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James Bond: licencia para crear una marca nacional
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FILMES QUE HACEN UN PRODUCTO DE SU PAÍS

James Bond: licencia para crear una marca nacional

Quién le hubiera dicho al bueno de Ian Fleming en 1952, cuando publicó la primera novela de James Bond –Casino Royale–, que la misma reina que coronó

Quién le hubiera dicho al bueno de Ian Fleming en 1952, cuando publicó la primera novela de James BondCasino Royale–, que la misma reina que coronó Inglaterra solo unos meses después, a la que su 007 sirve desde con devoción, acabaría seis décadas más tarde tirándose junto al personaje de un helicóptero en marcha. Gracias a un especialista, sí, porque Isabel II no está –ni en edad ni en abolengo– para según qué trotes. Pero saltando en la realidad, no en la ficción, y desplegando en el paracaídas, como no podría ser de otro modo, la Union Jack británica. Ocurrió en la ceremonia de inauguración de los pasados Juegos Olímpicos de Londres 2012. Y ante los ojos, literalmente, de millones de personas.

La marca Reino Unido, en otras palabras, funcionando a todo motor. El escritor no vivió para verlo –esta semana habría cumplido 105 años–, pero si hoy el país tiene un icono reconocible, ese es James Bond. En todo Occidente y buena parte del extranjero todos sabemos qué licencia tiene, cómo le gusta el Martini y hasta tararear su leit motiv. Lo explica el genio de Fleming, claro, el filón cinematográfico en el que se convirtió el espía –que tras 23 películas está, y no es una forma de hablar, en su mejor momento– y, de un modo más o menos sutil, el apoyo expreso que las autoridades británicas. No se trata de dinero, por supuesto, sino de algo más importante: el gesto. Un permiso para rodar en Buckingham, por ejemplo; una cesión de la imagen de Holly y Willow –dos de los famosísimos perros reales– a efectos cinematográficos; o un título de Sir para al menos tres de los Bonds que en el mundo han sido –Sean Connery, Roger Moore y Pearce Brosnan–. Etcétera.

Ningún oscuro gabinete orquesta el amparo del gobierno británico a su gran personaje: solo el sentido de la conveniencia y la convicción de que, cuidándolo, Bond es el mejor embajador de la marca nacional. "Es el británico universal", resume Rubén Galgo, especialista en branding –la construcción de una marca– y cofundador de Brandemia. "Es patriota, glamuroso, guapo, inteligente... Son valores con los que cualquier país querría verse asociado".

Es de lo que hablamos cuando hablamos de poner la cultura a rentar para la marca nacional: de ejemplos como el de James Bond y del poder que tiene el cine para contribuir a la consolidación de la imagen de un país en el exterior. Una potencia que se demuestra solo con ponernos en el caso contrario, que Galgo ejemplifica con Colombia. "Todas las películas de Hollywood en las que aparece el tema de la droga lleva una relación explícita al país", lo que contribuye a algo peor que a no tener una marca nacional: tenerla, pero para mal. "Hay que tener en cuenta que la marca y su valoración se nutren de tangibles e intangibles muy sensibles a este tipo de exposiciones, máxime cuando estamos hablando desde una perspectiva internacional".

Hollywood

De esto sabía mucho Ronald Reagan. El 30 de junio de 1985 el presidente de Estados Unidos compareció ante la prensa para anunciar la liberación de 39 ciudadanos estadounidenses secuestrados en Beirut. "Tras ver Rambo anoche, ya sé lo que haré la próxima vez", sentenció Reagan para aplauso furioso de los presentes. En la segunda entrega de la saga, estrenada unos meses antas, el gran héroe de acción se veía en la misma situación, pero en su caso no dejaba escapar a los secuestradores, como hizo el presidente. Acabó uno a uno con todos ellos.

Aunque más pareciera movido por un arranque estratégico de americanismo, lo cierto es que Reagan no hacía entonces más que recoger los frutos de lo que antes sembró. Rambo es el más conocido de los héroes de acción que tomaron Hollywood al asalto con la llegada de su primera administración en 1981, cuando de repente los veteranos de Vietnam –aquellos de quien el propio Reagan dijo que "nunca habían sido vencidos"– volvieron súbitamente a las pantallas para dar la del pulpo a charlies, soviéticos, caudillos latinoamericanos y cualquiera, en general, que osase atentar contra la gloria de las barras y estrellas.

Además de Rambo llegaron Carl Rhodes –Gene Hackman en Más allá del valor, de 1983– y el coronel Braddock –Chuck Norris en las dos entregas de Desaparecido en combate, de 1984 y 1985–. Y a esos siguieron en filmes del pelo carismas como el de Arnold Schwarzenegger o Jean-Claude Van Damme con el propósito, alentado por la Casa Blanca, de neutralizar los éxitos cinematográficos que cuestionaron el sistema en los setenta y convertir Hollywood en una factoría patriota al servicio del reaganismo.

