quien ponía los alfileres para hacer retoques.

Isabel insistía en que tenía que poder mover con facilidad los brazos y, sobre todo, ordenaba que todas las faldas tuvieran el largo suficiente para tapar sus rodillas cuando se sentara —nadie quería una fotografía de la soberana enseñando su ropa interior en un descuido—. Cuando era más joven y llevaba faldas amplias, una modista se encargaba de coser en el interior una combinación estrecha o una falsa falda recta para que si el viento levantaba la tela nadie pudiera hacer una fotografía inoportuna. Además, como se había de cambiar de ropa con frecuencia, todo tenía que ser sencillo de quitar y poner. Los adornos, como flecos o puntillas, se reducían al míni­mo en los trajes de día: podían engancharse fácilmente en cual­quier lado y provocar un tirón innecesario.

La reina solía decantarse por colores vivos que la hicieran destacar entre la multitud: la clave de su vestuario era que se la pudiera identificar fácilmente, incluso de lejos. Para diario le gustaban los tonos pastel, sobre todo el azul en toda su gama, y para los actos más importantes, como cenas de Estado, escogía sobre todo el blanco. El negro estaba prohibido: era solo para funerales y periodos de luto. Los sombreros tenían que ser también llamativos, pero nunca le podían tapar la cara ni ser demasiado anchos —le harían sombra— o muy altos, para que no se chocara con ellos al salir del coche.

En los últimos años, los zapatos de la reina eran encarga­dos a la compañía Anello & Davide, con base en Londres —ante­riormente, los hacían en Rayne, pero cerró—. Estaban hechos a mano, con piel de becerro, normalmente teñidos en negro y rematados con una hebilla o un pequeño lazo. El tacón era dis­creto, de unos cinco centímetros. Para crearlos, se empleaba una cuña de madera con las medidas exactas de Isabel II y luego esta se los probaba para acabar de hacer pequeños ajustes. Antes de usarlos, Angela Kelly, que tiene la misma talla de calzado, los llevaba puestos unos días. Así evitaba que a la reina le hicieran rozaduras.

Otro elemento clave en su imagen era su icónico bolso, una pieza que la acompañaba siempre. «La reina siente que no va completamente vestida sin él», reconoció Gerald Bodmer, responsable de Launer, la marca que los fabricaba. General­mente de piel negra y de asa corta, eran perfectos para dejarlos apoyados en el suelo sin que se cayesen. En su interior nunca se hubiese encontrado un teléfono móvil ni dinero, ni mucho menos unas llaves. Normalmente llevaba un pañuelo, unas gafas, caramelos de menta, una pluma estilográfica, un pequeño espejo, algunas fotografías familiares y un pintalabios. El perio­dista Phil Dampier dijo que incluso llevaba una navaja suiza —supuestamente un recuerdo de sus días en las girls guides—, pero no se ha podido demostrar.

Lo que sí se pudo comprobar era que la reina siempre tenía a mano una suerte de gancho para poder colgar los bolsos en las mesas. También se sabe que Isabel empleaba este complemento para enviar mensajes a sus colaboradores. Por ejemplo, solía llevar el bolso en el brazo izquierdo y si se lo cambiaba al dere­cho significaba que quería acabar con la conversación o irse del evento. Si lo dejaba encima de la mesa, eso quería decir que deseaba salir de donde estuviera en menos de cinco minutos.

De los paraguas se encargaba la empresa Fulton. Eran del modelo Birdcage, hechos con plástico transparente y con un ribete a juego con el vestido que llevara. En público, la reina siempre utilizaba guantes, normalmente blancos. Más allá de que se crio en una generación donde llevar guantes a todas horas era lo normal, los seguía usando por una cuestión prácti­ca: como tenía que dar la mano a multitud de personas, así evitaba manchársela o infectarse de gérmenes.

placeholder La reina Isabel II de Inglaterra, en Ascot. (EFE)
La reina Isabel II de Inglaterra, en Ascot. (EFE)

Desde 1947, la empresa familiar Cornelia James era la encargada de proveer a la casa real los famosos guantes —tam­bién son los responsables de todos los que se ven en las pelícu­las de Harry Potter y en la serie de Downton Abbey—. Sabe­mos que Isabel se decantaba por el modelo Francesca, a unas 110 libras esterlinas el par, y que se los hacían a mano para que la largura fuera precisa: de la base del pulgar al antebrazo medían exactamente 5 pulgadas —12,7 centímetros—. Así se conseguía que los guantes estuvieran perfectamente cubiertos por las mangas del abrigo o del vestido —incluso cuando salu­da—, con lo que nunca enseñaba el brazo.

Dos veces por semana, el peluquero Ian Carmichael era requerido en palacio para atender la real cabellera. El peinado no cambió desde la década de los sesenta y, desde los años no­venta, la reina ya no se teñía, con lo que su pelo se volvió total­mente blanco. En un país con tanto viento como el Reino Unido, era importante que el peinado de la soberana no se moviera en exceso, lo que se conseguía marcándolo mucho a golpe de cepillo y secador y luego cubriéndolo de laca.

Según reveló Angela Kelly en un libro, su majestad solo era maquillada por una profesional cuando grababa el discurso de Navidad. La encargada de hacerlo era Marilyn Widdess, una especialista en maquillaje para la televisión. El resto de los días lo hacía ella misma. Siempre tuvo una piel fabulosa que, según dicen algunos, supo conservar gracias a la ayuda de la Eight Hours Cream, de Elizabeth Arden. De esta marca también se cree que eran los pintalabios —no se sabe cuál era el color exac­to que empleaba, pero siempre eran rosas fuertes—. Además, desde que era joven usaba productos de la marca francesa Cla­rins, entre ellos su base de maquillaje compacta, perfecta para dejar la piel matificada y sin brillos.

Cada día, la reina empleaba el jabón de lavanda inglesa de la marca Yardley London y como perfume, White Rose, de Flo­ris. Isabel odiaba los colores de uñas demasiado llamativos y solo se ponía una discreta capa de Ballet Slippers, un pintauñas rosa claro de Essie que cuesta unas nueve libras esterlinas.

El desayuno propiamente dicho se servía a las ocho y media en el comedor privado de la reina. En el año 2003, un reportero del Daily Mirror consiguió un trabajo como footman, lacayo, en palacio y llegó a fotografiar el día a día de la familia real, inclui­da la mesa del desayuno de la soberana. Por eso sabemos que la que normalmente usaba era redonda, no excesivamente gran­ de, cubierta por un mantel de lino blanco y con un centro de flores. Al lado había una discreta mesa auxiliar con un teléfono bastante antiguo. Todos los cubiertos que empleaba la soberana eran de plata maciza; los platos y las tazas, de cerámica, y lleva­ban dibujados el emblema E II R.

