Nos atrevemos con Shambhala, la montaña rusa más alta y aterradora de Europa
Esta es la historia de una aventura extrema. La de un hombre 'enfermo' de vértigo montado sobre la montaña rusa más grande del Viejo Continente. ¿Sobrevivió?
El arranque es tranquilo, casi todos lo son. “Todo comienzo tiene su encanto”, dijo Goethe. Y puede que sea cierto. Sin embargo, en diez segundos aproximadamente, solo diez, uno ya ha perdido la perspectiva horizontal. Sobre una vía con una inclinación aproximada del 45% las cosas se ven de manera muy distinta; sobre todo las cosas que se van quedando abajo.
Comienza la subida. 76 metros de escalada hacia la cumbre de una montaña de acero con unas bonitas vistas... al vacío. Mientras se sube, retumban los huesos oxidados del bicho, arrastrados por cadenas (de tortura) hasta la cima. La máquina trepa al compás de una melodía indudablemente fúnebre que recuerda a una carraca.
Pienso en cosas bonitas. ¡Nubes! Pero no. En este momento, las nubes, vistas cada vez más de cerca, no resultan tan apacibles. ¡Versos! Pero tampoco, porque puedo escribir los versos más tristes esta tarde… De hecho, todas las rimas resultan asonantes desde aquí arriba, todas las estrofas son sextillas manriqueñas, todos los poemas parecen elegías. De repente, suenan en mi cabeza las Coplas por la muerte de mi padre. Ahora sí que sí.
Miedo.
Aquella terraza de un quinto piso
42, 43, 44… Desde la puesta en marcha del artilugio me ha dado tiempo a contar hasta 45. Pero se acabó. No hay tiempo para más. No hay vuelta atrás. Ni siquiera hay vuelta hacia adelante. Ahora la inclinación se asoma al 86% y el único camino posible va hacia abajo. Justo al llegar a la cima, el tiempo se detiene. Entonces escucho a lo lejos cómo Kevin Spacey entona el monólogo final de American Beauty.
“Siempre oí que tu vida entera pasa en frente de tus ojos un segundo antes de morir. Primero, ese segundo no es para nada un segundo, se estira para siempre, como un océano de tiempo. Para mí, fue estar echado de espalda en el campamento de Boy Scouts, viendo las estrellas fugaces caer...”.
Yo también me remonto en ese segundo hasta mi infancia. Entonces vivía en Valladolid, en un quinto piso, y cada vez que me asomaba a aquel balcón una comparsa de 300 brasileños en paños menores me recorría todo el cuerpo, desde el talón a la coronilla. Vértigo hitchckoniano en toda regla. Pero aquí estoy, montado en la atracción más alta del Viejo Continente.
Barrunto que el “océano de tiempo” al que hacía referencia Spacey se me agota. Pido una prórroga para maldecir a mi sobrina, que está justo aquí a mi lado y que es la que me ha convencido para venir a celebrar el 20 aniversario de PortAventura. Pido una prórroga, pero el diablo, que, como predijo la película de Steven Spielberg, va sobre ruedas, me la niega. Y entonces desciendo 78 metros. ¡¿Pero no eran 76?! No, Shambhala sube 76 para caer 78, porque los dos últimos los hace bajo tierra, para darle una pizca de emoción al asunto. 78 metros con la melena a merced de vientos huracanados, víctima de las fuerzas que se empeñan en poner resistencia a los 134 km/h a los que he decidido precipitarme hacia el vacío.
Reencuentro con la vida
Ya.
Ha pasado lo peor, pero todavía no ha acabado. Son en total 1564 metros de vía, en los que no te enfrentas a ningún looping, por lo que puedes llevar monedas en los bolsillos, pero que se dividen, en su defecto, en cinco enormes jorobas de camello, que en plan técnico están bautizadas como camelbacks.
Casi dos minutos de infarto sobre la montaña rusa más alta, más larga y más rápida de Europa. Dos minutos después de iniciarse el viaje, bajas de allí y te reencuentras poco a poco con la gravedad y con la vida. Estremecido. Acojonado. Pero a los cinco minutos, todos somos un poco así, piensas: “Volvería a subir”.
El arranque es tranquilo, casi todos lo son. “Todo comienzo tiene su encanto”, dijo Goethe. Y puede que sea cierto. Sin embargo, en diez segundos aproximadamente, solo diez, uno ya ha perdido la perspectiva horizontal. Sobre una vía con una inclinación aproximada del 45% las cosas se ven de manera muy distinta; sobre todo las cosas que se van quedando abajo.
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