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¡Guauuuuuuu, Scorsese!
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¡Guauuuuuuu, Scorsese!

Si la postmodernidad cinematográfica es el arte del pastiche, de la síntesis de todo lo rodado hasta el momento, puede que Scorsese haya realizado el thriller

Como en aquélla, como hiciera también Stanley Kubrick en esa genialidad perturbadora llamada El Resplandor, el terror aquí está en los detalles, en el trasfondo de la trama y, sobre todo, en la compleja psique de los personajes, pero nunca en los efectos de posproducción. El guión de esta cinta es 'adrenalínico', sorprendente, manipulador en sus continuos giros, sí, porque sobre todo es devoto del género que practica, pero también posee una trama férrea, confeccionada por un literato, Dennnis Lehane, responsable también de la novela en la que se basa Mystic River (2003), de Clint Eastwood, que es algo así como un Edgar Allan Poe versión 2.0. Un tipo poseedor de un torrente imaginativo, aterrador y onírico que te atrapa cual tela de araña.

Pura aderenalina

Pero la clave del triunfo de esta cinta se llama Scorsese, Martin Scorsese, porque con el mismo guión otro tipo hubiera realizado probablemente una película mediocre. Él convierte el paisaje agreste de la isla en la que se desarrolla la historia en un personaje más, en el escenario opresor que alberga el centro psiquiátrico donde se desarrolla todo, cuyos pasillos -excelente dirección artísitica- son en realidad los pasillos de la mente del protagonista, un DiCaprio solvente que navega sin rumbo entre la cordura y la locura, entre la verdad y la mentira, en un viaje para el que los espectadores también tienen billete.

Scorsese consigue elaborar un retrato mental de su protagonista similar al que hizo Otto Preminger de Laura (1944). El laberinto de excesos visuales que se permite el director -impagables algunas de las escenas oníricas de los campos de concentración nazis- esconde entre sus pliegues una reflexión meditabunda sobre la percepción de la realidad. La habitual historia del personaje atormentado por su pasado a la manera freudiana cobra aquí tintes filosóficos.

Luego llega el final, que es eminentemente tramposo, y se apodera de uno una poderosa sensación de decepción. Pero al instante recapacita, mientras observa cómo hasta la más insólita, artificiosa y estafadora de las tramas se puede resolver con una rotundidad y elegancia infrecuentes. Si uno reflexiona un poco se percatará de que, en realidad, el final de esta historia, narrada coherentemente en una permanente focalización interna -desde los ojos y la mente del protagonista-, es la refutación final de la tesis del relato: existen tantas realidades como miradas la contemplan.