TURNING TABLES #3
SACHA HORMAECHEA (RESTAURANTE SACHA) ELIGE LA TASQUERÍA, DE JAVI ESTÉVEZ
“España es un país que vive todo el rato ofendido”
Sacha Hormaechea es toda una celebridad en el mundo de la gastronomía… y también en el mundo del arte y de la fotografía. Se le conoce porque siempre gasta sombrero y por su afilada coleta que, perenne desde que cumplió 16 años, solo se la cortó el día de su boda
Entrevista: Pilar Ortega
Fotos: Olga Moreno
Asistente de fotos: Helena Sánchez
Diseño: Bolívar Alcocer
Sacha Hormaechea es toda una celebridad en el mundo de la gastronomía… y también en el mundo del arte y de la fotografía. Se le conoce porque siempre gasta sombrero y por su afilada coleta que, perenne desde que cumplió 16 años, solo se la cortó el día de su boda. Su restaurante va a cumplir medio siglo y lo heredó de su madre, Pitila, una mujer singular en la época que le tocó vivir y que formó parte también de la historia de la gastronomía española. Sacha es un espíritu inquieto que derrocha cultura, carácter, bonhomía, personalidad, sentido del humor… y buen rollo.
La tasca de los cocineros
La conversación con Sacha se desarrolla de una manera muy informal. Comienza hablando de cómo era su barrio cuando él era un niño (“Se llamaba Corea y la calle Costa Fleming estaba plagada de señoritas malas que fumaban en banqueta”). Después se refiere al Madrid de la época (“Madrid no era tan rancio. Ahora somos más rancios en algunas cosas”). También alude a sus comienzos en la cocina (“Cuando te crías en un restaurante, tu primer deseo es salir corriendo hacia cualquier otro lado”). Y a los clientes que llegaban a almorzar a Sacha (“Venía gente del mundo del arte, de la publicidad, de la literatura, del cine, de la música, del periodismo… Era un restaurante atípico y bohemio. Aquí se fundó el diario ‘El País’ y se han firmado pactos de gobierno”). Y hasta mete en la conversación a Cervantes, Valle-Inclán, Lope, Quevedo, el Lazarillo…
Sacha habla sin parar. Enlaza un recuerdo con otro y los engarza como una filigrana fina. No hay marketing en sus palabras. Lo que cuenta es el resultado de la experiencia de vida de un hombre hecho a sí mismo, que no tiene cuenta de Instagram ni de Twitter ni de Facebook, y que ni siquiera piensa en escribir sus memorias. Dicen que tiene mucho de Álvaro Cunqueiro y es posible que así sea, pues comparte con el escritor gallego las emociones que se despiertan en torno a un plato. En su restaurante siempre intenta que el comensal alargue la sobremesa, “porque ese es el momento en el que pasan cosas”.
¿Qué es lo que más le gusta comer a Sacha y lo que menos?
No me gustan las aceitunas, pero sin el aceite no soy nadie. El aceite jamás falta en mi cocina. No sabría cocinar sin él. No desdeño la mantequilla, pero tengo aceites de todas las variedades. Y cuando viajo, voy cargado de botellas de aceite… y de jamón ibérico. ¿Lo que más me gusta del mundo? Las sardinas y la tortilla vaga, que es uno de los platos emblemáticos de Sacha, junto con las ostras escabechadas, la falsa lasaña y las lentejas.
¿Cuáles son los orígenes de Sacha?
Habría que remontarse a los años 70, cuando mis padres montan un restaurante en Sitges, en la calle Tacó. Estaba en una casa de pescadores maravillosa y fue nombrado el mejor restaurante de la costa española. Pero el mismo año que se abrió se declaró el cólera y hubo que cerrar. Así que volvimos a Madrid y se monta este restaurante en esta zona, porque era muy asequible, era una parte de la lejanía de la ciudad.
La sobremesa es la clave de una comida
Hábleme de cómo era el barrio de su infancia y qué pintaba usted ahí.
