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Cocinero limpio, cocinero guarro
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Cocinero limpio, cocinero guarro

En estos tiempos en los que enciendes la tele y, sea la hora que sea y pongas el canal que pongas, antes o después aparecerá un

Foto: Cocinero limpio, cocinero guarro
Cocinero limpio, cocinero guarro

En estos tiempos en los que enciendes la tele y, sea la hora que sea y pongas el canal que pongas, antes o después aparecerá un cocinero elaborando una receta e impartiendo doctrina, resulta muy instructivo ver estos espacios, que permiten al telespectador hacerse una idea sobre cómo cocina el chef de turno y puede así decidir si le interesa o no pasarse por su restaurante.

La verdad: si uno quiere seguir creyendo en la cocina pública, es mejor abstenerse de ver estos programas, salvando el caso de ese gran comunicador que es Karlos Arguiñano, que encima hace sus platos en una cocina inmaculada y despliega un alarde de higiene y limpieza en cada uno de sus movimientos. No es lo habitual... pese a que todos sabemos que no puede haber buena cocina sin una limpieza absoluta.

Independientemente de que la receta sea ésta o aquella, yo me comería sin problema ninguno cualquiera de los platos que prepara Karlos. Hombre, unos más a gusto que otros, pero eso es normal: no todo nos gusta lo mismo. Yo, por ejemplo, lo primero que haría delante de un plato de Arguiñano sería quitarle el perejil, que me hace muy poca gracia, pero que él ha convertido en el icono de sus platos.

Dicho esto, no les extrañará lo más mínimo a quienes sean espectadores habituales u ocasionales de Canal Cocina que asegure con la misma firmeza que me considero absolutamente incapaz de probar ni uno de los platos que elabora ante las cámaras el chef británico Jamie Oliver, admirable por cosas como la labor que ha desarrollado en pro de la buena alimentación en los colegios del Reino Unido, pero que como cocinero a mí no me inspira nada. Nada bueno, quiero decir.

Oliver es, en higiene la antítesis de Arguiñano. La cocina de su casa, sea la urbana, sea la del campo, es lo opuesto a lo que uno entiende que debería ser una cocina profesional. Todo: los fogones, los cacharros, las tablas... Todo anda manga por hombro. Me dirá alguien: pues como en muchas casas. Es posible, pero esas casas no se enseñan por la tele, y menos en plan didáctico.

Luego está su manera de operar. De lo más natural, me dirán los partidarios de usar las manos para todo. Oliver es un experto en el uso de sus manos para todo, desde remover una ensalada, que podría tener un pase, a hacer lo propio con un aliño con aceite y catsup, usar los dedos entrecruzados como colador para evitar las pepitas del zumo de limón, voltear los alimentos en la parrilla, mezclar ingredientes... Todo manual. Un día, creo, le vi usar una batidora eléctrica; pensé que se había puesto malo.

Una ventaja tiene: se le ve. Manipulaciones, en las cocinas, hay muchísimas... pero el comensal, por mucho que las intuya -cuando, por ejemplo, le dan percebes pelados, ya sabe que no hay máquina peladora de percebes-, no las ve. Éste, por lo menos, no se oculta: procede en plan guarro -tampoco se le suele ver lavando ningún ingrediente- y no lo oculta. Qué contraste con el maestro de Zarautz, que usa las manos en muy contadas ocasiones -el último toque a una masa- y casi pide perdón por hacerlo... No sé, y perdonen que acuda al trilladísimo ejemplo de la mujer de César, pero un cocinero no sólo debe ser limpísimo, sino, además, parecerlo.

En cuanto a la cocina de Oliver... Bien, todos sabemos que la mayoría de los cocineros son muy excesivos. Donde dicen "un pellizco de sal" ponen un pellizco, sí... pero de una mano como la de Polifemo, el cíclope que se tomaba para desayunar a dos compañeros de Ulises. En cuanto Oliver dice "un poco de hinojo"... zas, toda la cosecha. Y quien dice hinojo dice salvia, laurel -que, en fresco, es muy venenoso-, romero, tomillo... y, sobre todo, chiles. Hay que ver lo que le gustan los chiles. Ustedes dirán que a mucha gente le gustan; pero una cosa es que gusten, y otra que arrase el sabor de cualquier plato a base de chiles, o de ingredientes no menos arrasadores de sabor, aunque no picantes, como la salvia o el hinojo, que usa por quintales métricos.

Vamos, que les juro que no vuelvo a meterme con la hojita de perejil de Arguiñano, por muy superflua que me parezca la mayoría de las veces. Pero es que una hoja, o una ramita, de perejil queda hasta bonita y no anula el sabor de nada, mientras que poner en cada plato, sea lo que sea el presunto protagonista, todo el jardín es destrozar los sabores principales y darle cancha sólo a los que deberían ser matices.

Oliver es, con Blumenthal y Ramsey, uno de los cocineros más mediáticos del Reino Unido; Arguiñano es, no me cabe la menor duda, el más popular de los cocineros españoles. En eso se parecen. En lo demás, en la limpieza con la que operan y en el uso racional o compulsivo de hierbas... el día y la noche. Yo, de verdad, me quedo con el nuestro.