Cuando se sentaba, Isabel tenía delante de ella un plato de porcelana blanco con ribete dorado. A su derecha, un cuchillo y una cuchara; a su izquierda, un plato con una servilleta blanca encima primorosamente doblada. Enfrente, varios tuppers con cereales: un antiguo chef de palacio, Darren McGrady, recono­ció que la reina tomaba normalmente los Special K de Kellogg’s, pero en vez de en la caja de cartón, exigía que se guardasen en este tipo de recipientes, porque creía que así se conservan más frescos. Sobre la mesa también había un frasco de mermelada de la marca Wilkin & Sons, una taza de café, un bol con fruta y un plato con un sencillo yogur en envase de plástico. La reina no tomaba los contundentes desayunos ingleses a base de alu­bias, beicon, salchichas y huevos fritos. Optaba por una simple tostada y, muy de vez en cuando, pedía que le preparasen hue­vos revueltos con salmón ahumado.

Cuando su marido vivía, generalmente desayunaban jun­tos. Era uno de los pocos momentos a solas que tenía el matri­monio y preferían que no hubiera sirvientes a su alrededor. Todo se preparaba de antemano y se colocaba sobre una mesa bufé, como la de cualquier hotel, con los platos cubiertos. Para que el té no se enfriase, se empleaba una kettle antigua de plata que el propio duque de Edimburgo había adaptado para que pudie­se enchufarse a la corriente. Mientras el matrimonio desayu­naba, ambos repasaban la prensa. Lo primero que leía la reina era el periódico de carreras de caballos Racing Post. Luego pasaba a las páginas del diario conservador The Telegraph y, en algunas ocasiones, a las del Financial Times. Muchos días también miraba por encima los tabloides, sobre todo cuando llevaban noticias en portada de su familia.

A las nueve, y siguiendo una tradición que inició la reina Victoria, un gaitero tocaba durante quince minutos debajo de los apartamentos reales. Era el despertador oficial del monarca de Inglaterra. A la soberana le encantaba el sonido, aunque no tanto que la melodía fuera siempre la misma, por lo que el Piper to the Sovereign, el gaitero de la soberana, tenía que ir varian­do. Desde 2019, el honor de «despertar» a la soberana recaía en el mayor Richard Grisdale, del Real Regimiento de Escocia.

A las nueve y media comenzaba la jornada de trabajo. Más que un despacho estrictamente dicho, Isabel empleaba una dis­creta sitting room, una sala de estar, práctica y confortable, con vistas a los jardines de palacio y a Constitution Hill. Las paredes eran verdes —el color favorito de la reina para la decoración—, había cómodos sofás con fundas de estampados florales, un armario de estilo Hepplewhite con estatuas en porcelana de caballos y un pequeño secreter de madera Chippendale que per­teneció a su padre. Este último siempre estaba repleto de car­tas, informes y documentos, todo amontonado y bastante poco ordenado. Isabel no empleaba bolígrafos, sino una antigua plu­ma estilográfica.

Cuando su madre vivía, lo primero que hacía la soberana al llegar al despacho era llamarla por teléfono. Desde que la reina madre murió en 2002, Isabel comenzaba la jornada leyen­do el resumen de prensa que le habían preparado. Luego hojea­ba todos los periódicos que aún no había leído y llamaba a su Private Secretary, el título que recibía su jefe de gabinete. Le lla­maba por teléfono y, muy educadamente, le decía: «Eduardo, ¿le importaría venir a verme?».

El secretario privado se ocupaba de toda la documenta­ción, de preparar su agenda, sus viajes y sus discursos. Sobre todo, era el responsable de atisbar problemas con tiempo y de evitarlos a toda costa o, si ya era tarde, de paliarlos cuanto antes. Para realizar el trabajo con acierto se requería un con­junto de habilidades singulares: la destreza de un diplomático mezclada con la eficiencia militar de un general, todo ello ade­rezado con las dotes de un excelente relaciones públicas y un genio del marketing.

Desde el año 2017, el cargo lo ostentaba sir Edward Young, un reputado banquero que trabajó en Barclays y luego fue un destacado asesor del Partido Conservador. Era el noveno secretario privado que tenía la reina y, antes que él, estuvo en el puesto sir Christopher Geidt, un militar, académico y diplo­mático con un currículum superlativo: estudios en Oxford, diplomado en Estudios Militares por el King’s College, graduado en Relaciones Internacionales por Cambridge, miembro del Instituto de Estudios de la Defensa y colaborador del Foreign Office en Sarajevo, Ginebra y Bruselas.

De aspecto afable y un tanto bonachón, sir Edward, el último secretario, se presentaba cada mañana en el despacho con una bandeja de mimbre donde llevaba los documentos más destacados, desde leyes que se acababan de aprobar hasta peti­ciones de organizaciones sociales para que la soberana las pre­sidiera. También había cartas que se habían de enviar a emba­jadores o personal gubernamental, por no decir que la reina debía aprobar si los miembros de su familia podían usar o no el helicóptero real para sus desplazamientos. Leía a una velocidad de vértigo —siempre se vanagloriaba de ser «una lectora ve­loz»— y hacía preguntas a su secretario sobre aspectos que no entendía. Cuando surgía algún tema delicado sobre el que no sa­bía cómo posicionarse, simplemente pedía que le facilitaran más información. Un tema destacado eran los discursos: la reina los pedía ver con bastante antelación, sobre todo los que pronun­ciaba en Navidad.

Al entrar en la sala, sir Edward se dirigía hacia donde estu­viera la soberana, inclinaba la cabeza y decía: «Your Majesty». A partir de ahí se dirigía siempre a ella como «Madam». En ningún momento le podía dar la espalda y, cuando se retiraba, tenía que volver a inclinar la cabeza y andar hacia atrás.

Isabel siempre trató a sus asesores con total educación, pero jamás dio confianzas ni permitió una excesiva familiaridad. Aun­que el trato era exquisito, siempre había una línea que nunca se traspasaba y el protocolo se respetaba férreamente incluso en pri­vado. Con los años, la reina estableció también sus propias nor­mas: aunque al comienzo de su reinado era común que los hom­bres a su alrededor llevaran bigote, ella dejó claro que no le gustaba —tampoco las barbas, al parecer—. Cuando estaban de pie, debían llevar siempre la chaqueta abrochada.

La reina escuchaba atentamente todo lo que su equipo le explicaba y, si había algo que no le gustaba, decía «no creo que sea lo más adecuado», o simplemente comenzaba a hacer preguntas. Una vez, cuando estaba preparando un viaje oficial a Estados Unidos, uno de sus secretarios le comentó la posibi­lidad de que hiciera el saque de honor en un partido de béisbol. La reina frunció el ceño y, tras un silencio incómodo, le espetó sin alzar la voz: «Are you sure?», «¿está usted seguro?».

