Albariño: un vino con leyenda
Como todas las cosas cuyo origen se pierde en la noche de los tiempos, el vino está lleno de leyendas; de muy bellas leyendas, en general.
Como todas las cosas cuyo origen se pierde en la noche de los tiempos, el vino está lleno de leyendas; de muy bellas leyendas, en general. El vino... y cada vino. Entre ellos, el albariño, al que Cambados rendirá homenaje por quincuagésima novena vez el próximo fin de semana, primero de los de agosto.
Don Álvaro Cunqueiro, quién si no, fue un decidido impulsor del origen legendario del albariño, traído, decía, por los monjes del Císter allá por el siglo XII. Era bonito, y daba mucho juego. Pero, como diría Néstor Luján, la ciencia ha hablado, y preciso es callarse. Y la ciencia ha dicho que la uva albariño parece ser autóctona de Galicia. Yo, si por "autóctono" entendemos que es algo que lleva en un sitio muchísimo tiempo, puedo estar de acuerdo; si se refiere a que es originario del sitio en que está, ya tengo mis dudas.
Lo curioso es que, en general, a los gallegos les ha hecho ilusión eso de que la albariño sea autóctona. A mí, qué quieren que les diga, me gustaba más situar su origen en el corazón de Europa, la leyenda que lo emparentaba, desde la cuna, con algunos de los mejores vinos de la Cristiandad. Recordemos. La Orden del Císter nace en 1090 en la localidad cuyo nombre romano era Cistercium. Hoy es Citeaux, abadía situada en la mismísima Côte d'Or borgoñona, donde se elaboran vinos de la categoría de los Montrachet o Meursault, por no salir de los blancos, elaborados con la variedad chardonnay, que también tiene leyenda propia que atribuye su introducción en Francia a cierto conde de Champagne, Thiébaut IV "Le Chansonier", que la habría traído de Chipre de vuelta de las Cruzadas.
Son los monjes cistercienses quienes se ocupan del cuidado del Camino de Santiago. Y parte de ese cuidado era replantar viñas. Primero, en los valles fluviales del Ebro, el Duero, el Sil... Finalmente, en el mismísimo fin del mundo, en el Finis Terrae, frente al Mar Tenebroso. Es bonito imaginar a los monjes transportando con amor y mimo los esquejes de sus variedades preferidas, procedentes nada menos que de la Borgoña; hay quien sustenta la opinión de que no se trata de cepas borgoñonas, sino que procederían del Rhin, más cercanas a la riesling que a la chardonnay.
Todo eso, y más, había en una copa de albariño antes de que la ciencia nos devolviese a la cruda realidad e hiciese que bajásemos de la nube de los bellos sueños. Ciertamente, no seré yo quien afirme que un albariño es mejor que un gran Montrachet, pero tampoco dejo que me lo sitúen mucho más abajo en la escala de valores de los grandes vinos blancos del mundo.
Pero supongamos que sí, que la uva lleva en Galicia más tiempo, incluso que se trata de una mutación de alguna variedad introducida algo más de mil años antes de la fundación del Císter. Porque bien pudieron ser los señores romanos quienes introdujeron la albariño, o su predecesora, en Galicia. Quizá no los romanos de César, pero sí los que, mandados por Décimo Junio Bruto, luego llamado "El Galaico", se negaban a cruzar el río Limia, en Ourense, por creer que se trataba del Leteo o Lete, el río infernal que hacía perder la memoria a quienes lo cruzaban. Los mismos romanos que se aterrorizaron en Finisterre al ver cómo el mar engullía al sol rojo. Romanos que llevaron consigo el vino, la vid, a donde fueron. Por qué no a Galicia: hubo asentamiento romano en Cambados. Sería gracioso que hubiera sido así, cuando Cunqueiro nos habló tanto del itinerario inverso, de los vinos, sobre todo del Sil, que viajaban de Galicia a Roma, como el de Amandi, supuestamente grato a Tiberio, cosa que no tiene mucho mérito porque al sucesor de Augusto le gustaban todos los vinos.
Y aún pudo ser antes: los fenicios, comerciantes donde los hubiere, estuvieron zanganeando por la desembocadura del Umia, por aquello del estaño; a lo mejor trajeron unas cepas, porque si el vino nació, según parece, al sur del Cáucaso, está claro que esa zona queda mucho más cerca de Fenicia que de Galicia, y las uvas, solas, no vinieron: les conocemos muchas virtudes, pero no la movilidad.
Al final, qué más da. Cistercienses, romanos, fenicios... Una cosa tengan clarísima: ustedes, si lo desean, pueden beber hoy unos albariños muchísimo mejores, incomparablemente mejores que los que pudieran haber bebido los comerciantes fenicios, los legionarios romanos y los monjes benedictinos. Y, aunque todavía queden por ahí algunos nostálgicos, beberán hoy albariños bastante mejores y mejor elaborados que los que bebían sus padres y sus abuelos.
El domingo se discernirá cuál es el mejor albariño de los presentados a concurso. Serán los 2010, añada que el Consejo Regulador de la D.O. Rías Baixas ha calificado de "muy buena". Los 2010 que he probado hasta ahora son, en efecto, muy recomendables. Lo mejor será que abran ustedes una botella y opinen por sí mismos, brindando por Cunqueiro, que este año está de centenario, pero también por cistercienses, romanos, fenicios y, si no queda más remedio, científicos 'revientaleyendas': los amantes del albariño no somos rencorosos.
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Don Álvaro Cunqueiro, quién si no, fue un decidido impulsor del origen legendario del albariño, traído, decía, por los monjes del Císter allá por el siglo XII. Era bonito, y daba mucho juego. Pero, como diría Néstor Luján, la ciencia ha hablado, y preciso es callarse. Y la ciencia ha dicho que la uva albariño parece ser autóctona de Galicia. Yo, si por "autóctono" entendemos que es algo que lleva en un sitio muchísimo tiempo, puedo estar de acuerdo; si se refiere a que es originario del sitio en que está, ya tengo mis dudas.
Lo curioso es que, en general, a los gallegos les ha hecho ilusión eso de que la albariño sea autóctona. A mí, qué quieren que les diga, me gustaba más situar su origen en el corazón de Europa, la leyenda que lo emparentaba, desde la cuna, con algunos de los mejores vinos de la Cristiandad. Recordemos. La Orden del Císter nace en 1090 en la localidad cuyo nombre romano era Cistercium. Hoy es Citeaux, abadía situada en la mismísima Côte d'Or borgoñona, donde se elaboran vinos de la categoría de los Montrachet o Meursault, por no salir de los blancos, elaborados con la variedad chardonnay, que también tiene leyenda propia que atribuye su introducción en Francia a cierto conde de Champagne, Thiébaut IV "Le Chansonier", que la habría traído de Chipre de vuelta de las Cruzadas.