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Un gazpacho para Lúculo
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GASTRONOMÍA

Un gazpacho para Lúculo

Todo aquello que no es capaz de evolucionar está condenado, inexorablemente, a extinguirse más pronto o más tarde; la vida implica esa capacidad, contra la que

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Un gazpacho para Lúculo

Todo aquello que no es capaz de evolucionar está condenado, inexorablemente, a extinguirse más pronto o más tarde; la vida implica esa capacidad, contra la que a la larga no se puede luchar, aunque nunca hayan faltado involucionistas que han hecho de esa lucha la razón de su existencia. Vayamos a lo nuestro. Un plato que no es capaz de evolucionar está condenado a desaparecer, como los dinosaurios. "Siempre se ha hecho así" es el argumento más falaz que puede darse en cualquier actividad vital, también en cocina. Que siempre se haya hecho de un modo no excluye la posibilidad de hacerlo de otro, incluso mejor.

Un ejemplo de evolución contra viento y marea: el gazpacho. El que cita Cervantes como no muy del gusto de Sancho Panza no era más que una emulsión compuesta de agua, aceite, vinagre, sal, ajos y pan duro; no es de extrañar que no suscitase el entusiasmo del escudero quijotesco. Allá a finales del XVIII, a alguien se le ocurrió incorporar a esa emulsión tomate, y a otro alguien incluir en el majado cosas como pepino o pimiento. Bien entrado el XIX, este gazpacho con hortalizas aún no era muy popular. Pero acabó siéndolo.

A finales del siglo XX, el gazpacho, cuyo lugar ya no era el campo, sino la mesa familiar o de restaurante, se aligeró: perdió pan, perdió ajo, ganó liquidez... Se fue convirtiendo en una especie de zumo de tomate y otros vegetales, sabiamente aliñado y servido frío, una gran entrada.

Por el medio, por los años 70, hubo quienes vieron más posibilidades. Por ejemplo, la de añadirle marisco. Surgieron así unos gazpachos en los que los tropezones tradicionales -daditos de pan, pepino, tomate, etc.- fueron sustituidos por hermosos medallones de bogavante, cuya agua de cocción servía para dar la textura deseada al gazpacho, en lugar de la del grifo.

Otro paso evolutivo: la incorporación de elementos frutales. Al fin y al cabo, tanto el tomate como el pepino o el pimiento son frutos. Hubo quien pensó que en el campo y en el mercado hay más frutos, también rojos, y se le ocurrió incorporarlos al gazpacho. Así surgieron los gazpachos con sandía, con fresa, con cerezas... que a veces van más allá y, en lugar de "con" son "de": de sandía, de fresa o de cereza, cuando estas frutas se hacen con el papel protagonista.

Las cerezas van de maravilla. Dan un toque perfecto. Tres de nuestros mejores cocineros, Joan Roca ("El Celler de Can Roca, Girona), Quique Dacosta, ('Quique Dacosta', Dènia) y Dani García ('Calima', Marbella), coinciden en la creación de un gazpacho o sopa fría de cerezas, que curiosamente lleva, en los tres casos, ilustraciones marinas: gambas rojas en los dos primeros, anchoas de Santoña en el tercero.

Dani hace realmente un gazpacho con todas las de la ley, que podemos llamar clásico, al que una vez mezclado añade la pulpa de una cantidad de cerezas como la quinta parte de la de tomate. Genial en la decoración: unos pistachos, dos filetes de anchoa en aceite enfrentados en las esquinas, nieve de queso y unas gotas de aceite de albahaca. Un gazpacho con cerezas, con todas las de la ley, porque añade la fruta al gazpacho clásico.

Quique va por otros caminos. Tras someter a las cerezas a una serie de manipulaciones previas, mezcla su pulpa con cabezas cocidas de gambas, tomate, remolacha, pimiento rojo, vinagre de Jerez, azúcar, sal, pimienta... Tamiza todo, añade aceite de arbequina, y completa el plato con unas cerezas, unas colas de gamba hechas en aceite a baja temperatura, diversas hierbas...

En cuanto a Joan, es el que más se separa del gazpacho, al prescindir de sus ingredientes tradicionales. Simplemente tritura la pulpa de las cerezas con aceite virgen, vinagre balsámico y el jugo resultante de saltear unas cabezas de gamba roja en aceite, y pone la mezcla a punto de sal. Al comensal llega un plato con las colas de las gambas escaldadas y en rodajas, unas cerezas deshuesadas y rellenas del mismo jugo de cabeza gelatinizado con agar-agar y un helado de huesos de cereza; sobre todo ello, ya en la mesa, se vierte desde una jarra la sopa de cerezas. Tres obras de arte, que podrán completar acudiendo a los libros en los que estos grandes maestros de la cocina actual desvelan sus secretos.

Estoy seguro de que habrá quienes nieguen la condición y el nombre de gazpacho a estas sopas. Vano propósito. Darles ese nombre es, ante todo, una manera de entendernos. Y que nadie crea que estas variantes amenazan el predominio del gazpacho tradicional adaptado a los tiempos: un gazpacho clásico siempre será una joya.

Gazpachos con cerezas, gazpachos de cerezas. Quién se lo iba a decir a Lúculo, general romano que llevó a Italia esa fruta tras su guerra contra Mitrídates, rey del Ponto, hazaña dramatizada por Racine y musicada por Mozart. En cualquier caso, Lúculo, cuyo prestigio como gastrónomo ha dejado chico el que pudiera tener como militar, no vería nada mal esta invención.

