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Sin miedo
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ESPECIAL LGTBI: Tribuna de opinión

Sin miedo

Jaime de los Santos, consejero de Cultura, Turismo y Deportes en funciones de la Comunidad de Madrid

Foto: Jaime de los Santos. (Foto: Pedro González / Comunidad de Madrid)
Jaime de los Santos. (Foto: Pedro González / Comunidad de Madrid)

Hay un pequeño dibujo que forma parte del álbum del absolutamente genial Francisco de Goya donde, en su parte baja, a base de aguada de hollín, se puede leer “el Maricón de la tía Gila”. Un personaje grotesco, ataviado con sayas de mujer, ocupa el centro del papel verjurado con gesto desafiante, con mueca de pena y dolor. Maricón, marica, afeminado, fue, en muchos casos, el santo y seña que acompañó durante largas temporadas mi adolescencia, la de jóvenes que, como yo, eran sencillamente distintos. Tiempos en los que grupos de valientes se transformaban en pelotón de fusilamiento, sin que fuera 3 de mayo como en la tela del de Fuendetodos, dispuestos a hurgar en lo más profundo de mi ser.

Años de miedo. De miradas furtivas y risas cobardes. De vergüenza. No querría que se entendieran estas palabras como un alegato victimista; son solo un ejemplo de la exclusión, de la intolerancia y también de la dureza con la que algunos chavales trataban a un semejante que prefería leer a jugar al futbol, que se divertía con su hermana pequeña (jugando a la comba).

Otros tiempos en los que, sin saber bien qué pasaba, me aferré a los más próximos, a quienes siempre tendían su mano. Arropado por mis padres, por mis hermanas y amigas, construí otra realidad, quizás hiperbólica. Terapéutica. Fue el tiempo del teatro, de mi primer contacto con la belleza sensible. Tenía poco más de diez años y subido a un escenario, al fondo de un aula toda guarecida de espejos o bajo el maquillaje torpe del principiante, pude ser yo. Y eso no era bueno ni malo, era liberador.

El teatro y Federico García Lorca

El arte me cambió para siempre. Y si bien es cierto que ya sabía leer, en aquel espacio de libertad, en aquella escuela de teatro, aprendí lo que en verdad había tras las palabras que se engarzaban en páginas hasta entonces silentes, lo que sintieron hombres y mujeres mientras se ofrecían en forma de versos. Conocí a Lorca. El teatro (y Federico) cambió mi vida, la esponjó y ensanchó, me abrió ventanas y cerró puertas (las del miedo) y me ofreció herramientas para ser quien era, para ser quien quería ser.

Subirse a un escenario era como un sueño, un reducto de autonomía y también de autoridad donde solo mandaba el texto, la suprema beldad dramática, donde las afrentas estaban estudiadas. Al dibujito de Goya llegué mucho más tarde, después de años robándole horas a la noche para entender lo que se esconde bajo el intenso dramatismo del 'Descendimiento' de Van der Weyden (tan teatral), tras el gesto adusto de la 'Venerable madre Jerónima de la Fuente', en cada pliegue de la piel de bronce del 'Hermafrodito dormido'; en definitiva, en cada rincón de un museo, el del Prado, que ahora cumple 200 años y que se convirtió en sustituto privilegiado de las tramoyas que me salvaron, en nueva escenografía pero igualmente curativa.

Y es que la cultura es salud, es belleza. Ofrece respuestas y da oportunidades. Nos mejora. Acercarse a ella es vivir más veces. Y yo, como cada uno de nosotros, de todos nosotros, solo quería ser yo. Yo…y también Belisa, Elena Andréievna, Fedra y Medea, Laurencia, Julieta o Bernarda. El arte siempre será un refugio, una vía de escape, pero no podemos dejar de luchar para que cada vez sean menos los motivos por los que huir, menos las razones por las que esconderse. Cuando no haya miedo, quedarán las Bellas Artes y todo será mejor.

Hay un pequeño dibujo que forma parte del álbum del absolutamente genial Francisco de Goya donde, en su parte baja, a base de aguada de hollín, se puede leer “el Maricón de la tía Gila”. Un personaje grotesco, ataviado con sayas de mujer, ocupa el centro del papel verjurado con gesto desafiante, con mueca de pena y dolor. Maricón, marica, afeminado, fue, en muchos casos, el santo y seña que acompañó durante largas temporadas mi adolescencia, la de jóvenes que, como yo, eran sencillamente distintos. Tiempos en los que grupos de valientes se transformaban en pelotón de fusilamiento, sin que fuera 3 de mayo como en la tela del de Fuendetodos, dispuestos a hurgar en lo más profundo de mi ser.

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