Luang Prabang: un viaje en el tiempo a la ciudad que dormita a orillas del Mekong
El corazón histórico de Laos es una joya protegida por la Unesco y uno de los últimos reductos de autenticidad del sudeste asiático. Déjate contagiar por la serenidad absoluta
Como las propias aguas del Mekong, Luang Prabang es un lugar atemporal. Una ciudad detenida en otra dimensión donde la vida discurre silenciosa y discreta, como sin molestar. Ajena a los dictados de la modernidad, todo aquí es de una reconfortante sencillez, la misma que sus países vecinos perdieron a golpe de progreso. Lejos del turismo masivo, de la vida nocturna estridente, de la urbanización desmedida, esta joya de Laos es un oasis de serenidad dentro del trasiego sobresaturado del sudeste asiático.
Situémonos primero en este recóndito país encajado entre Tailandia, Vietnam, Camboya, Myanmar y China, sin una salida al mar que le dé respiro. Un país olvidado durante mucho tiempo que vive hoy un absoluto renacer. Luang Prabang, escondida en un pliegue del norte, fue la antigua capital del reino y hoy es su corazón histórico. Una adormilada ciudad protegida por la Unesco en la que el pulso se relaja hasta alcanzar casi un estado de gracia.
Su posición privilegiada tiene mucho que ver con esta paz. Custodiada por montañas salvajes y acomodada en el recodo que dibuja la confluencia del río Mekong con su afluente, el Nam Khan, su perfil exhibe una belleza única. También su entramado urbano, destruido y reconstruido a lo largo de los siglos, pero sin perder su sabor colonial, aquel que le viene de los tiempos de dominación francesa en que el país formaba parte de Indochina. Calles en cuadrícula, fachadas engalanadas con flores, mansiones antes ruinosas que hoy son restaurantes con encanto y atractivos hoteles boutique, todo en un conjunto armonioso e impecable, dirigido a un viajero exigente con el arte de la buena vida. Luang Prabang nos ofrece —a diferencia del resto de países de la región— deliciosa cocina occidental, vinos selectos, galerías de arte y hasta tiendas sofisticadas.
La ceremonia de las almas
Pese a este perfil internacional, pese a esta vena un tanto sibarita, Luang Prabang mantiene intacta su esencia, una contagiosa espiritualidad que comienza con el Tak Bat, el ritual milenario que acontece con las primeras luces del alba, justo cuando las panaderías desprenden un delicioso aroma a croissant horneado. Tiene lugar todos los días, sin excepción, y es un acontecimiento que atrae a viajeros de todos los rincones del globo.
Y es que todavía hoy, cuando la tecnología eclipsa las costumbres ancestrales, cuando el mundo se mueve a un ritmo trepidante, la ciudad se detiene cada madrugada para celebrar esta ceremonia de las almas: apenas despunta el sol, cientos de monjes de cabeza rapada y túnicas de color azafrán salen a recorrer las calles en ordenada procesión. Al hombro llevan colgando una cesta en la que los fieles —y también los viajeros—, colocados de rodillas sobre la acera, depositan sus ofrendas de arroz glutinoso. Merece la pena darse el madrugón para vivir este momento único. Porque este rito milenario, uno de los más sagrados del budismo, está cargado de un recogimiento que cala hasta lo más profundo.
Con esta inyección de saludable dosis de calma, hay que disponerse a bucear en el misticismo de la que antaño fue conocida como la ciudad de los mil templos. Cuentan que Luang Prabang llegó a acoger hasta un millar, si bien hoy son solo 33 los que dan cobijo a los casi 3.000 monjes que forman parte del paisaje humano como presencias llamativas y silentes.
Una ruta sagrada
Son templos al más puro estilo laosiano, con tejados curvos, fachadas doradas, paneles de teca y columnas bermellón. Algunos, como Wat Xieng Thong, figuran entre los más hermosos de Asia: un conjunto de capillas, stupas y viviendas monacales, con tejados que descienden hasta el suelo e impactantes interiores. Las contenidas dimensiones de la ciudad hacen que, a pie o en bicicleta, se pueda emprender una apacible ruta entre estas joyas históricas. Descubrir, por ejemplo, el Wat Wisunarat, con su colección de Budas dorados que extienden los brazos para llamar a la lluvia. También el Wat Aham, pequeño y colorido. O el Wat Mai, profusamente decorado. O el Wat Choumkhong, con su bello jardín de poinsettias o flores de pascua.
Así, el trayecto culmina en el Palacio Real, la mayor gloria arquitectónica. Un complejo que incluye el Museo Nacional, el Teatro Real y el magnífico Wat Ho Pha Bang, un templo aupado sobre una escalinata y diseñado para albergar una de las imágenes de Buda más reverenciadas del mundo.
Las luces de la noche
No hay otra ciudad con atardeceres tan sangrientos como los de Luang Prabang. Especialmente si se contemplan desde el monte Phu Si, al que se accede tras superar los 328 escalones que trepan hasta una altura de cien metros. En la cima, dominando el valle, aguarda un nuevo templo, el Wat That Chom Si, que emerge como un faro con unas vistas prodigiosas: las de la ciudad silenciosa, cobijada entre los cauces fluviales.
Pero nada hay como asistir al crepúsculo desde las achocolatadas aguas del Mekong a bordo de un barco de madera sobre el que se admira al sol ocultándose tras las montañas. Estas travesías que remontan el río también pueden realizarse a plena luz del día en dirección a las cuevas de Pak Ocu, talladas en acantilados calizos. Al paso de los pueblos ribereños, se podrá ver a los buscadores de oro, revolviendo la arena de la orilla con sus grandes tablas de madera.
Pero volviendo a la noche de Luang Prabang, hay una visita imprescindible: la del Night Market. Puede que sea el más tranquilo del continente. Emplazado en la calle principal, a los pies del Palacio Real, es el sitio ideal para probar la comida callejera y adquirir bonitos recuerdos como pañuelos de seda, lámparas de bambú o mantas del pueblo hmong. Aunque lo más valioso que uno se lleva es la serenidad del lugar, que no ocupa hueco en la maleta.
Como las propias aguas del Mekong, Luang Prabang es un lugar atemporal. Una ciudad detenida en otra dimensión donde la vida discurre silenciosa y discreta, como sin molestar. Ajena a los dictados de la modernidad, todo aquí es de una reconfortante sencillez, la misma que sus países vecinos perdieron a golpe de progreso. Lejos del turismo masivo, de la vida nocturna estridente, de la urbanización desmedida, esta joya de Laos es un oasis de serenidad dentro del trasiego sobresaturado del sudeste asiático.