Homenaje a Salvador Gallego, el cocinero de la Casa de Alba que se hizo con el puesto gracias a su versión de la sopa al curry de Lady Curzon
Impulsado por Mario Sandoval, chefs y periodistas han rendido un merecido homenaje al gran Salvador Gallego, chef de los Alba —entre otros trabajos— y adorado por las élites, de Franco a Ava Gardner, de Richard Nixon a Imelda Marcos
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Jiennense de cuna y madrileño de adopción, Salvador Gallego (80 años) comenzó su carrera en el Hotel Regina de Madrid, donde ganó su primer sueldo. Más tarde trabajó en El Coto, donde se preparaban sabrosos platos para las cacerías que tenían lugar en el Castillo de Muela, cerca de Valdepeñas, a las que asistían Franco y el príncipe Juan Carlos. Allí se servían recetas tradicionales, adaptadas al gusto de los invitados y de la época.
Entre sus recuerdos más vívidos está el haber cocinado para ilustres comensales como Orson Welles, Manolo Caracol o Ava Gardner en la década de los 60, en los restaurantes Los Porches y Valentín.
“Sin cariño, esto no funciona. Puedes tener técnica, disciplina o incluso creatividad, pero si no amas lo que haces, se nota. En cada plato se nota”. —comenta con Vanitatis tras el homenaje de sus amigos, orquestado por Mario Sandoval, recibido en el restaurante Zalacaín—. Es muy difícil compaginar la vida personal con la cocina. Y no solo cuando ya tienes una trayectoria o cierto reconocimiento, como pueda tener yo tras tantos años de búsqueda y entrega. Es difícil desde el primer día. Me gustaría que también se rindieran homenajes a esos pequeños restaurantes sin estrellas, a esas cocineras —como mi abuela o mi madre— que convertían lo sencillo en extraordinario. Ellas hacían magia con ingredientes humildes. Hoy cuesta más mantener esa vocación, porque exige muchas horas, y muchos sacrificios”.
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“Si no amas lo que haces, se nota. En cada plato se nota”, Salvador Gallego
Sobre este merecido homenaje apunta: “Ha sido como regresar a mi juventud, y a estas alturas tiene aún más mérito. La familia Sandoval y la mía hemos caminado juntas durante décadas. Teresa, la madre de Mario, fue el timón que guio a sus hijos, igual que lo fue la mía para nosotros. Entre las dos familias ha habido siempre un afecto profundo. Este homenaje no ha sido solo gastronómico: ha sido un gesto de amistad y memoria”.
“Tuve la suerte de tener una madre que cocinaba como los ángeles —añade Salvador—. Y a ella la enseñó mi abuela, que era una verdadera maga. Trabajó en la casa de los marqueses de La Rambla, los dueños de la platería Meneses. De ellas heredamos un legado de respeto por la cocina y el gusto por lo bien hecho”.
Con 23 años, Salvador Gallego se trasladó al Reino Unido para trabajar en el Grand Hotel de Bristol. Allí introdujo platos como la paella, el cochinillo y la salsa española, convirtiéndose en todo un pionero. Lo mejor de todo es que supo trasladar lo aprendido en el extranjero a la cocina española a su regreso.
En 1968 volvió a España y asumió el cargo de jefe de cocina en el Palacio de Congresos y Exposiciones del Paseo de la Castellana de Madrid. Allí recreó las distintas cocinas regionales españolas y cocinó para figuras como Richard Nixon e Imelda Marcos, entre otros mandatarios.
Su carrera dio un giro en 1970, cuando superó una exigente prueba de acceso a la Casa de Alba. El menú consistió en una sopa anglo-india al estilo de Lady Curzon (consomé con un toque de curry), lubina a la naranja y tarta capuchina. Tras el almuerzo, le ofrecieron el puesto de inmediato.
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La Casa de Alba era, muy probablemente, la residencia con mayor vida social de la capital. Todos sus grandes banquetes estaban guiados por la misma premisa: elaboraciones sofisticadas, sabores caseros.
“La duquesa estaba casada con don Luis Martínez de Irujo. Eugenia era una niña de 4 años, y los chicos aún menores. Había mucha vida en el palacio, muchas cenas y almuerzos importantes. Se cambiaba todo, desde la vajilla hasta los platos. Hacíamos grandes bufés. A ella le encantaban los arroces, no podían faltar nunca. También cocinábamos caza, cuando era temporada. Recuerdo que don Luis me decía: ‘Salvador, tienes que preparar legumbres para los niños’. Pero no les gustaban nada. Uno de los momentos más tristes fue despedirme de él cuando viajó a Houston por su cáncer. No volvió”.
