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Opinión: Una armoniosa combinación de tradición, sencillez y modernidad con dos príncipes en la periferia
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FAMILIA REAL BRITÁNICA

Opinión: Una armoniosa combinación de tradición, sencillez y modernidad con dos príncipes en la periferia

La imponente riqueza de los símbolos durante la coronación de Carlos III contrastó con la sencillez, la brevedad y la sobriedad en las formas del resto del ceremonial

Foto: Carruaje Real de la coronación de Carlos III. (Getty)
Carruaje Real de la coronación de Carlos III. (Getty)

El Reino Unido es una nación que ha hecho de la tradición una clara seña de identidad que se respira por todas partes, incluso en los tiempos presentes de decadencia después de ya muchas décadas de la pérdida de su orgulloso y flamante imperio.

Es un país que se mueve entre una vieja concepción de sí mismo y un pesado y denso realismo actual, a cuya cabeza se coloca ahora un rey nuevo de hondas convicciones espirituales, que otorga valor a los elementos simbólicos, y muy comprometido por el futuro del planeta, como ya dejó valientemente plasmado en su libro ‘Armonía’. Un hombre crítico y criticado por sus tomas de posición, que ha querido imprimir su propio sello a su coronación que, quizá no por casualidad, ha coincidido con la luna llena de mayo, fecha de la iluminación del Buda.

Foto: La reina Camila, en el balcón de Buckingham tras la coronación. (Reuters/Leon Neal)

Así, y con puntualidad británica, a las 11 de la mañana del sábado 6 de mayo, la reina Camila, más elegante y serena que nunca en su traje de seda blanca bordado en oro, entraba en la abadía de Westminster precediendo a un rey Carlos de paso lento a quien parecía, a momentos, pesarle en exceso el grueso manto de armiño de la realeza.

placeholder Camila, en el día de su coronación. (Getty)
Camila, en el día de su coronación. (Getty)

Daba así comienzo una bella liturgia que se fue desarrollando en un 'crescendo', envuelta en piezas de música muy bien elegidas para dar solemnidad a un ceremonial de regusto medieval. Una coronación con dos momentos de clímax; el primero, la imagen esperada y muy cinematográfica de Carlos y Camila ya coronados y sentados en sendos tronos; el segundo, su salida de la capilla de San Jorge con él tocado con la corona imperial del Estado y portando el cetro real y el orbe a los sones del ‘God save the King!’.

Todo ello en el marco de una abadía con menos peso de invitados, más ligera y con más presencia de la sociedad civil, en la que el protocolo de asientos en los bancos de los invitados reales se conformó en función de sus años de reinado, y en cuya quinta hilera tomaron asiento los reyes de España con una doña Letizia que, una vez más, brilló con luz propia.

Una emotiva ceremonia en la que la imponente riqueza de los símbolos (las coronas, cetros, orbe, espadas, varios mantos y otros elementos de las joyas de la corona) contrastó con la sencillez, la brevedad y la sobriedad en las formas del resto del ceremonial en comparación con coronaciones previas. Y una clara voluntad de Carlos III de colocar todo el énfasis en la dimensión sacra y espiritual del acto, que gira en torno a la unción y la coronación en sí misma, como rasgos identitarios de la monarquía británica. Algo que explica que se suprimiesen aspectos de pompa y de suntuosidad, aunque no de brillo, como gesto de modernidad y de contacto con la realidad del pueblo británico, desde esa peculiar capacidad camaleónica de la casa real británica a lo largo de los últimos siglos.

placeholder Carlos III y Camila, durante la ceremonia de coronación. (Getty)
Carlos III y Camila, durante la ceremonia de coronación. (Getty)

No hubo, por tanto, 'coronets' para los pares del reino (apenas vimos a alguno de ellos con el viejo manto de armiño); se pidió a las invitadas evitar tiaras y grandes piezas de joyería, trocados en esta ocasión por sombreros, pamelas y tocados tan acertados como el de la princesa de Gales; no hubo trajes de gala, sino de mañana; y se primó la elegancia de lo sencillo para evitar las distinciones de clase, como ya pudo apreciarse la noche anterior en la recepción de los reyes, en el palacio de Buckingham, a los miembros de la realeza y los más altos mandatarios mundiales y de los territorios de la Commonwealth a quienes se quiso tratar con la mayor deferencia.