No hablamos de intervención, ojo, ni de pagar cine con dinero del contribuyente. Hacer marca nacional del cine seguramente tiene más de mano izquierda institucional que de plan de comunicación programado.

Rubén Galgo recurre de nuevo un ejemplo para explicarlo: "No me imagino a los directivos de DMC instando a Robert Zemeckis a que creara la trilogía de Regreso al Futuro para así vender más DeLoreans. Y sin embargo sí que se aprovecharon del tirón de la saga para convertirlo en un coche de culto".

Algo parecido, añade, a lo que ocurrió en Nueva Zelanda con Peter Jackson. "Fue tal el aumento del turismo en la zona tras El Señor de los Anillos que muchos países quisieron que el director escogiera entre sus tierras los exteriores de sus siguientes películas en la Tierra Media... A cambio, al empezar el rodaje, las autoridades no pondrían muchas trabas".

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De nuevo un pequeño gesto, y nada más, que con el tiempo y un poco de suerte revertirá en pingües beneficios para la economía del paíos. La última campaña oficial de promoción del turismo en Nueva Zelanda se titula "100% Middle Earth" –100% Tierra Media– y hoy no hay web oficial, programa privado o guía turística del país que no explote activamente el activo tolkieniano. La marca Nueva Zelanda, en otras palabras, funciona a pleno rendimiento y genera al año miles de millones de euros en el sector servicios. Ni que decir tiene que las montañas, los lagos y los parajes kiwis llevan allí todo la vida. Se lo debe todo a la maña de un cineasta.

Marca España

Y la gran pregunta está clara: ¿es posible esto en España?

Desde luego es deseable y no solo, según Galgo, para atraer el turismo. "Ensalzar nuestra marca es un debate abierto desde hace años pero nunca ha sido afrontado en serio. Ahora repentinamente –cuando la prima de riesgo se desorbita, por ejemplo– nos damos cuenta de lo importante que es la opinión que tienen de nosotros otros países como Alemania. Y corregir eso no es ni tarea fácil ni rápida".

Pero la materia prima existe, según este experto. "Una marca debe ser única, memorable, diferenciadora, un referente al que seguir, al que todos quieren copiar. España, como país, tiene muchos de estos atributos de liderazgo, solo hay que buscarlos".

Y ni siquiera buscarlos mucho. "Como aficionado a la Historia sacaría partido de nuestro rico y próspero pasado", dice Galgo. "Aquí tenemos personajes e intrigas palaciegas que serían un filón para el cine épico. Sería la excusa perfecta para huir definitivamente de la flamenca o los toros y recuperar el carácter que nos ha definido durante siglos. Estoy convencido de que si Estados Unidos tuviera la riqueza de nuestro patrimonio histórico, Don Pelayo forraría las carpetas de las quinceañeras de medio mundo y el puente de Cangas de Onís sería más conocido que el de San Francisco".

Como tantos otros, Galgo sostiene que lo que falta es voluntad política. Ni aprovechamos el activo cultural español a la hora del branding nacional ni conseguimos, pese a contar incluso con un Alto Comisionado investido al efecto, que la cultura y el cine contribuyan de forma determinante a la imagen del país. "Las limitaciones del cine español fuera de nuestras fronteras son muy evidentes", sostiene Galgo. "Por eso creo que siempre se ha buscado la presencia de localizaciones españolas en producciones extranjeras".

No parece que tal vaya a cambiar. De momento, habrá que esperar a que James Bond vuelva a España –como hizo en 1999 en El mundo nunca es suficiente, cuando pasó por Bilbao– o que Ethan Hunt, el espía protagonista de Misión Imposible, decida por su cuenta regresar a Sevilla –por donde pasó en 2000, en la segunda entrega de la saga– para disfrutar de nuevo de las famosas procesiones ardientes de la capital andaluza y de sus imágenes religiosas acarreadas por falleras. Quizá en esta ocasión, quién sabe, aparezcan también toros pamplonicas persiguiendo a los cofrades y su encierro acabe en una singular guerra a tomatazos. Como todo el mundo sabe, España y su marca homónima salen habitualmente muy bien paradas cuando se filma desde el extranjero.

Quién le hubiera dicho al bueno de Ian Fleming en 1952, cuando publicó la primera novela de James BondCasino Royale–, que la misma reina que coronó Inglaterra solo unos meses después, a la que su 007 sirve desde con devoción, acabaría seis décadas más tarde tirándose junto al personaje de un helicóptero en marcha. Gracias a un especialista, sí, porque Isabel II no está –ni en edad ni en abolengo– para según qué trotes. Pero saltando en la realidad, no en la ficción, y desplegando en el paracaídas, como no podría ser de otro modo, la Union Jack británica. Ocurrió en la ceremonia de inauguración de los pasados Juegos Olímpicos de Londres 2012. Y ante los ojos, literalmente, de millones de personas.