El barrio estaba por construir. Se acababa de inaugurar el hotel Eurobuilding, el Ministerio de Hacienda era un descampado donde yo jugaba, la iglesia de San Fernando no existía… Era un barrio para la noche y para el alterne, lleno de músicos y bares donde se servían pintas de cerveza en copas de coñac. Era otro mundo. Y llegaban los americanos de la base de Torrejón. Y cuando viajabas a Galicia, Cataluña o Euskadi y decías que la Coca-Cola salía de un grifo, no te creía nadie. En el barrio se servían tortitas de nata, hamburguesas y perritos calientes. Y eso no se comía en la España de entonces.
Hablamos de los años 70, de un Madrid teóricamente rancio.
Madrid no era tan rancio. Con Franco también había vida, aunque menos evidente, pero sí había lugares. Muy cerca de aquí estaba el Whisky Jazz y el Oliveri, donde se vendían helados italianos. El barrio se llenó de exiliados que llegaron de Uruguay y Argentina. Entre ellos, Guido Castillo, que según Borges era el que más sabía del Quijote, y Juan Carlos Onetti, que se quedó más de 24 horas en el restaurante y hubo que sacarle a la fuerza.
¿Cuándo supo que lo suyo era la cocina?
Yo no quería tener nada que ver con un restaurante, porque sacrificas a la gente que vive contigo: fines de semana, noches, mañanas… Lo normal es que acabes a las 2 o las 3 de la mañana. Esa es la jornada habitual. Por eso, estudiaba y trabajaba al mismo tiempo. Con mi primer dinero, me compré una máquina de escribir, después una cámara de fotos y, casi sin darme cuenta, estaba de aprendiz en ‘Cambio 16’. Debía de tener 16 años. Y desde entonces no he soltado la cámara.
Pero tampoco se desvinculó de los fogones…
Siempre eché una mano, pero entonces estaba más tiempo fuera que dentro del restaurante. Pero mi padre murió y, como soy hijo único, me tuve que implicar en el negocio. Y se produjo una cercanía, aunque compatibilizaba la fotografía con la cocina. Era un momento fascinante, porque entonces empezó a surgir gente que cocinaba de otra forma. Aparecen El Amparo, El Cenador del Prado, Zalacaín, Viridiana… Gente que le gusta leer, que le gusta el cine, que le gusta salir, que son golfos… Gente que tiene una mirada diferente del mundo de la gastronomía.
¿Comienza ahí la gran revolución de la cocina española?
La revolución de la cocina empieza antes, en el Ampurdán, pero la gran revolución la lideran los vascos: Martín Berasategui, Pedro Subijana, Juan Mari Arzak… Y los fotógrafos gastronómicos contamos esa revolución. Fuimos los narradores de lo que estaba pasando en la cocina.
Es la España de la transición…
Sí. Empieza a cambiar todo. En Sacha se funda ‘El País’ y lo cuenta el periodista Juan Cruz. Aquí se hace el pacto, en una comida en la que están Cebrián y Polanco. Y todo eso pasa aquí. Yo he visto pactos de gobierno, porque la política se hacía en las mesas, no se hacía en los reservados…
¿Le han deslumbrado alguna vez los flashes?
Afortunadamente, nunca he tenido los focos delante. ¿Cómo voy a tener ego si soy amigo de la infancia de Juan Mari Arzak? Arzak sí que cambia el concepto de la cocina. O Cándido, que iba por la calle y le pasaba lo mismo que a Chicote, porque salía en el ‘un, dos, tres’. En cualquier caso, en los años 70 y 80, las estrellas eran los peluqueros y luego los diseñadores de moda.
¿Dónde está el marketing de Sacha?
Yo pienso que en mis camisetas, en mi sombrero y en mi coleta. Me la dejé cuando tenía 16 o 17 años y eso era rarísimo. La gente me decía: “Mira, una niña con barba”. Seguramente, el éxito de Sacha radica en que aquí vienen escritores, músicos, cineastas, gente muy interesante. Y también en la semilla que dejó Pitila Mosquera, mi madre, la gran dama del restaurante.