Todo aquello que no es capaz de evolucionar está condenado, inexorablemente, a extinguirse más pronto o más tarde; la vida implica esa capacidad, contra la que a la larga no se puede luchar, aunque nunca hayan faltado involucionistas que han hecho de esa lucha la razón de su existencia. Vayamos a lo nuestro. Un plato que no es capaz de evolucionar está condenado a desaparecer, como los dinosaurios. "Siempre se ha hecho así" es el argumento más falaz que puede darse en cualquier actividad vital, también en cocina. Que siempre se haya hecho de un modo no excluye la posibilidad de hacerlo de otro, incluso mejor.

Un ejemplo de evolución contra viento y marea: el gazpacho. El que cita Cervantes como no muy del gusto de Sancho Panza no era más que una emulsión compuesta de agua, aceite, vinagre, sal, ajos y pan duro; no es de extrañar que no suscitase el entusiasmo del escudero quijotesco. Allá a finales del XVIII, a alguien se le ocurrió incorporar a esa emulsión tomate, y a otro alguien incluir en el majado cosas como pepino o pimiento. Bien entrado el XIX, este gazpacho con hortalizas aún no era muy popular. Pero acabó siéndolo.

A finales del siglo XX, el gazpacho, cuyo lugar ya no era el campo, sino la mesa familiar o de restaurante, se aligeró: perdió pan, perdió ajo, ganó liquidez... Se fue convirtiendo en una especie de zumo de tomate y otros vegetales, sabiamente aliñado y servido frío, una gran entrada.

Por el medio, por los años 70, hubo quienes vieron más posibilidades. Por ejemplo, la de añadirle marisco. Surgieron así unos gazpachos en los que los tropezones tradicionales -daditos de pan, pepino, tomate, etc.- fueron sustituidos por hermosos medallones de bogavante, cuya agua de cocción servía para dar la textura deseada al gazpacho, en lugar de la del grifo.

Otro paso evolutivo: la incorporación de elementos frutales. Al fin y al cabo, tanto el tomate como el pepino o el pimiento son frutos. Hubo quien pensó que en el campo y en el mercado hay más frutos, también rojos, y se le ocurrió incorporarlos al gazpacho. Así surgieron los gazpachos con sandía, con fresa, con cerezas... que a veces van más allá y, en lugar de "con" son "de": de sandía, de fresa o de cereza, cuando estas frutas se hacen con el papel protagonista.

Las cerezas van de maravilla. Dan un toque perfecto. Tres de nuestros mejores cocineros, Joan Roca ("El Celler de Can Roca, Girona), Quique Dacosta, ('Quique Dacosta', Dènia) y Dani García ('Calima', Marbella), coinciden en la creación de un gazpacho o sopa fría de cerezas, que curiosamente lleva, en los tres casos, ilustraciones marinas: gambas rojas en los dos primeros, anchoas de Santoña en el tercero.

Dani hace realmente un gazpacho con todas las de la ley, que podemos llamar clásico, al que una vez mezclado añade la pulpa de una cantidad de cerezas como la quinta parte de la de tomate. Genial en la decoración: unos pistachos, dos filetes de anchoa en aceite enfrentados en las esquinas, nieve de queso y unas gotas de aceite de albahaca. Un gazpacho con cerezas, con todas las de la ley, porque añade la fruta al gazpacho clásico.

Quique va por otros caminos. Tras someter a las cerezas a una serie de manipulaciones previas, mezcla su pulpa con cabezas cocidas de gambas, tomate, remolacha, pimiento rojo, vinagre de Jerez, azúcar, sal, pimienta... Tamiza todo, añade aceite de arbequina, y completa el plato con unas cerezas, unas colas de gamba hechas en aceite a baja temperatura, diversas hierbas...

En cuanto a Joan, es el que más se separa del gazpacho, al prescindir de sus ingredientes tradicionales. Simplemente tritura la pulpa de las cerezas con aceite virgen, vinagre balsámico y el jugo resultante de saltear unas cabezas de gamba roja en aceite, y pone la mezcla a punto de sal. Al comensal llega un plato con las colas de las gambas escaldadas y en rodajas, unas cerezas deshuesadas y rellenas del mismo jugo de cabeza gelatinizado con agar-agar y un helado de huesos de cereza; sobre todo ello, ya en la mesa, se vierte desde una jarra la sopa de cerezas. Tres obras de arte, que podrán completar acudiendo a los libros en los que estos grandes maestros de la cocina actual desvelan sus secretos.

Estoy seguro de que habrá quienes nieguen la condición y el nombre de gazpacho a estas sopas. Vano propósito. Darles ese nombre es, ante todo, una manera de entendernos. Y que nadie crea que estas variantes amenazan el predominio del gazpacho tradicional adaptado a los tiempos: un gazpacho clásico siempre será una joya.

Gazpachos con cerezas, gazpachos de cerezas. Quién se lo iba a decir a Lúculo, general romano que llevó a Italia esa fruta tras su guerra contra Mitrídates, rey del Ponto, hazaña dramatizada por Racine y musicada por Mozart. En cualquier caso, Lúculo, cuyo prestigio como gastrónomo ha dejado chico el que pudiera tener como militar, no vería nada mal esta invención.

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