Isabel rara vez demostraba enfado en público. Si un acto no le gustaba en absoluto, en vez de ponerse a chillar, ponía gesto serio y decía con calma: «That was an interesting expe­rience», «ha sido una experiencia interesante»: todo el mundo en la corte sabía que aquello significaba que no debía volver a repetirse. Si una sugerencia realmente la enfadaba, simple­mente se quedaba en silencio y clavaba la mirada en su interlo­cutor con unos ojos que podían tornarse gélidos. Tan solo en contadísimas ocasiones se la vio protestar realmente. Por ejem­plo, cuando en una sesión con la famosa fotógrafa estadouni­dense Annie Leibovitz, esta le dijo que quizá iba demasiado vestida —iba ataviada con traje largo y el uniforme de la Orden de la Jarretera, con capa, oropeles, lazos y demás abalorios, sin contar la tiara de rigor— y la artista le sugirió que se quitase la diadema de diamantes. La reina se quedó estupefacta y, con un tono un tanto altivo, le espetó: «¿Demasiado bien vestida? ¿Qué quiere usted decir?».

La reina, en el fondo, también tenía su carácter y, muy de vez en cuando, perdía los nervios. No era ningún secreto que tuvo más de una sonada discusión con su marido y se llegaron incluso a escuchar insultos. En 1955, en medio de un largo y extenuante viaje oficial a Australia, las cámaras captaron cómo él salía enfadado de la casa donde se hospedaban y ella le iba a la zaga chillando y lanzando zapatillas de deporte y una raque­ta a su esposo. El secretario de prensa de la Corona tuvo que pedir a los periodistas que olvidasen lo sucedido y le entregasen las cintas. Minutos más tarde, era la propia monarca quien se dirigía a los atónitos reporteros para justificar que «pasa en todos los matrimonios».

El secretario privado es una de las personas con más peso dentro de Buckingham, pero no la única. De hecho, el oficial de más rango es el lord chambelán, encargado de todo el ceremo­nial. Desde abril de 2021, el puesto lo ostentaba Andrew Parker, barón Parker de Minsmere, un antiguo director general del MI5, es decir, el jefe de los servicios de inteligencia. Antes que él estaba William James Robert Peel, tercer conde Peel y des­cendiente directo de sir Robert Peel, uno de los primeros minis­tros de la reina Victoria.

placeholder Isabel II, en su último Trooping the Colour. (Reuters/Hannah McKay)
Isabel II, en su último Trooping the Colour. (Reuters/Hannah McKay)

También está el Lord Steward o lord mayodormo, encar­gado del funcionamiento de la corte, sobre todo de los presu­puestos y los viajes, y de presentar a los invitados durante los viajes de Estado y los banquetes. Por tradición, siempre es un peer, un miembro de la aristocracia. Desde 2009, el puesto lo ejercía el escocés James Ramsay, conde de Dalhousie.

Otros asistentes son el Keeper of the Privy Purse —literal­mente, el guardián del monedero privado—, que ejerce de teso­rero, y el Master of the Horse, encargado de los caballos que se emplean en los grandes desfiles. Les siguen un conjunto de títu­los que parecen sacados de una novela de Tolkien: el Warden of the Swans —el guardián de los cisnes reales—, el Clerk of the Green Cloth —el secretario del paño verde, antiguamente encar­gado de la administración de palacio— y los Yeomen of the Guard —los guardianes oficiales de la reina, parecidos a los Bee­featers que custodian la Torre de Londres con sus ropajes medie­vales y sus casacas rojas y doradas.

Hasta hace unos siglos también existía el Groom of the Stool, literalmente el «mozo de las heces», porque en la Edad Media se encargaba de «asistir» al monarca cuando hacía de vien­tre. Hay bastantes dudas de hasta dónde llegaban exactamente sus deberes: algunos historiadores creen que solo debía de pasar al rey una toalla y un bol con agua en el momento de la deposi­ción, pero hay otros que defienden que seguramente también tenía que limpiar a los soberanos. Sea como fuere, se sabe que el puesto fue ocupado siempre por nobles de alta alcurnia y, dada la intimidad que se gestaba con el monarca, acabaron por ser algunos de los hombres más poderosos del país.

Anécdotas aparte, a todo este conjunto de oficiales de alta graduación de la corte se les conoce como Household y, por tra­dición, suelen proceder de los más altos escalafones de la socie­dad, lo que ha provocado muchas críticas por el excesivo elitismo. Por debajo de ellos, por supuesto, están los criados —servants en inglés—, aunque la reina odiaba esa palabra por considerarla poco digna y prefería referirse a ellos como staff o con los cargos: footman —lacayo—, dresser —doncella—, equerry —caballe­rizo—, valet —ayudante de cámara—, etcétera.

Después de despachar con el secretario privado, llegaba el turno de la Lady­ in­ Waiting. Las damas de compañía eran señoras de alta alcurnia que se encargaban de acompañar a la reina en todos sus desplazamientos y se ocupaban de su corres­pondencia personal. Cualquier carta de niños, por ejemplo, o de personas que le pedían recetas o información sobre sus perros era gestionada por ellas. Isabel recibía entre doscientas y tres­cientas misivas al día y exigía ver la mayoría personalmente. En un documental, la reina reconoció que le fascinaba que las personas le dirigieran cartas pensando que realmente se las iba a leer, como si la conocieran personalmente. También aseguró que, en la gran mayoría de ocasiones, cuando le pedían cosas, lo único que podía hacer era derivar la petición a los organismos correspondientes.

La dama de compañía de mayor rango era la Mistress of the Robes, llamada así porque, siglos atrás, era la persona encar­gada de la ropa y las joyas de la monarca. En nuestros días, solo se ocupaba de su atuendo en las grandes ceremonias, como la coronación, y su trabajo era más de logística y acompañamien­to. Por tradición, la señora de los ropajes siempre es una duque­sa. Desde 1967 hasta su muerte en diciembre de 2021, el cargo lo ejerció Ann Fortune FitzRoy, la duquesa viuda de Grafton, uno de los títulos ducales con más pedigrí del reino. Después de su fallecimiento no se nombró a otra para el cargo.

Las damas de compañía de la reina eran: la condesa de Airlie —Virginia Ogilvy—, lady Diana Farnham, lady Susan Hussey, lady Richenda Elton, la honorable Mary Anne Morri­son, la honorable Annabel Alice Hoyer Whitehead, Jennifer Gibbs y Philippa de Pass.

De todas ellas, lady Susan Hussey era, sin duda, la favori­ta. Hija del conde de Waldegrave y viuda del barón Marmaduke Hussey, quien fuera presidente de la Junta de Gobernadores de la BBC, lady Susan fue contratada en los años sesenta, después del nacimiento del príncipe Andrés, para ayudar con el correo y desde entonces se convirtió en una de las confidentes más cercanas de la reina y una de las personas más queridas por la familia real. El príncipe Carlos la adora y fue escogida como madrina del príncipe Guillermo.

A las doce, Isabel tenía audiencias con invitados oficiales, normalmente embajadores que comenzaban su estancia u otros que la acababan, y también con representantes de la Common­wealth. Las audiencias eran breves, de unos diez minutos o, como mucho, y muy excepcionalmente, de veinte. No había necesidad de mucho más: la reina no despachaba temas de cala­ do, mantenía una charla puramente protocolaria donde lo importante era dar pie a una conversación educada y agradable, lo que los ingleses conocen como el small talk.

