Dwayne Johnson y las bravas
El espeluznante contraste de imágenes, sus músculos y mi barriga, me llevaron a curiosear en la vida del último superhombre conocido
Los principios de la musculación resultan curiosos. Parece que las fibras musculares sometidas a un esfuerzo excepcional sufren microrroturas. En la reparación, aumentan su tamaño tratando de estar preparadas para el siguiente esfuerzo que pudiera venir. Si muestras suficiente disciplina en tu labor de rompimiento parece que el cuerpo no va a fallar en su compromiso de repararlo. Por lo que, a priori, resulta sencilla la dinámica que pueda llevarte a una presencia anatómica respetable. Solo cuando el cuerpo detecta que durante cierto tiempo no ha vuelto a ser sometido a sobreesfuerzo decide, en su permanente voluntad de ahorro energético, devolver a las fibras a su tamaño original.
A la vez que esto ocurre, la vuelta a la flacidez, el muy traicionero se asegura de almacenar células de grasa reconvertibles en combustible por si la ingesta habitual y periódica se viera interrumpida por cualquier causa. Él sabrá.
A la mayoría de las personas nos resulta más llevadero el almacenamiento de grasa que la rotura de fibras, circunstancia por la que puede resultar frustrante ser uno de los casi trescientos millones de seguidores en Instagram de La Roca.
La contemplación de sus bíceps me ha generado estos días una gran ternura por sus miocitos esqueléticos. Los veo y pienso en los millones y millones de veces que ha tenido que destrozarse sus sarcoplasmas para alcanzar esos volúmenes. Veo esos pectorales y me dan ganas de llorar. Exactamente las mismas que cuando veo mi barriga. Ahí la grasa subcutánea y visceral que mi previsor cuerpo almacena genera el mismo efecto fisiológico del llanto pero con un origen emocional completamente distinto, me temo.
Pensar en que casi con total seguridad poseo los mismos seiscientos cincuenta músculos que Dwayne Johnson me ha generado una frustración devastadora. Ver todos esos bultos tan en orden y tan diferenciados me llevaron a cierta sensación de desamparo genético. Ver ese tapiz perfecto para la práctica del tatuaje me dio el empujón definitivo que me ha dejado en esta indignación insostenible contra la madre naturaleza. No puede ser que te quieras hacer un tatuaje samoano representando los orígenes nobiliarios de tu linaje en la tribu, que tenga forma circular y que te lo puedas hacer sin necesidad de compás indistintamente en el hombro, pecho, bíceps, tríceps o parte posterior del cuello. Y que te lo restrieguen por las redes.
Culpo a Disney de hacerme consciente de mi perímetro abdominal. A su campaña de promoción de las últimas películas de este animal concretamente. Fue verle sin querer por decimoquinta o decimosexta vez y de forma casi inconsciente palpé el voluminoso objeto que se hallaba bajo la bolsa de patatas fritas. Mi horizontalidad, paralela a la de la hamaca, y mis ojos clavados en el móvil me llevaron a la confusión inicial de considerar semejante semiesfera como uno más de los mullidos cojines que me rodeaban.
Una auscultación más precisa y profesionalizada excitó alguno de los nervios sensitivos de mi ombligo evitando así la duda de haber encontrado el pitorro de inflado de alguno de los flotadores de los niños que siempre lo van dejando por cualquier lado.
Al retirar la ya casi vacía bolsa de patatas, confieso que sabor vinagreta, y supongo que ya con cierta expresión de horror en la mirada, se me hizo presente abyectamente mi propia barriga aún rosada. Volví la mirada al móvil donde aún seguía este bestia. Apuré la bolsa de patatas con una frialdad sobrecogedora. Miré alrededor asegurándome de que nadie estaba contemplando tan desagradable escena. Y en un intento de incorporación atlética de mi torso a cierta verticalidad, la compresión de la grasa acumulada fue tal que temí por las capacidades herméticas de mi propio ombligo.
El volumen me resultó desolador. Tomar conciencia de tus propios límites, en un cuerpo en expansión incontrolada en este caso, pueden suponer un gran punto de inflexión en tu vida.
Con cierta congoja, pero ya también con cierta curiosidad, pulsé el vídeo que Dwayne Johnson acababa de publicar. Estaba en el gimnasio sudando a chorros por esos canalones que forman la perfecta diferenciación de sus músculos. Animaba con su sonrisa encantadora a todo el mundo a hacer un esfuerzo por mejorar. Terminaba con el contundente “si quieres, puedes” pero al más puro estilo americano. Ese que resulta más creíble que el nuestro.
El espeluznante contraste de imágenes, sus músculos y mi barriga, me llevaron a curiosear en la vida del último superhombre conocido. Le odio. Ni el patrocinio del equipo de rugby de Samoa ni que le guste y elabore tequila compensan la rabia inmensa que me produce su vida. Deportista de élite, actor de éxito, productor millonario, ejemplar marido y padre de familia, referente solidario. Tuve que dejarlo al cuarto artículo. Por mi propia seguridad. En realidad me di cuenta que no le odiaba a él sino al gordinflón y vacuo tipejo apoltronado en la hamaca que se moría de envidia y que, por desgracia, resultaba ser yo mismo.
El primer trago de cerveza unos minutos después pareció devolverme cierta calma. Al menos la suficiente para tratar de buscar un ángulo más constructivo a los devastadores acontecimientos acaecidos alrededor de la toma de conciencia del almacén de grasa abdominal en el que se ha convertido mi propio cuerpo.
Con la sed calmada y el refrigerio conseguido empecé a imaginarme un escenario distinto. ¿Y si, como decía mi nuevo amigo Dwayne, yo también podía conseguirlo? Quizá no me resultara tan difícil. Conozco el mecanismo biológico lo suficiente, en medio minuto tenía siete apps de abdominales, cinco de ejercicios aeróbicos y cuatro de anaeróbicos donde elegir. Tengo un nuevo referente al que seguir. Y sobre todo tengo un gran margen de mejora.
Veía claro el punto de inflexión en mi vida. El cambio empezaba ahí mismo. Ya no miraba mi barriga como una carga. Para mí ya solo era un reto. Y eso es lo que necesitamos en la vida, retos. Traté de repetírmelo en inglés para resultarme más convincente. En ese mismo momento, y siguiendo las recomendaciones de empezar poco a poco de todos los programas de fitness que conozco, tomé la decisión de levantarme de la hamaca y correr al menos veinte minutos. Por la tarde bajaría al gimnasio del hotel y haría entre ciento cincuenta y doscientas abdominales y aproximadamente unas cien flexiones. Y mañana el doble de todo.
A punto de ponerme de pie estaba cuando llegó el camarero con las raciones de bravas y chopitos. Hacía tanto rato que las había pedido que ya no me acordaba. Miré a Dwayne Johnson, miré mi barriga y miré las bravas. Mañana empiezo sin falta.
Los principios de la musculación resultan curiosos. Parece que las fibras musculares sometidas a un esfuerzo excepcional sufren microrroturas. En la reparación, aumentan su tamaño tratando de estar preparadas para el siguiente esfuerzo que pudiera venir. Si muestras suficiente disciplina en tu labor de rompimiento parece que el cuerpo no va a fallar en su compromiso de repararlo. Por lo que, a priori, resulta sencilla la dinámica que pueda llevarte a una presencia anatómica respetable. Solo cuando el cuerpo detecta que durante cierto tiempo no ha vuelto a ser sometido a sobreesfuerzo decide, en su permanente voluntad de ahorro energético, devolver a las fibras a su tamaño original.