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Tiger Woods, madera de tigre
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TERRIBLE ACCIDENTE

Tiger Woods, madera de tigre

Otro vuelco imprevisto en la vida de Tiger. Pero esta vez ladera abajo. Estampado el final glorioso de su carrera contra una piedra

Foto: Ilustración de Tiger Woods. (Jate)
Ilustración de Tiger Woods. (Jate)

Ladera abajo, desbocado el coche como a veces su vida, tres o cuatro segundos bastaron para fijar en su mente varios cientos de fotografías. Aquellas que querría conservar por si el final del violento descenso fuera también el final de la presencia física de su leyenda en este mundo. Imágenes a las que aferrarse para superar el miedo de volver a verse, sin querer, demasiado descontrolado y demasiado deprisa. Por si había llegado la hora de trascender de forma definitiva del cuerpo que, aún con algunas quejas, había conseguido dar cobertura durante cuarenta y cinco años a tan ambiciosa mente, a tan insoportable determinación, a tan descomunal demanda de sacrificio.

Foto:  Elin Nordegren. (Cordon Press)

Nada más levantar la mirada entendió las consecuencias de la combinación de su distracción con la prisa de llegar a descansar a su casa. Un “en camino” dirigido a su novia que resultaba fatídico al unirse al cansancio acumulado al final de la celebración de su torneo, el Genesis International, y que le había hecho correr más de la cuenta por la empinada calle que lleva años recorriendo hacia su refugio. El primer salto que dio el vehículo al tropezar con el bordillo arrancó de sus manos el móvil y fijó su atención en el volante e, inmediatamente, en lo que debía ser una carretera y resultaba ser al final de su coche un barranco vertical y amenazante. “Demasiado tarde para luchar contra la inercia de un todoterreno con más de una rueda en el aire”, pensó. Y cerró sus ojos al instante.

placeholder Tiger Woods en una imagen de archivo. (Reuters)
Tiger Woods en una imagen de archivo. (Reuters)

El intenso verde de la primera imagen que le vino a su cabeza pareció tranquilizarle. Ese verde de todas las gamas cromáticas posibles que le habían ofrecido desde niño los miles de campos de golf del mundo entero. Un verde mullido y constante, metáfora de la alfombra roja que el universo ha puesto durante toda su vida a los pies del que casi con seguridad ha sido el mejor deportista de todos los tiempos, el más eficaz y competitivo de las disciplinas que se practican en solitario. El verde brillante de Augusta, el verde pardo del Old Course en el mítico Saint Andrews. Ése verde hierba fresca que desde los tres años sería el mejor croma de fondo para el desarrollo de sus sueños y a la vez la más férrea jaula en la que nunca pudieron encerrar a un tigre.

El paisaje fundió a negro y distinguió de él el vestido de su madre, aún de luto, recriminándole con su inquisidora mirada de siempre las noticias que leyó cuando, lo que era evidente, sus dobles, triples, sus múltiples vidas, saltaron a la luz pública. Era cuestión de tiempo que su confesión les proporcionara más dinero y fama a sus conquistas que atención, cariño o posibilidad de futuro compartido les seguiría proveyendo su silencio. Apretó los ojos intentando pasar rápido a otra imagen en busca de contrarrestar su profundo sentimiento de culpa.

Apareció el recién estrenado swing de su hijo superpuesto en perfecta armonía con el suyo de pequeño y se le dibujó una sonrisa. Algo quedaba al fin y al cabo de su paso por el mundo de lo que sentirse verdaderamente orgulloso y contento. Un logro por fin alejado de la casi omnipresente sombra que sobre el resto de sus conquistas aún le sigue ejerciendo su desaparecido padre.

placeholder Tiger Woods en una imagen de archivo. (EFE)
Tiger Woods en una imagen de archivo. (EFE)

Saltó de sonrisa en sonrisa, su herramienta preferida para regular la presión durante toda su vida, y le apareció una de las más grandes que nunca puso. La que le cubría la cara entera recogiendo el trofeo de su primer grande: Augusta. Granos de veinteañero, dientes tamaño XL, pelo de formal adolescente… toda la expresión congruente con el histórico momento. Toda menos su inequívoca y ya por entonces afamada mirada de asesino en serie. Esa de matar todos los records, sin piedad, a sangre fría. Uno detrás de otro. Esa que le duró tres décadas y que acababa, en el tee del uno de las finales de casi todos los domingos, con las esperanzas de victoria de cualquiera. Sin empezar a jugar siquiera.

