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Lástima de burbujas perdidas
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Lástima de burbujas perdidas

No cabe duda de que la noche de las burbujas por antonomasia es la última -o primera, según se mire, que es una noche muy larga-

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Lástima de burbujas perdidas

No cabe duda de que la noche de las burbujas por antonomasia es la última -o primera, según se mire, que es una noche muy larga- del año, en la que se bebe fundamentalmente cava, también champaña y, es de suponer que en muchísima menor cantidad, vinos espumosos de otras procedencias. Una vez pasada la efervescencia de la noche, conviene analizar el contexto en el que se desenvuelven las bebidas espumosas.

Ciertamente, no es a las burbujas bebidas, burbujas que, dicho sea de paso, son del tan denostado dióxido de carbono, que mucha gente parece haber olvidado que es imprescindible para la vida en el planeta, a las que llamamos burbujas perdidas: nada se pierde menos que lo que comemos y bebemos.

Tampoco nos referimos a las entrañables burbujas doradas del más popular de los anuncios navideños de cavas, unas burbujas creadas por Leopoldo Pomés, cuya esposa fue la primera de ellas, y que durante tantos años nos acompañaron en Navidad... hasta que este año, de la mano de Scorsese, se fueron a hacer compañía al limbo publicitario al calvo de la lotería.

No. Hablamos de las burbujas que se pierden directamente, porque se tiran. Todo el que haya estado alguna vez en la plaza del Ayuntamiento de Pamplona a mediodía del 6 de julio entenderá bien a qué nos referimos. Allí, el vino espumoso -no me atrevo a ponerle nombre, pese a haber visto en tiendas de la zona anuncios de 'champán para el cohete, 200 pesetas'- sirve para empapar al prójimo, más, muchísimo más, que para ser bebido; claro que ya digo que casi mejor, que hay que saber muy bien lo que se bebe.

Hablamos, también, del espectáculo de cada 22 de diciembre, cuando mucha gente a la que le han tocado cantidades discretas en la lotería de Navidad -los que se llevan premios de verdad 'gordos' no aparecen por allí- monta un verdadero ritual de riego alcohólico-carbónico a las puertas de la Administración de Loterías correspondiente, o en el bar donde compraron su participación. Beber ya beben algo, pero todos parecen preferir agitar violentamente la botella y poner perdido al personal circundante.

Burbujas tiradas, también, por quienes no entienden una fiesta sin bombas de palenque y cada vez que abren una botella de cava o de champaña se creen en la obligación de pegar el siempre peligroso taponazo... en el que, tras el corcho, abandona la botella una más que notable cantidad de espuma.

Pero hay otras burbujas tiradas que me duelen muchísimo más, porque no se trata de un 'champán para el cohete', no, sino de botellas magnum -litro y medio- o de más capacidad de reconocidas marcas de champaña. Son las botellas con las que hacen risas los ganadores de un rallye, los ocupantes del podio de una carrera de fórmula uno... Ver a Alonso, Hamilton y Raikkonen empapándose mutuamente, y a las azafatas de turno, y a los fotógrafos, con la espuma que surge de esas botellas es un espectáculo habitual.

Aunque... quién sabe. Estos pilotos profesionales ligan el alcohol al último acto de cada competición, cuando ya han dejado el volante; puede ser un mensaje subliminal a los demás conductores, un algo así como "no bebas hasta que hayas llegado", o una indicación de que, al volante, más vale hacer con el vino lo que hacen ellos en el podio -tirarlo- que bebérselo. No sé, pero no creo que los responsables de las campañas de seguridad vial hayan llegado a tanto, y si han llegado me preocupa el posible 'cachet' de figuras como Schumi y los demás del circo del motor.

Nada de ponerse pringoso

Pero ni aun así puedo disfrutar de esa agitación de botellas de uno de los vinos más nobles del mundo, una obra de arte hecha para disfrutarla por dentro, no para ponerse pringoso por fuera. Tengo para mí que todo empezó cuando alguien tuvo la infeliz idea de bautizar los barcos rompiendo contra su casco, en el momento previo a la botadura, una botella de champaña; claro que los armadores, los navieros, se lo podían permitir; fíjense ustedes lo que les importaría a Onassis o a Niarchos estrellar contra el casco de sus petroleros botellas y botellas de, pongamos, Dom Perignon.

Y digo Dom Perignon porque me imagino lo que sentiría el cillerero de la abadía de Hautvilliers, que fue quien 'domesticó' la segunda fermentación, en botella, del 'vino del diablo', poniendo un poco de orden en el desorden de las burbujas carbónicas, si pudiera ver en qué acaba, tantas veces, el fruto de su trabajo, de su investigación.

En fin, ustedes no desperdicien ninguna burbuja: abran la botella con calma, teniendo el corcho bien sujeto para evitar que salte antes de tiempo y girando no el propio corcho sino, al revés que en el caso de cualquier otro vino, la botella, hasta lograr que el corcho salga sin esfuerzo, sin violencia, sin apenas ruido. Deje que las burbujas se expresen donde tienen que expresarse, que es en la copa; por cierto, no usen ni copa ancha de las de antes ni esas flautas en las que las burbujas se ven obligadas a ascender en fila india.

De esa forma saborearán ustedes la versión más satisfactoria y elegante del dióxido de carbono, que es justo para eso para lo que está en la botella. Y no lo hagan sólo en estas fiestas: repítanlo muchas veces a lo largo del año que acaba de comenzar, que yo les deseo lleno de felicidad a todos ustedes.

No cabe duda de que la noche de las burbujas por antonomasia es la última -o primera, según se mire, que es una noche muy larga- del año, en la que se bebe fundamentalmente cava, también champaña y, es de suponer que en muchísima menor cantidad, vinos espumosos de otras procedencias. Una vez pasada la efervescencia de la noche, conviene analizar el contexto en el que se desenvuelven las bebidas espumosas.