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Tres vinos y doce ostras: viaje con escalas al suroeste de Francia
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Tres vinos y doce ostras: viaje con escalas al suroeste de Francia

‘Burdeos’. Cuando uno oye esta palabra, ‘burdeos’, la asocia con la ciudad francesa, pero también con un tipo de color que recuerda a zapatos artesanales de

Foto: Tres vinos y doce ostras: viaje con escalas al suroeste de Francia
Tres vinos y doce ostras: viaje con escalas al suroeste de Francia

‘Burdeos’. Cuando uno oye esta palabra, ‘burdeos’, la asocia con la ciudad francesa, pero también con un tipo de color que recuerda a zapatos artesanales de punta, como ésos que se calzan para bailar claqué, y con esos vinos exquisitos de tono intenso y textura aterciopelada que no abundan en las cartas de los restaurantes españoles. El nombre ‘aquitania’ lo emparejamos a una antigua región francesa y a Leonor de Aquitania, reina de Francia, primero, y de Inglaterra después. Así aparece reflejado en los libros de historia. Pero para los viajeros sin prisa, para los epicuros amantes del detalle, Aquitania, además de ser una región que se extiende por el sudoeste del país vecino, con capital en Burdeos y que abarca el País Vasco francés y parte de Gascuña, es, sobre todo, una zona ecléctica a la que acuden surfistas, amantes del jazz, sibaritas de paladar fino y todo aquel con una pizca de savoir faire

 

Las distancias son cortas. Aquitania está a tiro de piedra de España. Después de ser asaeteado a uno y otro lado de la frontera por numerosos y lesivos peajes, el viajero se tropieza con Hendaya, y de ahí a las turísticas San Juan de Luz, Biarritz y Bayona, de enraizado carácter vasco. Destaca Biarritz. Lo hace por su corte aristocrático, por el aire decimonónico de sus calles y edificios (véase el Hôtel du Palais y la Villa Beltza), por su casino art-deco a pie de playa y, en especial, por ese colorido y bien cuidado manto de hortensias, rosas, azules, malva y blancas, que escolta al paseo marítimo y que le dota de ese buen gusto del que adolecen otras localidades turísticas.

No es la Costa Azul. No. Seguramente sea mejor. Aunque arrastra el estigma de ser un destino exclusivista, Biarritz no está tan contaminada por la alta sociedad. Por lo menos ya no. El que hace siglos fuera un puerto conocido por el hábil manejo del arpón de sus pescadores y la caza de ballenas –de las que se comían hasta la lengua, considerado un manjar similar a los sesos de mono que se sirven en algunos países africanos-, ahora es referencia entre los surfistas europeos.

Siguiendo la costa hacia el norte se encuentran Las Landas, un espectáculo natural con una única playa de más de cien kilómetros. Se recomienda recorrerla haciendo escala en localidades tales que Capbreton, Hossegor, Moliets o Mimizan. No hay una carretera paralela a la costa que permita el  viaje, sino que habrá que hacerlo por el interior, un sacrificio que no es tal pues se atraviesan grandes lagos e impresionantes bosques de robles y pinos, un paisaje en el que la bicicleta es la reina, con senderos diseñados exclusivamente para ella que no parecen interrumpirse nunca, y donde el coche es visto como un intruso molesto. Una buena opción para el turismo en familia.

Mejor en casas de huéspedes

 

Lo mejor es dejarse llevar y pernoctar allí donde cae la moneda. En esos casos casi siempre se acierta. Incluso cuando se trata de diminutos pueblos que parecen no existir, con su iglesia cuidada al extremo, su ayuntamiento, su boulangerie, su peluquería –a la sazón lugar de reunión de los vecinos- y poco más. Todo tiene su encanto. No suele haber problema de alojamiento, pues es abundante y sus precios asequibles, aunque el número de estrellas rara vez sirve para determinar la calidad del hotel. Recomendamos las chambres d’hôtes o casas de huéspedes regentados por familias particulares que ofrecen alojamiento y desayuno, gente peculiar con historia propia, como la señora hippie que se resiste a olvidarse de Woodstock o el ex combatiente de la Guerra Civil que guarda un mapa de España y una lagarterana en miniatura en sus habitaciones, y que son como microrrelatos dentro de una novela más amplia, estancias que fomentan la convivencia y enriquecen el viaje, pues son puro terruño, vidas reales que ofrecen hospedaje al peregrino. El precio de las chambres d’hôtes suele ser la mitad que el que se paga en los hoteles.

Pese a los estereotipos que suelen ensombrecer estos viajes, el suroeste de Francia no es una zona cara. Al menos, no más que otras españolas de perfil semejante. Ni en lo que respecta al alojamiento ni en el aspecto gastronómico. La calidad del restaurante medio francés es pareja a la del español. Eso sí, el que es bueno… es que es muy bueno. Todo marcado por esa idiosincrasia refinada y cuasi trascedente que tiñe al país, y que se percibe en su cine, en su literatura y hasta en la forma de servir los cafés. Inexcusable irse de Aquitania sin probar el foie gras envuelto en su grasa o mi-cuit, los caracoles, mejillones en sus diferentes salsas, la lamprea, el entrecotte y, por supuesto, crepes y galettes. Para los golosos, el canelé y el macaron de St. Emilion.