Aún con los ojos cerrados y bien apretados a la espera del impacto, se le formó la siguiente foto de la vertiginosa película de su vida. Coincidente exactamente la sonrisa, volvió a verse veintidós años después, mismo polo, mismo triunfo, mismo trofeo-chaqueta. “Solo han pasado dos años” reflexionó. Desde luego no el mismo cuerpo, evidentemente no el mismo pelo, pero, sobre todo, una mirada distinta. Mirada de satisfecho, de madurez y autoestima después de tantísimo esfuerzo. De tantas operaciones, tantas horas de rehabilitación, tanto sufrimiento. Mirada de más de cien victorias, quince grandes, cientos de millones de euros y lo que es más importante, mirada de haberse podido por fin perdonar todo lo que se había hecho.

Las imágenes siguientes explicaban el motivo del necesario perdón y muchas de las fórmulas que había intentado para obtenerlo. Escenas de fiesta y sexo, de alcohol, desmadres, de maltrato a su propio cuerpo se intercalaban con la de habitaciones blancas y vacías de centros de rehabilitación y las de amaneceres y atardeceres consecutivos en las canchas de entrenamiento. Las postales de lujo de las mejores suits de Las Vegas alternaban con las de sus jornadas de severo entrenamiento militar autoimpuesto. Aquellos juegos de guerra con los que machacaba su mente y consiguió también machacar su cuerpo. Aquel escenario físico y real que los marines le construían y donde le ayudaban a trasladar y donde le brindaban la cobertura necesaria para poder enfrentarse a la intensa guerra que llevaba dentro.

placeholder Tiger Woods. (EFE)
Tiger Woods. (EFE)

Doscientas cincuenta cámaras apuntándole, dispuestas como un pelotón de fusilamiento, se le aparecieron de repente. Recordó el momento. Miles de disparos inmortalizaban la hazaña de su tercer Open británico. Toda una vida en el punto de mira de los implacables cazadores de mitos no le hizo nunca acostumbrarse. Una vida entera grabada también conforma una jaula de oro con el tiempo. El poco margen de movimiento personal es inversamente proporcional al tamaño y la frecuencia de los titulares. Y a él le han dejado muy poco espacio, personal. Se recordaba los millones y millones de vueltas que había dado dentro de esos barrotes que le representaban las cámaras, televisiones y periódicos y las irresistibles ganas de acabar miles de veces con todas ellas de un zarpazo.

Y de repente, a la vez que un formidable estruendo, la figura de su padre. La máxima expresión del dolor, la violenta y evidente contradicción de sus sentimientos. El cariño y respeto de sus primeros años por el militar. El temor de su tierna juventud por el entrenador obsesivo y cercenante. El agradecimiento por sus primeras victorias al tierno y entregado padre. El reproche justificado pero ahogado en su timidez permanente. El miedo a decepcionar por encima del miedo a decepcionarse a sí mismo… y todo dando vueltas en su cabeza a más velocidad de las que la daban siempre, empujadas por las vueltas y rebotes que mientras lo pensaba estaba también dando su coche entre las piedras. Hasta que paró en seco su coche y se paró en seco su cabeza.

Otro vuelco imprevisto en la vida de Tiger. Pero esta vez ladera abajo. Estampado el final glorioso de su carrera contra una piedra. Parada, probablemente para siempre, precisamente por correr demasiado hacia su bien merecido descanso. Tan rota su pierna en pedazos como rotas las ilusiones de un sexto master de Augusta. Rotas las esperanzas de darle el fin que merecía su palmarés impoluto y envidiable con alguna épica victoria más y que todos, casi tanto como él, deseábamos.

placeholder El vehículo de Tiger Woods después del accidente. (EFE)
El vehículo de Tiger Woods después del accidente. (EFE)

Esperemos que alguien cuyo nombre es “Madera de tigre” vuelva a demostrar, como ha hecho siempre, que ese material especial con los que hacen a dos o tres cada cien años es realmente irrompible. Que da igual por donde les quiebres, huesos, alma o el espíritu. Que repiten el milagro de la recomposición física o psíquica que les sea necesaria para pasar a la historia como personas indiscutiblemente admirables. Suerte Tiger.

Ladera abajo, desbocado el coche como a veces su vida, tres o cuatro segundos bastaron para fijar en su mente varios cientos de fotografías. Aquellas que querría conservar por si el final del violento descenso fuera también el final de la presencia física de su leyenda en este mundo. Imágenes a las que aferrarse para superar el miedo de volver a verse, sin querer, demasiado descontrolado y demasiado deprisa. Por si había llegado la hora de trascender de forma definitiva del cuerpo que, aún con algunas quejas, había conseguido dar cobertura durante cuarenta y cinco años a tan ambiciosa mente, a tan insoportable determinación, a tan descomunal demanda de sacrificio.

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