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Documentar una realidad (y poco más)
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Documentar una realidad (y poco más)

El trabajo de Gus Van Sant se ha convertido en los últimos años en auténtica carne fresca para todo cinéfilo de pro. Su trilogía de muertos

El trabajo de Gus Van Sant se ha convertido en los últimos años en auténtica carne fresca para todo cinéfilo de pro. Su trilogía de muertos vivientes -Gerry, Elephant y Last Days-, o a la, aun no estrenada en nuestro país, Paranoid Park -que recibió el gran premio del 60º aniversario del Festival de Cannes-, han conseguido recuperar al creador lírico de Mi Idaho privado o Drugstore Cowboy. Pero con este último trabajo que ahora nos llega, y que tiene como buque insignia  la interpretación de Sean Penn, el director estadounidense ha vuelto a adoptar un tono más clásico para contar una historia que, como gay reconocido que es, le toca la fibra sensible: la de Harvey Milk, del primer homosexual declarado que accedió a un cargo público en Estados Unidos.

Mi nombre es Harvey Milk narra los pormenores de este difícil ascenso a la cumbre utilizando para ello un lenguaje muy en la línea de directores como Alan J. Pakula. Es por ello que su interés se centra en realizar un relato lo más sobrio posible y alejado de grandilocuencias y subrayados, algo que tiene sus ventajas, pero también sus inconvenientes. Su parco lenguaje alejado de todo esteticismo -sólo se lo permite en un plano genial que muestra la muerte de un homosexual a través de un silbato ensangrentado en el que se reflejan Milk y un policía- termina resultando excesivamente fría y algo cansina: los personajes que se van sumando no terminan de hacer despegar en la historia.

Sean Penn se funde perfectamente con Milk y nos hace olvidar los excesos de interpretaciones como la de Todos los hombres del rey, en la que también daba vida a un político en ascenso. James Franco está perfecto como pareja del político que siempre sabe estar en su sitio. Pero no sucede lo mismo con otros personajes, especialmente el de Diego Luna, pura caricatura.

Todos estos factores llevan a que el último producto de Gus Van Sant no sea nada más allá que un correcto acercamiento a un personaje real del que quiere dejar constancia. Un trabajo que no va a provocar entusiasmos más allá de las interpretaciones principales, y que nos hace echar de menos al director más experimental capaz de hacer sorprender. Aquí no lo ha hecho. Esperemos que Paranoid Park lo logre.

Criterio de valoración:
Obra maestra.
Muy buena.
Buena.
Interesante.
Regular.
Mala.

El trabajo de Gus Van Sant se ha convertido en los últimos años en auténtica carne fresca para todo cinéfilo de pro. Su trilogía de muertos vivientes -Gerry, Elephant y Last Days-, o a la, aun no estrenada en nuestro país, Paranoid Park -que recibió el gran premio del 60º aniversario del Festival de Cannes-, han conseguido recuperar al creador lírico de Mi Idaho privado o Drugstore Cowboy. Pero con este último trabajo que ahora nos llega, y que tiene como buque insignia  la interpretación de Sean Penn, el director estadounidense ha vuelto a adoptar un tono más clásico para contar una historia que, como gay reconocido que es, le toca la fibra sensible: la de Harvey Milk, del primer homosexual declarado que accedió a un cargo público en Estados Unidos.