El antiguo 'homenaje de los pares del reino' pasó a convertirse en el 'homenaje del pueblo', a pesar de la resistencia del rey a recibir reverencias y homenajes pues, como él mismo declaró en un momento de la ceremonia ante el arzobispo de Canterbury, “mi función no es ser servido, sino servir”.

La coronación de la reina Camila, pilar fundamental para su esposo, fue sorprendentemente breve, y no cabe olvidar la novedosa presencia en la abadía de reyes en ejercicio y jefes de Estado extranjeros, nunca antes presentes en las coronaciones previas por la nueva dimensión política del acto.

Relevante también fue la importante presencia de altas personalidades de otras confesiones religiosas como la ortodoxa, tan apreciada por el rey Carlos, a quienes él, cabeza visible de la Iglesia de Inglaterra y Defensor de la Fe, se detuvo a saludar a la salida del templo.

placeholder Harry, sentado en tercera fila durante la coronación. (Getty)
Harry, sentado en tercera fila durante la coronación. (Getty)

Las severas medidas de seguridad impidieron la presencia de grandes masas de gente cerca del cortejo para evitar disturbios, en un recorrido más corto que el de 1953, lo cual no impidió los abucheos al príncipe Andrés a su llegada a la abadía. Un príncipe mancillado por su turbio pasado que, al igual que su sobrino, el polémico príncipe Harry, fue relegado al tercer banco de la familia real bien por detrás del lugar que a ambos les habría correspondido en función de su puesto en el orden sucesorio. Harry, de chaqué y con condecoraciones; Andrés, con el manto y el collar de la orden de la Jarretera; y los dos, carentes de rol oficial alguno. Otro claro mensaje del soberano, que quiso mostrar cuál es el lugar que él da a los miembros de su familia en su nuevo reinado. Un criterio basado en principios de utilidad, de trabajo y de lealtad a la Corona y a lo que ella representa, que se hizo patente con la relevante e imponente presencia de la princesa Ana, uno de sus grandes apoyos y un personaje muy valorado en Gran Bretaña, que con uniforme, el manto de la orden de la Jarretera y a caballo, acompañó a la carroza dorada del Estado en el cortejo del rey.

Una diferencia entre los miembros de la familia real que trabajan (los 'working royals'), que tras el regreso al palacio de Buckingham salieron con los nuevos reyes a saludar desde el balcón, y los que no. Los 'working royals' que pudieron regresar a palacio en alguna de las cuatro carrozas: la de los reyes, la de los príncipes de Gales y sus hijos, la de los duques de Edimburgo y sus hijos, y la de los duques de Gloucester y el almirante Timothy Laurence, esposo de la princesa Ana.

placeholder La princesa Ana, durante la coronación. (Getty)
La princesa Ana, durante la coronación. (Getty)

Sin embargo, nada más reseñable que la admirable y eterna capacidad de la corte británica para preservar sus tradiciones históricas sin que parezcan vetustas o polvorientas, y para conseguir, una vez más, dejar claro ante el mundo que si la magia y la sacralidad de la realeza continúan existiendo, los Windsor son quienes la encarnan y saben cómo hacerlo, colocándose por encima del resto de una realeza mundial que, con el paso del tiempo, ha ido perdiendo elementos de identidad para poder sobrevivir y adaptarse a los nuevos tiempos.

El Reino Unido es una nación que ha hecho de la tradición una clara seña de identidad que se respira por todas partes, incluso en los tiempos presentes de decadencia después de ya muchas décadas de la pérdida de su orgulloso y flamante imperio.

Coronación Carlos III
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