Su hijo, el entonces príncipe Carlos —ahora rey Car­los III—, procura comenzar siempre sus diálogos con algún detalle divertido para romper el hielo, pero a la reina le costaba mucho ser jovial con gente que no conocía, por lo que se cen­traba en cuestiones bastante ligeras: «¿Es la primera vez que visita usted Inglaterra?»; y su favorita: «¿Ha sido su estancia con nosotros como esperaba?».

placeholder Isabel II y su hijo el príncipe Carlos. (Getty)
Isabel II y su hijo el príncipe Carlos. (Getty)

Estos encuentros se desarrollaban en la Audience Room, una solemne sala noble pintada de azul claro tirando a turque­sa con decoraciones en estuco blanco en paredes y techo. El sue­lo es oscuro, de madera, y está cubierto por una gigantesca y elaborada alfombra francesa del siglo XVIII. El salón tiene una preciosa chimenea sobre la que descansan esculturas de porce­lana inglesa, candelabros de oro y un gran espejo repujado del siglo XIX. A ambos lados de la chimenea, cuadros de Canaletto. Todos los muebles son distinguidos, hechos de madera cubier­ta con pan de oro y con los tapizados en beis.

La reina comía a la una, normalmente sola. Antes de sen­tarse a la mesa, solía tomarse un Gin and Dubonnet, hecho con ginebra Gordon’s y Dubonnet —una bebida dulce a base de vino—, acompañado de dos grandes cubitos de hielo y una roda­ja de limón sin pepitas.

Según Darren McGrady, a Isabel le gustaba almorzar platos ligeros, como pescado con verduras, y le encantaba el lenguado de Dover presentado sobre espinacas hervidas y rehogadas. Evitaba los carbohidratos, por lo que apenas con­sumía patatas, arroz o pasta, no solía probar el vino y prefería beber agua sin gas de la marca Malvern. También evitaba el ajo —para no tener mal aliento—, el picante —no le gustaba—, la salsa de tomate —para no mancharse— y, cuando viajaba al extranjero, no probaba las ostras ni el marisco —para evitar pro­blemas de estómago—. La carne siempre tenía que estar muy hecha y la fruta había de ser de temporada, y siempre la comía con cubiertos.

Cada semana, el jefe de cocina enviaba a la reina sugeren­cias de menús. Todo estaba en francés, idioma en el que se escri­ben los menús de palacio, cenas oficiales incluidas, desde los tiempos de la reina Victoria. Para cada comida y cena el chef le ofrecía tres platos distintos e Isabel tachaba los que no quería.

A veces, si no había nada que le apeteciera, ella misma escribía lo que deseaba, aunque solía suceder muy de vez en cuando. La reina no destacaba precisamente por sus gustos siba­ritas, todo lo contrario. Estaba educada desde pequeña para comerse lo que le ponían sin rechistar y jamás se la vio poner mala cara en los viajes de Estado, incluso cuando le ofrecían manjares realmente sorprendentes.

Justo después de comer, la reina salía a dar un paseo por los jardines. Todos en palacio sabían que debían evitar encon­trarse con ella porque le gustaba no ver a nadie más que a los perros. De regreso al interior, leía durante una media hora el Racing Post. Luego se preparaba para asistir a algún acto oficial.

Todos los eventos de la tarde estaban programados para que la reina tuviese tiempo de sobra para regresar tranquila­mente a palacio antes de la hora del té. Isabel era una gran aficionada a esta tradición británica —se dice que era su comida favorita del día— y tomaba todas las tardes una taza de Earl Grey a las cinco en punto. Siguiendo el ritual, siempre la acom­pañaba de pastel, sándwiches y scones. Le encantaba la tarta de chocolate y su emparedado favorito era el clásico de pepino, huevo duro y salmón ahumado —estaban hechos con pan de molde sin corteza—. También le agradaban los jam pennies, pequeños sándwiches cortados con la forma octogonal de un penique y rellenos de mermelada de frambuesa. Cuando en verano estaba en Escocia, Isabel a veces tomaba la tradicional Dundee cake, una tarta de fruta con pasas maceradas al ron.

En cuanto a los scones o panecillos, la reina los acompa­ñaba siempre de clotted cream —una especie de cuajada muy densa— y de mermelada. En Inglaterra hay un debate nacional sobre cuál de los dos ingredientes se pone primero: la reina optaba por el Cornish method, el método de Cornualles, que consiste en aplicar la mermelada primero —a poder ser casera y hecha en Balmoral— y luego coronarla con una cucharada de clotted cream —normalmente de la marca Rodda’s.

Después de tomar el té, la reina regresaba a su despacho durante una hora aproximadamente. Era entonces cuando leía y estudiaba los documentos de las famosas red boxes, las cajas rojas, llamadas así porque son unos maletines cuadrados hechos de madera de pino pintada de ese color. Cada uno lleva, en la parte superior, el emblema de la monarquía y las letras E II R. En su interior, los papeles oficiales que el Gobierno le hacía llegar a Isabel como jefa del Estado, incluidos documentos confidenciales.

Cada día del año, exceptuando el de Navidad, recibía una red box. La tradición se mantuvo hasta que cumplió los noven­ta y seis años y se consideró que semejante carga de trabajo era excesiva. Aun así, semanas antes de morir, Isabel recibía aún cuatro red boxes a la semana. La reina era increíblemente dis­ciplinada y leía todos los documentos que le enviaban. Cada caja podía contener centenares de páginas de lectura, pero Isabel no se saltaba ni una sola hoja.

Cuando terminaba, si no había actos oficiales programados para la noche, la reina se retiraba a descansar un rato antes de cenar. Los martes, sin embargo, su jornada se alargaba, porque a las seis y media de la tarde tenía la audiencia privada con el primer ministro. Antiguamente, la reunión era a las cinco y media, justo después del té, pero la reina la retrasó una hora cuando sus hijos Carlos y Ana eran pequeños para poder pasar un rato con ellos antes de que se acostaran. Desde entonces, y a pesar de que sus hijos se hicieron adultos, el horario se mantuvo.

La cita semanal no duraba más de media hora y se reali­zaba en la Audience Room. Nunca ha trascendido ni un solo detalle del contenido de las conversaciones y la propia soberana, en un documental, tan solo explicó que era el momento en el que «los primeros ministros se desahogan, le explican a una lo que está ocurriendo y, a veces, una puede ayudar, porque es una especie de esponja y, ocasionalmente, puedo proponer un punto de vista para que vean las cosas desde una perspectiva que no habían tenido en cuenta».