Dirección Burdeos aparecen dos localidades que debemos marcar en nuestro diario de viajes. Por un lado, Biscarrosse, perteneciente a la región de los grandes lagos, turística pero suavemente turística, con su inmensa playa de arena blanca y fina que no parece europea sino caribeña y grupos de música que aprovechan la puesta de sol para improvisar solos de trompeta. Y por otro, la bahía de Arcachon, compuesta a su vez por pequeños pueblos pesqueros con sus tchanquées (cabañas construidas sobre pilotes) y sus barcas sorteando las estacas clavadas en el agua que delimitan las parcelas. Arcachon es conocida por el cultivo tradicional de la ostra (obligatorio pedir una docena y regarlas con vino blanco) y su gran duna de Pyla, de 104 metros de alto.

Una segunda edad de oro

A menos de una hora en coche se encuentra Burdeos, una ciudad sorprendente a la par que fascinante. Sorprendente porque ha experimentando una transformación radical. La imagen de ahora es muy distinta a la preconcebida con la que aterriza el viajero. Desde la llegada a la alcaldía de Alain Juppé, pero sobre todo desde que se iniciaron las obras monumentales en el año 2002, Burdeos se ha lavado la cara, ha emblanquecido sus antes tiznadas fachadas, ha instalado un tranvía (penalizando a los coches, a los que pone parkings en el subsuelo, muchos de ellos gratuitos), ha acondicionado los otrora grises e industriales hangares a la orilla del Garona en animosos espacio de ocio y comercio, y ha logrado mezclar sin altibajos lo clásico (como el Gran Teatro) con lo moderno (como el hotel Seeko’o, con forma de iceberg y donde se sirven cócteles elaborados por los mejores chefs bordeleses). Se puede decir, y se dice, que Burdeos vive actualmente su segunda edad de oro.     

Por ello, hay que reservarse unas cuantas horas para deambular por sus calles, por su triángulo monumental, por la Plaza de la Bolsa, la orilla del Garona, la Plaza de la Victoria, por sus mercadillos y tropezarse con sus animados bares y terrazas frecuentados por estudiantes y por aquéllos que reniegan de las prisas y del turismo a la japonesa, y que prefieren detenerse en los escaparates de las tiendas entre lujosas, kitsch y underground, esto es, tiendas francesas, y sentarse en una de sus soleadas plazas a leer libros usados de páginas amarillentas mientras degustan los caldos de la tierra. Como si el tiempo se hubiera detenido. Por algo Goya eligió esta ciudad para pasar sus últimos días. Quizá fue su último capricho.

Para el viajero de papilas y pituitaria refinadas y amante de los vinos se recomienda un garbeo por St. Emilion, un pueblo medieval rodeado de chateaus que produce un nutrido elenco de caldos de prestigio internacional, sobre todo merlot. También se recomienda llenar el estómago antes de realizar la visita si uno no quiere acabar seriamente perjudicado entre tanta cata y tanto viñedo.  

Como epílogo, como ese cuento que se susurra previo al sueño, no debe faltar una última escala por la Dordogne, a hora y media de Burdeos, un departamento plagado de pequeños pueblos de pavés y calles estrechas sacadas de algún relato medieval, con sus casas color miel casi incrustadas en la roca, sus flores cayendo de las balaustradas y castillos que no parecen reales. Es el caso de Perigueaux, capital de la Dordogne, con su barrio de Puy-Saint-Front y su magnífica catedral románica, o Sarlat, con sus patés y sus mercados de patos y ocas de los sábados, o La Roque-Gageac, situado a los pies de un acantilado y en el que sus casas parecen se vayan a sumergir en el agua. Es uno de los tres pueblos más bonitos del país -junto a Monte Saint-Michel y Rocamadour- quizá porque La Roque-Gageac, como el resto del suroeste de Francia, conserva intacta su ingenuidad. Igual que Peter Pan. Y que siga así mucho tiempo.  

Para más información:

Comité Regional de Turismo de Aquitania

www.tourisme-aquitaine.fr/es/

Página Oficial de Turismo Francés

http://es.franceguide.com/home.html?nodeID=1

‘Burdeos’. Cuando uno oye esta palabra, ‘burdeos’, la asocia con la ciudad francesa, pero también con un tipo de color que recuerda a zapatos artesanales de punta, como ésos que se calzan para bailar claqué, y con esos vinos exquisitos de tono intenso y textura aterciopelada que no abundan en las cartas de los restaurantes españoles. El nombre ‘aquitania’ lo emparejamos a una antigua región francesa y a Leonor de Aquitania, reina de Francia, primero, y de Inglaterra después. Así aparece reflejado en los libros de historia. Pero para los viajeros sin prisa, para los epicuros amantes del detalle, Aquitania, además de ser una región que se extiende por el sudoeste del país vecino, con capital en Burdeos y que abarca el País Vasco francés y parte de Gascuña, es, sobre todo, una zona ecléctica a la que acuden surfistas, amantes del jazz, sibaritas de paladar fino y todo aquel con una pizca de savoir faire

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