Salvador hacía la compra personalmente y recuerda con cariño como a Juan Carlos y a Sofía, por entonces Príncipes de España, les encantaba su paté de campaña, el pastel imperial (receta de Eugenia de Montijo), las patatas soufflé y las tartas.
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Al comprender que su creatividad gastronómica no podía desarrollarse plenamente en ese entorno, decidió dar un paso al frente y construir su propia carrera. Logró lo que pocos cocineros españoles habían conseguido: formar parte de la plantilla del prestigioso Le Café de París en Biarritz. Allí, integrado en la élite culinaria francesa y a pesar de la soledad, aprendió secretos de alto nivel y cómo se organiza un restaurante con más de 30 empleados. Cada mañana se decoraban las mesas con flores frescas y se cuidaba cada detalle con precisión quirúrgica, como si de una joyería se tratase.
“Si no tienes verdadera vocación, lo mejor es dedicarse a otro menester, porque la cocina exige que pongas el alma”
A su regreso a España, volvió a El Coto, donde organizó bufés con nuevas técnicas y estéticas aprendidas durante sus años viajeros, dotándolos de puestas en escena glamurosas y distinguidas.
"En El Coto se organizaban banquetes inmensos, fiestas que requerían precisión y entrega. Aprendías cada día. Era otra época. Hoy no se dedican las horas interminables que dábamos nosotros, hoy es otra cosa. Si no tienes verdadera vocación, lo mejor es dedicarse a otro menester, porque esto exige que pongas el alma. Los jóvenes que lo sienten de verdad, los que se enamoran del oficio, son los que suben como la espuma. Pero a nadie le regalan nada”.
Más adelante, abrió junto a sus hermanos el restaurante Medinaceli: cocina imaginativa y de producto, en un ambiente elegante y discreto que reunía a intelectuales, aristócratas y políticos, como Tierno Galván, Manuel Fraga o Adolfo Suárez. Allí dio rienda suelta a su imaginación: diseñaba la carta, cuidaba la puesta en escena y creaba platos originales (como la sopa de angulas). Medinaceli cerró sus puertas en 1983, pero los hermanos Gallego siguieron vinculados a la gastronomía, y la saga continuó con los hijos.
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En 1984 le propusieron trabajar en cruceros turísticos rusos de la naviera Morpasflot, que recorrían el Mediterráneo. Compaginó este trabajo con la exploración de las cocinas locales de cada puerto: mercados, tabernas y restaurantes de distintas culturas, cuyas particularidades siguió incorporando a su cocina.
En julio de 1985, abrió en Moralzarzal El Cenador de Salvador, un restaurante familiar con encanto, rodeado de naturaleza. Solo tenía siete mesas. En plena revolución gastronómica, Salvador adquirió rápidamente notoriedad gracias al ambiente señorial, la elegante decoración, los manteles de hilo, las flores frescas, los cuadros y, sobre todo, la calidad de su cocina. Especialmente destacados eran sus platos de caza, elaborados magistralmente. Una cocina clásica con toque afrancesados.
“A mi mujer y a mí nos gustaba mucho escaparnos con los niños en caravana por toda España. Un día llegamos a Moralzarzal, que entonces no tenía más de seiscientos habitantes. Nos ofrecieron una finca y, poco a poco, con mucho esfuerzo, la convertimos en lo que es hoy. Fue nuestra gran aventura. Y seguimos trabajando juntos, en equipo. Igual que los Sandoval”.
Ese pequeño refugio se convirtió en un restaurante de prestigio que consiguió una estrella Michelin en 1993. Aquel joven que partió a Inglaterra con 23 años se había consolidado como referente de la gastronomía española. En 1994 recibió el Premio Nacional de Gastronomía; también ha presidido la Federación de Cocineros y Reposteros de España.
Salvador Gallego, maestro de maestros.
Jiennense de cuna y madrileño de adopción, Salvador Gallego (80 años) comenzó su carrera en el Hotel Regina de Madrid, donde ganó su primer sueldo. Más tarde trabajó en El Coto, donde se preparaban sabrosos platos para las cacerías que tenían lugar en el Castillo de Muela, cerca de Valdepeñas, a las que asistían Franco y el príncipe Juan Carlos. Allí se servían recetas tradicionales, adaptadas al gusto de los invitados y de la época.