Si sus antepasados disfrutaban de funciones ejecutivas, Isabel no tenía ninguna: ella reinaba, pero no gobernaba. Aun­que técnicamente el gobierno era suyo —el nombre oficial es Her Majesty’s Government, el gobierno de su majestad—, ella no podía nombrar ministros ni impulsar leyes ni siquiera criti­car abiertamente acciones del partido en el poder. Las leyes se dictaban en su nombre y ella las había de firmar para que entra­sen en vigor, pero no podía alterar ni una coma de su contenido. Isabel seguía a rajatabla su obligación de neutralidad y siempre recordaba que «The Crown is above politics», «la Corona está por encima de la política», en el sentido de que los políticos van y vienen, ganan o pierden, pero la monarquía permanece, no toma partido y, por tanto, representa a todo el país, no solo a una facción ideológica.

Esto no quiere decir que no tuviese ideas propias. Las tenía —y muy fuertes, además—, pero no las hacía públicas. O no siempre. Se sabía, por ejemplo, que era una gran defensora de la Commonwealth, la unión de países surgida tras la caída del Imperio británico, y que maniobró para que el Reino Unido san­cionara a Sudáfrica por el apartheid. También era conocido que fue una gran amiga personal de Nelson Mandela y que este la llamaba en privado Lizzie, algo que nadie más ha hecho.

En cambio, nunca vio con excesivos buenos ojos la Unión Europea. En medio de la campaña por la salida del Reino Uni­do de la UE, el diario sensacionalista The Sun publicó a toda página el sonado titular «Queen Backs Brexit», «la reina apoya el Brexit», alegando que, en una audiencia hacia años, la monar­ca había comentado con cierto desdén que «no entendía Euro­pa». Más tarde, The Sunday Times desveló que la reina se sen­tía frustrada y «decepcionada con la actual clase política y su incapacidad para gobernar correctamente»

Isabel mantuvo una relación cordial con todos sus prime­ros ministros, pero con el tiempo trascendió que con algunos se llevó mejor que con otros. El primero —y, sin duda, su favori­to— fue Winston Churchill, quien la trataba con cierta condes­cendencia, más como a una nieta a la que educar que como a una soberana a la que reverenciar. Con Margaret Thatcher, la pri­mera mujer en Downing Street, la relación fue tensa y descon­fiada. No se aguantaban e incluso la reina llegó a saltarse su tradicional discreción y se filtró que no aprobaba muchas de las medidas que la Dama de Hierro estaba poniendo en marcha por considerarlas excesivamente agresivas y contrarias al bienestar de la clase obrera.

Con Tony Blair tampoco hubo una especial sintonía. No comenzaron con el mejor pie, literalmente. El día 1 de mayo de 1997, en la tradicional audiencia con la reina para formar gobierno tras las elecciones, Blair estaba tan nervioso que tro­pezó con la alfombra al entrar y por poco cae sobre la soberana. Superada la metedura de pata, nunca mejor dicho, la reina le dejó clara la posición de ambos: «Es usted mi décimo primer ministro. El primero fue Winston. Eso fue antes de que usted naciera».

placeholder La reina, en su última imagen. (Reuters)
La reina, en su última imagen. (Reuters)

Cada día, a las siete y media de la tarde, Isabel recibía un informe del Parlamento con un resumen de las actividades legislativas. Después, a las ocho, cenaba, muchas veces sola y con una bandeja enfrente del televisor. Solía volver a tomar pescado —le encantaba el salmón que se pesca en el río Dee de Balmoral— u optaba por faisanes o carne de venado criado en la finca real de Sandringham. Uno de sus platos favoritos era el gaelic steak, un gran filete de carne cubierto con una salsa de setas al whisky. Otra de sus predilecciones era el gleneagles pâté, una especie de pastel de pescado hecho a base de salmón y trucha ahumados, mezclados con trozos de caballa. Siempre tomaba fruta fresca y luego un postre, hecho normalmente con melocotones blancos de Windsor o fresas silvestres de Balmoral. Algunas veces se decantaba por un surtido de quesos, acompa­ñado de una ramita de apio. Hasta pocos meses antes de su muerte, solía acabar el ágape con una copa de champán, pero el médico se lo prohibió.

Cuando vivía su marido, en ocasiones se volvían a sentar a la mesa de caoba en el comedor privado. Antiguamente, la tradición de las clases altas establecía que te debías cambiar de ropa para cenar, aunque solo estuvieras en familia. Sin ir más lejos, los abuelos de Isabel se ponían de gala —ella incluso con tiara— aunque únicamente cenasen ellos dos. Isabel y Felipe no seguían esta norma arcaica cuando estaban solos, pero sí disfru­taban de una mesa puesta con un centro de flores, cubiertos de plata y una lustrosa cristalería.

Después de cenar, a la reina le gustaba ver la televisión. Le encantaban las series históricas tipo Downton Abbey. A no ser que tuviera un evento fuera, raras veces abandonaba palacio por las noches. A Isabel no le gustaban la ópera ni el teatro ni el ballet ni los conciertos, y solo acudía de vez en cuando por obligación del cargo. La ciencia y la tecnología la aburrían. Ella, como buena inglesa de alta alcurnia criada en la década de los treinta, fue educada en un estricto código de conducta que no enfatizaba en exceso la erudición, más bien al contrario. La alta sociedad británica de cierta edad destaca más por sus conoci­mientos de caballos que de libros y la reina prefería una con­versación sobre perros a cualquier otro tema. Como dijo una vez su marido, el duque de Edimburgo, «solo le interesa lo que come hierba y relincha», en referencia a que únicamente los caballos captaban verdaderamente su atención.

Antes de acostarse, la reina escribía en su diario y rezaba. Generalmente, se metía en la cama a las once. A la mañana siguiente, la rutina volvía a comenzar. El horario solo se alternaba si la reina tenía actos fuera de Londres. Estos se realizaban preferiblemente por las mañanas y eran preparados al milímetro. En los últimos años, la soberana no hacía viajes oficiales al extranjero —el último fue a Malta, en 2015—. Estos se pla­nificaban con un mínimo de un año de antelación e implicaban la participación de decenas de personas, tanto de la corte como del Gobierno y el Foreign Office. Primero se decidía el itinera­rio y luego un equipo de avanzadilla se desplazaba in situ a los lugares para supervisar hasta el más nimio detalle: desde dón­de se iban a colocar las cámaras para que la imagen fuera per­fecta hasta cómo debían ir vestidos los invitados a los actos oficiales.

Muchos de sus asesores han reconocido que Isabel odia­ba actuar ante las cámaras y se negaba a participar en lo que los ingleses llaman stunt, ardides o tretas milimétricamente preparados, muchas veces exagerados y no siempre de buen gusto, para llamar la atención de la prensa o ganar populari­dad. Ella insistía en que no era una vulgar celebrity, sino una jefa de Estado, por lo que su comportamiento en público siem­pre había de estar marcado por el decoro y la dignidad, lo que a veces se traducía en una seriedad excesiva que su equipo intentó rebajar. Pero fue siempre en vano: mientras su madre y su hermana eran unas actrices consumadas, a Isabel le horro­rizaba cualquier impostura. Cuando, en una ocasión, le pre­sentaron un discurso excesivamente subido de retórica, pidió que se lo rebajaran y se lo dejaran en un tono mucho más neutro. Tan solo hacia el final de su mandato se permitió acciones más modernas y espontáneas, como protagonizar vídeos con James Bond para inaugurar los Juegos Olímpicos de Londres.