En estos tiempos en los que enciendes la tele y, sea la hora que sea y pongas el canal que pongas, antes o después aparecerá un cocinero elaborando una receta e impartiendo doctrina, resulta muy instructivo ver estos espacios, que permiten al telespectador hacerse una idea sobre cómo cocina el chef de turno y puede así decidir si le interesa o no pasarse por su restaurante.

La verdad: si uno quiere seguir creyendo en la cocina pública, es mejor abstenerse de ver estos programas, salvando el caso de ese gran comunicador que es Karlos Arguiñano, que encima hace sus platos en una cocina inmaculada y despliega un alarde de higiene y limpieza en cada uno de sus movimientos. No es lo habitual... pese a que todos sabemos que no puede haber buena cocina sin una limpieza absoluta.

Independientemente de que la receta sea ésta o aquella, yo me comería sin problema ninguno cualquiera de los platos que prepara Karlos. Hombre, unos más a gusto que otros, pero eso es normal: no todo nos gusta lo mismo. Yo, por ejemplo, lo primero que haría delante de un plato de Arguiñano sería quitarle el perejil, que me hace muy poca gracia, pero que él ha convertido en el icono de sus platos.

Dicho esto, no les extrañará lo más mínimo a quienes sean espectadores habituales u ocasionales de Canal Cocina que asegure con la misma firmeza que me considero absolutamente incapaz de probar ni uno de los platos que elabora ante las cámaras el chef británico Jamie Oliver, admirable por cosas como la labor que ha desarrollado en pro de la buena alimentación en los colegios del Reino Unido, pero que como cocinero a mí no me inspira nada. Nada bueno, quiero decir.

Oliver es, en higiene la antítesis de Arguiñano. La cocina de su casa, sea la urbana, sea la del campo, es lo opuesto a lo que uno entiende que debería ser una cocina profesional. Todo: los fogones, los cacharros, las tablas... Todo anda manga por hombro. Me dirá alguien: pues como en muchas casas. Es posible, pero esas casas no se enseñan por la tele, y menos en plan didáctico.

Luego está su manera de operar. De lo más natural, me dirán los partidarios de usar las manos para todo. Oliver es un experto en el uso de sus manos para todo, desde remover una ensalada, que podría tener un pase, a hacer lo propio con un aliño con aceite y catsup, usar los dedos entrecruzados como colador para evitar las pepitas del zumo de limón, voltear los alimentos en la parrilla, mezclar ingredientes... Todo manual. Un día, creo, le vi usar una batidora eléctrica; pensé que se había puesto malo.

Una ventaja tiene: se le ve. Manipulaciones, en las cocinas, hay muchísimas... pero el comensal, por mucho que las intuya -cuando, por ejemplo, le dan percebes pelados, ya sabe que no hay máquina peladora de percebes-, no las ve. Éste, por lo menos, no se oculta: procede en plan guarro -tampoco se le suele ver lavando ningún ingrediente- y no lo oculta. Qué contraste con el maestro de Zarautz, que usa las manos en muy contadas ocasiones -el último toque a una masa- y casi pide perdón por hacerlo... No sé, y perdonen que acuda al trilladísimo ejemplo de la mujer de César, pero un cocinero no sólo debe ser limpísimo, sino, además, parecerlo.

En cuanto a la cocina de Oliver... Bien, todos sabemos que la mayoría de los cocineros son muy excesivos. Donde dicen "un pellizco de sal" ponen un pellizco, sí... pero de una mano como la de Polifemo, el cíclope que se tomaba para desayunar a dos compañeros de Ulises. En cuanto Oliver dice "un poco de hinojo"... zas, toda la cosecha. Y quien dice hinojo dice salvia, laurel -que, en fresco, es muy venenoso-, romero, tomillo... y, sobre todo, chiles. Hay que ver lo que le gustan los chiles. Ustedes dirán que a mucha gente le gustan; pero una cosa es que gusten, y otra que arrase el sabor de cualquier plato a base de chiles, o de ingredientes no menos arrasadores de sabor, aunque no picantes, como la salvia o el hinojo, que usa por quintales métricos.

Vamos, que les juro que no vuelvo a meterme con la hojita de perejil de Arguiñano, por muy superflua que me parezca la mayoría de las veces. Pero es que una hoja, o una ramita, de perejil queda hasta bonita y no anula el sabor de nada, mientras que poner en cada plato, sea lo que sea el presunto protagonista, todo el jardín es destrozar los sabores principales y darle cancha sólo a los que deberían ser matices.

Oliver es, con Blumenthal y Ramsey, uno de los cocineros más mediáticos del Reino Unido; Arguiñano es, no me cabe la menor duda, el más popular de los cocineros españoles. En eso se parecen. En lo demás, en la limpieza con la que operan y en el uso racional o compulsivo de hierbas... el día y la noche. Yo, de verdad, me quedo con el nuestro.