¿Cómo era Pitila?
Yo me la encontraba por las noches de fiesta. Ella me dio las llaves del restaurante y también el carné de Rockola. Entonces, ríete de la American Express o de la Visa Platino… Era mejor tener el carné de Rockola. Y cuando salía con mis amigos, y todo estaba cerrado, entrábamos en el restaurante y asaltábamos el jamón. Le pegábamos hachazos al jamón y cocinaba de resacón con mis amiguetes. Y aquí bebíamos, comíamos y no pagábamos. Eso sí que era ego.
¿Y para cuándo un libro de memorias con todo ese baúl de experiencias?
Los libros son cosas muy serias. Y si te lo hace otro, no tiene sentido. Es como tener una cuenta de Twitter y que te la lleve otro. Yo no tengo ese nivel de presidente del Gobierno. Si escribo un libro, lo haría yo, pero no creo que haya ninguna necesidad. Mi hija se lo sabe todo. Ella me trata como tiene que tratarme, como un imbécil. Está en la edad de verme como un idiota y yo, en la edad de contarle historias. Y ella piensa que me hago el importante. Con eso tengo suficiente. Por eso no tengo Instagram, ni Twitter ni Facebook… Paso muchas horas aquí y si alguien quiere saber de mí, aquí estoy.
¿Qué es lo mejor de tener un restaurante?
El objetivo de un restaurante es que el comensal no pierda el tiempo, y si consigues que lo gane, mejor. Las comidas son instantes fotográficos en la memoria, pero las tertulias son los verdaderos tiempos de tu vida. Y hay que alargarlos charlando, charlando, charlando. Hasta que se pueda, sin prisa. Esos días son grandes y te unen emocionalmente a los tuyos. Y eso pasa siempre en una mesa. Cuando viajamos en el AVE, nadie se comunica si no es en el bar. Porque las mesas y las barras tienen esa capacidad para la empatía.
¿Y qué siente cuando alguien se sienta a la mesa con el móvil en la mano?
Es una actitud mecánica. No importa que el teléfono esté al lado, sino el uso que le das. Si tú tienes los ojos de alguien delante y tu preocupación es ver qué pasa en el móvil, es que tu vida está perdida. Es una ansiedad por vivir la vida de los demás.
¿Cree que España exporta bien su gastronomía?
Nosotros hemos sido unos vendedores infames de nuestra cultura gastronómica. Cuando vas por el mundo, no nos conoce nadie. No hemos colocado ni un solo plato en la memoria gastronómica internacional. Está el tipismo de la paella. Un país que recibe una media de 60 millones de turistas y que ha sido incapaz de vender un botella de aceite es que lo ha hecho mal. Fuimos los grandes revolucionarios después de los franceses y conseguimos que todos pudiéramos acceder a un restaurante, pero fuera seguimos vendiendo nuestro tipismo, en el cual estamos muy cómodos.
¿Cuál sería el escenario de una comida perfecta?
La comida perfecta es la que no te esperas. Es la de ese día que te encuentras con alguien y entras en cualquier sitio y te metes en los espacios de la memoria de tu vida. Por la amistad, por la relación, por cómo lo pasas.
¿Qué le preocupa de la sociedad actual?
La falta de sentido del humor en un país que ha tenido el Lazarillo de Tormes, a Quevedo, a Lope, a Cervantes, a Valle-Inclán… Me da mucho que pensar un país sin sentido del humor, un país que está siempre ofendido. Si alguien hace una pequeña gracia, alguien habrá que hará una tragedia por eso. Los espejos deformantes del Callejón del Gato nos demuestran que no somos perfectos y ahora hacemos de todo un problema. Un problema es que tu médico te diga que mañana no amaneces. Eso es un problema. Lo demás, una circunstancia.
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