A pesar de su formalidad y apego al orden y la disciplina, de vez en cuando se lo pasaba bien en las poquísimas ocasiones en que podía pasar desapercibida. Una vez, por ejemplo, mien­tras regresaba de Australia, su avión tuvo que aterrizar en Sin­gapur a repostar y la reina aprovechó para pasear por el duty free del aeropuerto de Changi como si fuera una pasajera más. Incluso se la vio delante de un stand de cosméticos.

Para saber si Isabel II estaba en Buckingham tan solo había que mirar la fachada del palacio: si el estandarte real aparecía izado, entonces la soberana estaba en Londres. Esta bandera es la enseña personal de los monarcas ingleses y se halla dividida en cuatro cuadrantes: en dos de ellos figura el blasón de Inglaterra —tres leones alargados de oro sobre fondo rojo—, en un tercero sale otro león rojo en medio de un recuadro —símbolo de Esco­cia— y en el cuarto hay un arpa de oro representando a Irlanda.

El estandarte técnicamente solo sirve para mostrar la presencia real y jamás puede estar a media asta. De ahí que, cuando la princesa Diana murió, en agosto de 1997, el mástil de Buckingham permaneciera inicialmente vacío: la reina esta­ba de vacaciones en Escocia y nadie en la corte pensó en que no tener una bandera en señal de duelo provocaría un alud de críticas. Finalmente, y presionada por el clamor popular, Isabel permitió que se pusiera la bandera de Gran Bretaña a media asta. A partir de ese momento, la fórmula se ha repetido unas cuantas veces: después del ataque terrorista a Estados Unidos del 11S o de las bombas en Londres en 2005, la Union Jack ha ondeado en Buckingham.

Dentro de palacio, un eficiente equipo se asegura de que todo se ejecute con precisión militar. El palacio de Buckingham tiene 775 estancias, incluidas 52 habitaciones para la familia real, 78 baños, 19 salas nobles, más de noventa oficinas, una piscina, un cine y su propia oficina de correos. Alrededor de cuatrocientas personas trabajan allí diariamente, incluido todo el servicio, los chefs, los jardineros, chóferes, etcétera. Todo este ejército de personal está perfectamente sincronizado para que no falle nada, especialmente cuando la residencia real acoge la visita de un líder internacional.

placeholder Isabel II conversa con el rey Felipe VI durante una cena oficial. (EFE)
Isabel II conversa con el rey Felipe VI durante una cena oficial. (EFE)

En esas grandes ocasiones, la reina supervisaba hasta el más mínimo detalle. Normalmente, los jefes de Estado extran­jeros se hospedaban en la Belgian Suite de palacio, llamada así en honor al rey Leopoldo I de los belgas, el tío favorito de la reina Victoria, que siempre se alojaba allí. En realidad, no es una suite, sino un conjunto de salas del siglo XVIII decoradas con gran boato. Para comenzar, tiene un inmenso salón priva­ do, conocido como Century Room, con cuadros de Canaletto y Gainsborough y retratos del rey Jorge III. Al lado está la llama­da Orleans Bedroom, la habitación Orleans, con paredes azules, dos camas con dosel y retratos de la reina Victoria. La sala espa­ñola, con retratos de Napoleón, se emplea como vestidor.

Meses antes de las visitas, la reina insistía en conocer al detalle las biografías de las personas que iba a recibir, así como algunos gustos personales, como libros y aficiones, para poder sacar algún tema de conversación. También ordenaba que se dejasen frutas y dulces en las habitaciones de sus huéspedes por si acaso tenían hambre por la noche. Un día antes de la llegada de sus invitados, la reina inspeccionaba en persona el lugar para asegurarse de que todo estuviera perfecto.

Antiguamente, las delegaciones extranjeras llegaban a Victoria Station, la reina los recibía en el andén y luego la co­mitiva partía en carrozas hacia Buckingham. En los últimos años, sin embargo, los dignatarios han sido recibidos en el aero­puerto por algún miembro de la familia real y se ha realizado una ceremonia oficial de bienvenida en el Horse Guards Parade con un pequeño desfile militar y la interpretación del himno del país invitado, seguido por el «God Save the Queen». Poste­riormente, las dos delegaciones se montaban en carruajes y se dirigían a Buckingham a través del Mall escoltados por la Guar­dia Real. Ya en palacio, Isabel solía acompañar a sus huéspedes hasta sus habitaciones y les explicaba cómo funcionaba todo.

Una vez instalados, Isabel y sus ilustres invitados disfru­taban de un almuerzo informal, seguido por la visita a una pequeña exposición en la galería central de palacio organizada ex profeso por el Royal Archive, los archivos reales, con docu­mentos y objetos que mostraban las relaciones entre el Reino Unido y el país al cual se agasajaba. Por la noche llegaba el plato fuerte de la visita: la espectacular cena de gala celebrada en el Ballroom, la sala de baile, y a la que solían acudir unas ciento cincuenta personas.

La mesa mide 49 metros, tiene forma de herradura y se necesitan tres horas para montarla. Como es tan ancha, para abrillantarla los footmen se tienen que subir encima descalzos y con bolsas de tela en los pies. Una vez puesto el mantel, se distribuye la cubertería de plata maciza creada originalmente para Jorge IV, además de más de cien candelabros. Después vienen las copas, cinco por comensal —sherry, vino blanco, tin­to, champán y agua—. Para que todo quede perfectamente ali­neado, se emplean hilos que marcan las distancias y unas varas de madera para medir.

La reina recibía a sus invitados en el Blue Drawing Room, una de las salas más opulentas de palacio con sus columnas corintias, paredes forradas de seda y un espectacular techo repleto de esculturas y decorados dorados en escayola. Desde ahí, la comitiva avanzaba por la conocida como galería este, adornada con enormes cuadros de la reina Victoria, y entraba en el gran salón donde se celebraba la cena bajo los acordes del himno nacional. La reina abría esta procesión junto con el invi­tado extranjero de mayor rango. Detrás, y de dos en dos, iba el resto de miembros de la familia real acompañando a la delega­ción invitada.

Cada comensal dispone de una cartulina blanca con el menú, siempre escrito íntegramente en francés, sin traducción al inglés. Buckingham sigue estrictamente la norma de las cla­ses altas inglesas de «fish, main course, pudding, dessert»: pri­mero pescado, luego un plato principal, después el pudding —helados o tartas— y finalmente el dessert —que aquí sole­mos traducir erróneamente por postre, pero que se refiere a la fruta—. Se acaba con café y petit fours, dulces, acompañados de una copa de oporto.

