El Chepe, lujo sobre raíles: de Chihuahua al Pacífico en el tren más bonito de México
Este ferrocarril de estilo decimonónico aborda uno de los trayectos más espectaculares del mundo: montañas, puentes, desfiladeros y el dramatismo de las Barrancas del Cobre, más grandes y profundas que el Cañón del Colorado
Una arrugada orografía dibuja el paisaje del norte de México, allí donde el murallón de la Sierra Madre custodia el horizonte y el desierto no es una inmensidad de arena, sino un laberinto de pliegues que se pierden y se encuentran de nuevo. Especialmente en Chihuahua, donde se esconde el mayor sistema de barrancos del mundo, el perfil es endiabladamente sinuoso.
En este estado, el más extenso de los 32 que conforman el país (su superficie equivale a la de media España), el yugo de unas montañas, que lo mismo se elevan a miles de metros como después descienden a profundidades abismales, ha dificultado históricamente la integración de las regiones. Hasta que llegó el Chepe, en 1961, y con él la encarnación del progreso.
Noventa años hicieron falta para que este accidentado territorio se viera atravesado por un tren. Con el Chepe se cumplía el sueño de unir Chihuahua con el Pacífico, salvando de forma ingeniosa (y casi milagrosa) las espectaculares barrancas. Esta obra maestra de la ingeniería mexicana acabó dando forma a uno de los trayectos ferroviarios más espectaculares del mundo.
Un viaje de alta gama
Básico y rudimentario en sus inicios, el Chepe se convirtió en 2018 en el sofisticado Chepe Express, un ferrocarril de estilo decimonónico que proponía (ahora sí) un viaje de alta gama. Desde el pueblo chihuahuense de Creel hasta Los Mochis, ya en el estado de Sinaloa, los 653 kilómetros que conforman este recorrido discurren por unos escenarios que no tienen desperdicio.
Unos 200.000 pasajeros emprenden al año el exclusivo viaje del Chepe, al completo o en alguno de sus tramos. Una travesía que asciende desde los apenas cien metros sobre el nivel del mar hasta los 2.400 metros de altura y que, bajo la monótona banda sonora del traqueteo, aborda 86 túneles, cruza 37 puentes y bordea gigantescos acantilados, siempre con una panorámica que corta la respiración.
En el Chepe Express no se pernocta, pero es posible apearse en la estación que se desee y continuar el viaje unos días después para así disfrutar de las paradas e interactuar con la gente local. Sí se puede comer, y además estupendamente. Para ello está el restaurante Urike, comandado por el chef Daniel Ovadía, quien ofrece a bordo un menú que hace honor a la gastronomía serrana del norte del país.
Atmósfera de cine
Suena el silbato, la locomotora dispara su columna de humo y da comienzo la aventura en un medio que encarna, como ningún otro, el romanticismo del viaje, la magia del trayecto en sí mismo. Porque el lujo del Chepe, más que en las fabulosas instalaciones de la primera clase, con su exclusivo vagón-restaurante de techos acristalados, su elegante bar y su terraza abierta, está en la atmósfera que se respira.
Tiene este tren un aire cinematográfico que tal vez le viene de la decoración clásica de los convoyes, o de la propia vestimenta del revisor con su uniforme y su gorra ferroviaria, o del misterio que se le presupone a ciertos pasajeros, muy al estilo de Agatha Christie o Paul Theroux. Todo ello genera un misticismo que enlaza con las historias legendarias de esta tierra que es la cuna de Pancho Villa, de cuya muerte, por cierto, se cumplen ahora cien años.
Pero más que hacia dentro, hay que mirar por los ventanales. Este es el otro lujo del Chepe: los paisajes que se deslizan tras el cristal. Y ello desde el mismo Creel, el punto de partida —aunque también el viaje puede hacerse a la inversa—, acostumbrado al trasiego de los turistas que vienen a subirse al tren. Un municipio catalogado como pueblo mágico y apenas compuesto de una calle principal, ancha y rectilínea, flanqueada por casas de madera que hacen sentirse en una película del Far West.
Encuentro con los ‘pies ligeros’
En Creel, en la antigua estación, conviene visitar el Museo Tarahumara de Arte Popular para entrar en contacto con la etnia que puebla este territorio desde tiempo inmemorial. Estamos en el hogar de los tarahumaras, también conocidos como rarámuris, a los que se les apoda ‘pies ligeros’ por su habilidad para recorrer largas distancias a una velocidad sorprendente. Ataviados con sus trajes tradicionales y sin más calzado que el de los huaraches —una suerte de sandalias elaboradas con goma de neumático—, estos hombres y mujeres que viven ajenos al frenético ritmo de la vida han conquistado ultramaratones en todo el mundo.
Tiempo habrá de verlos en el trayecto del tren. Especialmente a su paso por las Barrancas del Cobre, el gran hito de la ruta, donde siguen viviendo en comunidades entre los fruncidos de las montañas y donde a duras penas conservan su cultura, amenazada siempre por el progreso.
Caminar sobre el abismo
Es a los movimientos tectónicos de hace 20 millones de años a los que debe su existencia esta descomunal red de cañones que toma su nombre de las minas de cobre descubiertas en estos parajes solitarios a finales del siglo XVII. Un majestuoso escenario de más de 60.000 kilómetros cuadrados que llega a alcanzar profundidades de hasta dos mil metros. Muchos no saben que aunque la fama se la lleva el Gran Cañón del Colorado, este desfiladero mexicano resulta cuatro veces más grande y casi dos veces más profundo. Cosas del marketing.
El viaje del Chepe avanza por las Barrancas del Cobre como quien camina sobre el abismo. A ambos lados se alzan agujas de roca, laderas escarpadas en las que la vegetación se hace hueco desafiando la aridez. Pero para apreciar el conjunto en toda su magnificencia está la imprescindible parada de Divisadero. Prohibido no apearse en esta estación y dejar pasar el tiempo en los miradores de Urique, Terecua y Del Cobre, los más escénicos de esta hermosa sinfonía de cañones.
Una arrugada orografía dibuja el paisaje del norte de México, allí donde el murallón de la Sierra Madre custodia el horizonte y el desierto no es una inmensidad de arena, sino un laberinto de pliegues que se pierden y se encuentran de nuevo. Especialmente en Chihuahua, donde se esconde el mayor sistema de barrancos del mundo, el perfil es endiabladamente sinuoso.