Dos coronas para un rey: las piezas de joyería que llevará Carlos III en su coronación
Este sábado podremos ver en Westminster el magnífico despliegue de la rica 'regalía' de la monarquía británica, que ha sabido como ninguna otra preservar sus viejas tradiciones
Este sábado podremos ver en la abadía de Westminster el magnífico despliegue de la rica 'regalía' de la monarquía británica, que ha sabido como ninguna otra preservar sus viejas tradiciones, ya casi milenarias, así como una estética casi medieval tanto en sus brillantes puestas en escena como en el mantenimiento de ciertas instituciones. Un ejemplo son los ducados de Lancaster y de Cornualles, de cuyas cuantiosas rentas son usufructuarios el rey en ejercicio y el príncipe de Gales.
Esta mencionada regalía está compuesta por todo un conjunto de importantes piezas de orfebrería asignadas a las distintas partes del complejo ceremonial: la procesión de entrada a la abadía, la unción, la coronación en sí misma y la investidura. Un ritual fuertemente protocolizado desde los tiempos del rey Edgar, en el siglo X, basado en las antiguas coronaciones de los reyes francos.
Ahí están la maza que los pares del reino portan ante el monarca que va a ser coronado, el bastón de San Eduardo y las espadas de la Justicia Temporal, de la Justicia Espiritual, de la Misericordia y del Estado. Pero también la ampolla de oro que contiene el aceite para la unción, la parte más sagrada del ceremonial, y la cuchara, también de oro, con la que se procederá a verterlo, que data de 1349.
Sin olvidar las espuelas de oro; el anillo del soberano, diseñado para la coronación de Guillermo IV en 1831 y que incorpora un grueso zafiro oval; los brazaletes de oro y esmalte; la Espada de la Ofrenda; el Cetro del soberano con la Cruz (con el gran diamante Cullinan I en la empuñadura); el Cetro de la Paloma (Vara de la Equidad y la Misericordia); el Cetro de la Paloma de la reina consorte (en marfil); el anillo de la reina consorte con un gran rubí y 14 brillantes que data de 1831; y el bello orbe, en el que se insertan una gran amatista, nueve esmeraldas, 18 rubíes, nueve zafiros, 365 diamantes y 375 perlas, y que se coloca en la mano derecha del rey en el momento de ser investido de los símbolos de la soberanía.
Sin embargo, por encima de todo el conjunto destacan con brillo propio las dos importantes coronas que se utilizarán en la ceremonia. La primera, la corona de San Eduardo o corona de Inglaterra, que se coloca sobre la cabeza del soberano en el momento de la coronación propiamente dicha. Una pieza de hondas raíces históricas, originaria del reinado de Eduardo el Confesor en el siglo XI y que, destruida en tiempos de la guerra civil de Oliver Cromwell, fue recompuesta para la coronación del Carlos II como monarca restaurado.
Desde entonces ha sido utilizada en todas las coronaciones, a excepción de las de María II, Jorge IV, Victoria I y Eduardo VII. El motivo, su peso, que la hace difícil de llevar por un dilatado periodo de tiempo. Una corona en oro sólido, de 30 cm de alto y 2,23 kilos de peso, en cuya base, ribeteada de armiño, se alternan cuatro flores de lis y cuatro cruces pattée de las que surgen los arcos sobre los que se asientan un orbe y otra cruz pattée. Toda ella guarnecida de 345 aguamarinas, 37 topacios blancos, 27 turmalinas, 12 rubíes y amatistas, seis zafiros, dos circonios finos, un granate, un carbunclo y una espinela.
La segunda, la denominada Corona Imperial del Estado, confeccionada en 1838 para la coronación de la reina Victoria y posteriormente remodelada por Jorge VI y por la difunta reina Isabel II. Es la que los monarcas utilizan en las aperturas del Parlamento y con la que el nuevo rey Carlos III abandonará la abadía de Westminster tras la ceremonia. Una pieza que ha existido en varias formas desde el siglo XV y que en 1845 el duque de Argyll, que la portaba en la apertura del Parlamento, dejó caer del cojín quedando, en palabras de la reina Victoria, "aplastada como un pudding sobre el que alguien se ha sentado".
Esta es una bella corona de 31 cm de alto y algo más de un kilo de peso, en cuya base, también ribeteada de armiño, se alternan cuatro flores de lis y cuatro cruces pattée de los que parten los arcos que, de nuevo, sostienen un orbe y otra cruz pattée. Una pieza muy semejante a la anterior, pero más ligera, confeccionada en oro, plata y platino con 2.868 diamantes, 273 perlas, 17 zafiros, 11 esmeraldas y 5 rubíes.
Piedras importantes entre las que relucen el zafiro Estuardo, de 104 quilates, adquirido por el rey Jorge III en 1807; el zafiro que estuvo en el anillo del rey Eduardo el Confesor y que se sacó de su dedo al ser enterrado en la abadía de Westminster; el gran diamante Cullinan II de 317 quilates; y el famoso rubí del Príncipe Negro, que es, en realidad, una espinela de gran tamaño que el citado príncipe llevó incrustada en su casco en la batalla de Agincourt, en 1415, en la que las tropas inglesas se enfrentaron a las francesas y a Juana de Arco.
Dos joyas de gran valor histórico y simbólico que, en esta ocasión, se completarán con la elegida por la reina Camila, que, contraviniendo la tradición, no ha querido que se encargue una nueva corona para ella pues ha elegido reciclar la de la reina María, consorte de Jorge V y bisabuela de Carlos III. Una pieza diseñada en 1685 para la princesa italiana María de Modena, consorte de Jacobo II, manufacturada en diamantes, luego sustituidos por cristales de cuarzo, que se insertan en sendas flores de lis, cruces pattée y un orbe.
En ella destaca con brillo propio el gran y controvertido diamante Koh-i-Noor (Montaña de Luz en persa), que para esta ocasión será sustituido por otros tres imponentes diamantes, los Cullinan III, IV y V. Una sustitución que se ha justificado como un tributo a la reina Isabel, propietaria personal de estas últimas piedras preciosas, pero que en el fondo pretende no ofender al Gobierno de la India, lugar de procedencia del Koh-i-Noor, tantas veces reclamado por ese país, donde el que el primer ministro Narendra Modi ha declarado que "trae recuerdos dolorosos del pasado colonial".
Un excepcional conjunto de joyas de la corona que contribuirán a dar esplendor a la colorida y barroca coronación del nuevo rey, a pesar del perfil más bajo que Carlos III ha decidido personalmente adoptar para que la ceremonia refleje tiempos más minimalistas, y de una abundancia más que relativa, en una Gran Bretaña que hace ya tiempo que ha dejado atrás en la memoria su orgulloso pasado imperial.
Este sábado podremos ver en la abadía de Westminster el magnífico despliegue de la rica 'regalía' de la monarquía británica, que ha sabido como ninguna otra preservar sus viejas tradiciones, ya casi milenarias, así como una estética casi medieval tanto en sus brillantes puestas en escena como en el mantenimiento de ciertas instituciones. Un ejemplo son los ducados de Lancaster y de Cornualles, de cuyas cuantiosas rentas son usufructuarios el rey en ejercicio y el príncipe de Gales.