Por ejemplo, para la cena de gala en honor al presidente Obama de 2011, Buckingham optó por:

Paupiette de Sole et Cresson

(rollito de lenguado y berros)

Sauce Nantua

(salsa nantua)

Agneau de la Nouvelle Saison de Windsor au Basilic

(cordero de Windsor a la albahaca)

Courgettes et Radis Sautées

(calabacín y rábanos salteados)

Panaché d’Haricots Verts

(panaché de judías verdes)

Pommes Boulangère

(patatas panaderas)

Salade

(ensalada)

Charlotte à la Vanille et Cerises Griottes

(tarta carlota de vainilla y guindas)

Fruits de Desserts

(fruta)

Vinos:
Ridgeview Cuvée Merret Fitzrovia Rosé 2004. Chablis Grand Cru Les Clos 2004 Domaine William Fèvre. Echézeaux Grand Cru 1990 Domaine de la Romanée-­Conti. Veuve Clicquot Ponsardin, Vintage Rich 2002. Royal Vintage Port 1963.

Una vez acabada la cena, a veces se realizaba una visita por la galería central para disfrutar de los cuadros. Isabel poseía la colección privada de arte más importante del mundo: 7.000 lien­zos, 50.000 grabados y 30.000 dibujos. Su valor es incalculable, más teniendo en cuenta que hay auténticas obras maestras, como cincuenta cuatros de Canaletto, varios Rembrandt y treinta dibujos de Leonardo da Vinci. Algunos analistas calcularon que, si hubiese vendido la colección, podría haberse embolsado la friolera de 10.000 millones de libras esterlinas, tirando por lo bajo, pero nunca lo hizo, porque en realidad pertenece a la nación y ella simplemente era su guardiana.

A pesar de que desde 1962 existe la Queen’s Gallery, la galería de la reina, un enorme pabellón dentro de Buckingham donde se organizan exposiciones, la colección real ha sido moti­vo continuo de polémica. Muchos se quejan del poco acceso que el público tiene a las obras y consideran que es injusto que solo sirvan para el deleite de una reducida élite.

Además, no solo están los cuadros. La reina poseía una de las colecciones de joyas más espectaculares del mundo, comen­zando por la Imperial State Crown, la corona imperial del Estado, que se puso el día de su coronación y solía usar en las sesiones de apertura del Parlamento. Con 1.868 diamantes, 17 zafiros, 11 esmeraldas y 269 perlas, pesa tanto que los últimos años ya no podía llevarla y, cuando lo hacía, tenía que leer el discurso sin agachar la cabeza: «Si hubiese mirado hacia abajo, me hubiese roto el cuello», comentó en una ocasión.

Nadie lo sabe con exactitud, pero se calcula que la reina disponía de unas 40 tiaras y más de 300 piezas de joyería, inclu­yendo unos 100 broches, 46 collares de gran gala y 37 brazale­tes de lujo. Entre las tiaras, algunas de sus favoritas eran la Queen Mary’s Fringe, que llevó el día de su boda; la Girls of Great Britain and Ireland, hecha con diamantes festones y dise­ños de flor de lis engastados en plata y oro; y la tiara Kokoshnik, compuesta por 61 barras de platino donde van incrustados unos 500 diamantes.

Con semejante tesoro —obras de arte, joyas y propieda­des— es muy difícil cuantificar cuánto dinero tenía exactamen­te la reina. La cifra exacta no pudo corroborarse, ni podrá corro­borarse seguramente nunca. Además, Isabel no era una persona interesada en el dinero y odiaba cualquier tipo de despilfarro. Su único capricho eran los caballos de carreras, aunque en este ámbito también procuraba ser lo más ahorradora posible.

La reina solía pasar las Navidades en el castillo de San­dringham, en el condado de Norfolk, pero antes de ir, se ase­guraba de que las felicitaciones navideñas habían sido correc­tamente enviadas. Aunque mandaba más de ochocientas, era ella misma quien las firmaba. El proceso, por supuesto, reque­ría meses y se rumoreaba que comenzaba a hacerlo en verano: si las postales eran para la familia más cercana, ponía Lilibet; si eran para miembros del Gobierno o líderes de la Common­wealth, Elizabeth R.

placeholder La reina, en la misa de Sandringham en 2013. (Getty)
La reina, en la misa de Sandringham en 2013. (Getty)

Los trabajadores de todos los palacios recibían una felici­tación, además de un pequeño detalle: un muy tradicional Christmas pudding, una especie de pequeño panettone hecho con ciruelas que se sirve acompañado de una salsa de brandy. Al parecer, esta tradición la comenzó el abuelo de Isabel, el rey Jorge V, antes de la Primera Guerra Mundial y, aunque en el pasado el pudín en cuestión venía de la muy exquisita tienda de delicatessen Fortnum & Mason, en los últimos años se adquiría en la más popular y económica cadena de supermercados Tesco y se calcula que costaba seis libras la unidad.

Unos días antes de que diera comienzo la Navidad, Isabel organizaba en Buckingham una comida para toda su familia a la que asistían cincuenta personas, aproximadamente. La idea era reunirse con aquellos que no serían posteriormente invita­ dos a Sandringham, como primos segundos y demás parientes lejanos.

Después, la soberana partía hacia Sandringham en tren. Antiguamente empleaba el Royal Train, destinado exclusivamen­te a la familia real, pero en los últimos años viajaba en un tren regular desde la estación de King’s Lynn, aunque se le reservaba un vagón entero para ella y su séquito. El resto de la familia lle­gaba a Sandringham el día de Nochebuena.

A pesar de que durante la Navidad el palacio de Buc­kingham estaba decorado con esmero, la reina prefería que Sandringham no estuviera muy recargado y que se limitaran los adornos al máximo. Por eso solo había un gran árbol, de unos 6 metros, que venía del castillo de Windsor y se colocaba en una de las galerías centrales, y otro más modesto —y arti­ficial— en el comedor. Según se ha podido saber, una vez que toda la familia llegaba a Sandringham, juntos ponían las últi­mas decoraciones del gran árbol. A la reina le encantaba colocar unos angelitos de cristal que pertenecieron a la reina Victoria; el príncipe Felipe de Edimburgo era el encargado de coronar el gran árbol con una estrella dorada.

Fiel a sus raíces germánicas, la familia real seguía mante­niendo las costumbres navideñas de la tradición alemana. De ahí que los regalos los abrieran en Nochebuena, no en Navidad. Todos los presentes se depositaban en una especie de mesas de caballete —cada miembro de la familia tenía la suya— en el Red Drawing Room, el salón de estar rojo, y después del té, se abrían.

Al contrario de lo que se pudiera pensar, los regalos navide­ños de la familia real son muy sencillos e increíblemente baratos. La regla no escrita es que cuanto más económicos, mejor, y a poder ser deben tener un toque simpático. El príncipe Enrique, por ejemplo, compró una vez a su augusta abuela un gorro de ba­ño con la inscripción Ain’t Life a Bitch, que se podría traducir como «¿No es la vida muy puta?». Otro regalo memorable fue el asiento de váter forrado de piel blanca con el que la princesa Ana obsequió a su hermano, el mismísimo príncipe de Gales. La pri­mera vez que Kate Middleton, esposa del príncipe Guillermo, pasó las Navidades con la soberana, decidió obsequiarla con un tarro de chutney de mango que ella misma había preparado siguiendo una receta de su abuela. Al día siguiente, Isabel lo colocó en la mesa del desayuno para que toda la familia pudiera degustarlo.

