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El día que cambió la vida de Jorge Lorenzo y lo que ha terminado ahogándolo
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se impuso a lo establecido

El día que cambió la vida de Jorge Lorenzo y lo que ha terminado ahogándolo

Podría haberse dejado llevar y resistirse al adiós, malgastando el lustre de su nombre. Pero Lorenzo no es de esos. Ha luchado hasta el final, pero se ha convencido de que no tenía sentido seguir

Foto: Jorge Lorenzo anunció este jueves su retirada en una rueda de prensa en el Circuito de Cheste. (EFE)
Jorge Lorenzo anunció este jueves su retirada en una rueda de prensa en el Circuito de Cheste. (EFE)

La primera vez que vi a Jorge Lorenzo en un circuito llevaba un corte de pelo mohicano, con cresta, y apenas podía empujar aquella Aprilia RS 50, ese ciclomotor con marchas con el que soñaban muchos chavales en los noventa. La primera vez que hablé con él fue en el Jarama, en 1998, seguramente era verano porque ya se notaba el calor en la pista madrileña. Acababa de ganar la primera carrera de la Copa Aprilia 50. Tenía once años.

Cuando entrevistas a pilotos de esa edad, el piloto queda aparcado y aflora el niño, con su vergüenza y su timidez, con sus inseguridades. O al menos así era antes. Me planté delante de Jorge, que acababa de bajar del podio, y mientras saboreaba un chupachups como cualquier niño de su edad, contestó a mis preguntas, nada especial, las clásicas declaraciones tras la carrera. Sus compañeros de podio, que no recuerdo quiénes eran, titubeaban, se ponían colorados al hablar y se mostraban muy tímidos. Jorge contestó como un avezado profesional, sin pestañear, con el gesto serio, con una expresión rotunda. Parecía que llevaba toda la vida respondiendo a periodistas.

He contemplado su progresión desde la cercanía de la confianza que me otorgaban Dani Amatriain, que fue su mánager durante diez años, y su padre, Chicho. Y he visto crecer a un muchacho que nunca terminaba de estar satisfecho, un piloto que siempre quería más, para el que no era suficiente hacer una buena carrera y subir al podio. Todo lo que no fuera ganar no parecía satisfacerle. Esa actitud tenía su lado positivo, pero también podía llegar a ser muy frustrante. Hasta que fue campeón por primera vez, en 2006. Aquel día, también en Valencia, ganó su primer título y fue una liberación para él. Es verdad, aquel día de gloria le cambió para siempre.

Así anunció Jorge Lorenzo su retirada como piloto profesional.

Desde que Lorenzo ganó esa corona se quitó un peso de encima, se relajó, y hasta tengo la sensación de que empezó a ser feliz. Le he hecho muchas entrevistas, y en repetidas ocasiones, cuando hemos hecho balance de su pasado, siempre se reconoció como un niño feliz. La severa enseñanza de su padre, por cuya escuela han pasado posteriormente otros campeones españoles como Joan Mir o Jorge Martín, no le hizo sentir una niñez robada. Al contrario, sus recuerdos de infancia son felices, porque solo entendía la vida a lomos de una moto.

Su entrada en MotoGP fue explosiva. Acabó con el poder establecido, dentro y fuera de la pista, dentro y fuera de su garaje. Su disputa con Valentino Rossi fue épica, como su rivalidad con Dani Pedrosa, compañero generacional junto al que cambió el curso de la historia del motociclismo español. También vivió momentos de tensión con su actual compañero Marc Márquez, pero por encima de la rivalidad, del desencuentro, de la disputa cerrada, por encima de todo eso, Lorenzo fue un piloto de un carácter excepcional. Será difícil que volvamos a encontrar un piloto que se sincere de la forma en que lo hacía él.

Ha sido duro y doloroso verlo esta temporada. Ha sido frustrante. Que un campeón de la categoría de Jorge Lorenzo no haya conseguido entrar en una sola carrera entre los diez primeros es terrible. Hay razones de sobra para justificar sus resultados. En otro tiempo, una lesión renqueante, un momento de duda, una mala racha, quedaban enmascarados con la superioridad técnica del equipo de fábrica. Pero hoy en día, MotoGP, que es el deporte de motor más ajustado y complicado del mundo, no concede tregua. El nivel de la competición es tan alto que no da un respiro, y ha terminado ahogando a Lorenzo. Lo ha atrapado y no le ha permitido ni respirar.

A lo largo de la historia ha habido ilustres ejemplos de dignísimos campeones que se dejaron llevar, una temporada tras otra, resistiéndose al adiós, malgastando el lustre de su nombre. Jorge Lorenzo no ha sido de esos. Ha luchado hasta el final, pero se ha convencido de que así, tal como está hoy, no tenía sentido seguir. Seguramente con algo más de tiempo, con un buen invierno de preparación física intensa, como a él le gusta, habría recuperado el tono necesario y habría alcanzado posiciones dignas, suficientes para la actual parrilla de MotoGP. Pero se estaría engañando. Lorenzo nunca se ha dedicado a medrar en las carreras, siempre ha salido a ganar, pero hoy, por el motivo que sea, no importa cuál, ya no se ve capaz de ganar. Y ha dicho basta.

Yo aplaudo su valor. A partir del lunes se enfrentará a una vida completamente nueva para él: sin carreras, sin tediosas sesiones de entrenamientos, sin viajes interminables, sin dolor, pero también sin gloria. Tendrá que aprender a vivir como una persona, no como el personaje que representa. Nunca antes se ha enfrentado a un desafío semejante. Buena suerte.

La primera vez que vi a Jorge Lorenzo en un circuito llevaba un corte de pelo mohicano, con cresta, y apenas podía empujar aquella Aprilia RS 50, ese ciclomotor con marchas con el que soñaban muchos chavales en los noventa. La primera vez que hablé con él fue en el Jarama, en 1998, seguramente era verano porque ya se notaba el calor en la pista madrileña. Acababa de ganar la primera carrera de la Copa Aprilia 50. Tenía once años.

Jorge Lorenzo
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