A la reina le encantaba comprar personalmente sus pre­sentes de Navidad. Antiguamente, los grandes almacenes Harrods abrían unas horas fuera de su horario habitual para que pudiera hacerlo tranquilamente. En las últimas décadas, sin embargo, y por motivos de seguridad, Isabel se había tenido que limitar a comprar por catálogo e incluso por internet.

A la mañana siguiente, día de Navidad, la familia iba a la iglesia de St. Mary Magdalene a las once y, a la vuelta, les espe­raba la comida. Se comenzaba con bebidas: la reina tomaba su Gin and Dubonnet y el resto de familiares solía optar por una copa de champán.

Los más pequeños almorzaban en la nursery a las doce y media. Los adultos se sentaban a la mesa a la una: no había pues­tos asignados, ni siquiera para la reina, por lo que cada uno podía hacerlo donde quisiera. Antes de empezar tenía lugar una cos­tumbre curiosa: el chef de mayor rango aparecía en el comedor, cortaba un trozo de carne y, justo entonces, la reina le servía un vaso de whisky y brindaban juntos. Era el único día de todo el año en el que el cocinero podía pisar esa estancia cuando la sobe­rana estaba en ella.

Todos los años el menú era el mismo: ensalada con gambas o langosta y pavo acompañado de puré de patatas, coles de Bru­selas y zanahorias hervidas. Isabel bebía una copa de gewürztra­ miner, un vino blanco bastante dulce, y de postre tomaba el muy tradicional Christmas pudding, hecho con mantequilla y brandy, seguido por un plato de quesos acompañado con una copita de oporto.

placeholder La reina, en el discurso de Navidad. (Getty)
La reina, en el discurso de Navidad. (Getty)

Después de comer, toda la familia se sentaba a ver el dis­curso navideño de la reina, que en Gran Bretaña se emite a las tres de la tarde. Luego disfrutaban del té y a veces veían juntos una película. Parece que a la reina y a sus nietos les gustaba ver Flash Gordon, un filme de ciencia ficción de los ochenta.

Por la noche, se volvían a juntar para degustar una cena tipo bufé, con una veintena de platos distintos. A las ocho menos cuarto se servía un aperitivo y tres cuartos de hora des­pués comenzaba la cena propiamente, con platos típicos ingle­ses, como cabeza de jabalí rellena. En una mesa auxiliar se colocaban chocolatinas de la marca Charbonnel et Walker. Des­pués, la familia jugaba a charadas, juegos de imitación. Nadie podía irse a dormir hasta que la reina se retirara.

El día después de Navidad, que en el Reino Unido se cono­ce como Boxing Day, los hombres de la familia real solían ir de cacería. Isabel no regresaba a Londres hasta la primera semana de febrero.

A la reina, la simple idea de pasar el verano en una isla sin hacer nada más que tomar el sol le resultaba abominable. Ella no hubiese cambiado sus veranos en Escocia por nada del mun­do. Adoraba Balmoral, un castillo escocés adquirido en 1852 por el príncipe Alberto como regalo para su esposa, la reina Victo­ria. Más que un castillo, en realidad es una gran finca de más de 20.000 hectáreas de terreno donde hay unos 150 edificios, aunque lo que más destaca es la gigantesca construcción central, en estilo gótico y de granito grisáceo. Para Isabel era su lugar favorito del mundo, básicamente porque era el único espacio donde podía relajarse realmente y hacía vida normal, hasta cier­to punto.

La reina llegaba a Balmoral a principios de agosto y no regresaba a Londres hasta ocho semanas más tarde, normal­mente en octubre. Todos allí disponían de un programa deta­llado de actividades: aparte de las horas para el desayuno, el almuerzo y la cena, estaban determinados los días y los horarios exactos para los picnics, las excursiones, la pesca, las cacerías y los paseos a caballo.

El ambiente era relajado. Incluso después de los picnics, era la propia reina quien fregaba los platos. «Te pregunta si has acabado de comer —explicó el ex primer ministro Tony Blair— y si le dices que sí, te recoge el plato, lo lleva al fregadero, se pone los guantes y comienza a fregar». Sin embargo, también había hueco para un refinado protocolo. Por ejemplo, todos debían cambiarse unas cuatro veces al día de ropa: para desayu­nar, luego algo deportivo para salir al campo, ropas de tarde para el té y trajes para la cena.

Cometer el más mínimo error en la indumentaria delata que eres non­U, not one of us, es decir, que «no perteneces», no conoces el código de conducta de la clase alta. Para comen­zar, llevar ropas demasiado caras —o, aún peor, nuevas— para salir a dar un paseo se considera un error. En cambio, tener un chaquetón de Barbour o unas botas Wellington antiguas y algo desgastadas significa que paseas a menudo por las mon­tañas, lo que es un signo de que «perteneces». Quejarse por el tiempo es otra gran metedura de pata: en Balmoral siempre llueve y, a pesar de ello, no se interrumpe nunca ninguna actividad.

En Balmoral, la reina podía practicar una de sus activida­des favoritas: conducir. Durante la Segunda Guerra Mundial fue mecánica y aprendió a llevar varios vehículos, desde sim­ples coches hasta ambulancias y camiones. Legalmente, era la única persona del Reino Unido que no necesitaba carné de con­ducir —tampoco pasaporte—, y aunque era muy buena al volante, le gustaba la velocidad y odiaba tener que ponerse el cinturón. Pero no tenía que preocuparse porque la multaran: como soberana, era jurídicamente inviolable.

Era uno de sus muchos privilegios, y la lista era larga. Incluso tenía derecho a prebendas absurdas, como la posibili­dad de comer carne de cisne, aunque estuviera prohibido en Inglaterra; o la disposición, según una ley del siglo XIV, de que era dueña de todos los delfines, esturiones e incluso ballenas de las aguas que rodean al Reino Unido. Por no decir que todos los cisnes del río Támesis eran legalmente suyos.

Era la realidad, a veces surrealista, de una mujer nada común.

El pasado 8 de septiembre, Isabel II fallecía en el castillo de Balmoral a los 96 años. Una muerte histórica de un personaje mundialmente conocido y con un gran bagaje. Ahora, sale a la luz la primera biografía de la soberana en castellano. La encargada de repasar la vida de la monarca es Ana Polo, politóloga y especialista en comunicación política e institucional, quien, junto con la editorial La Esfera de los Libros, presenta 'La reina: la increíble vida de Isabel II', donde explica la trastienda del poder en Buckingham y cómo una muchachita tímida, sin especial formación ni carisma, llegó a convertirse en un icono indiscutible, un objeto de reverencia y respeto para millones de personas en todo el mundo.

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