María Teresa Campos, la obsolescencia programada
La decadencia es inevitable, pero el ahorro económico, conservar ciertas dosis de autoestima, congregar con la familia y amigos son elementos que no se deben derrochar
Dios inventó la obsolescencia, supongo que para no aburrirse mucho. Hacer un mundo con dos o más humanos y estar pendiente de los mismos durante toda la eternidad hubiera sido un coñazo. El juego de perfeccionar el alma humana a base de prueba y error mediante el método de ver cómo reacciona a determinadas condiciones durante setenta u ochenta años, y luego meterla en otro paquete anatómico y someterle a otras distintas, no parece que funcione bien del todo. Aunque es cierto que los niveles de consciencia personal van, de media y por regiones, en aumento. Cortar cabezas, dejar morir a niños de hambre, robar recursos o aniquilar pensamientos divergentes no parece que esté a la altura de varios miles de años tutelando la reproducción de nuestra especie.
Parece que el Dios que sabe Dios cuál sea ha relajado su supervisión y ha decidido optar más por la cantidad que por la calidad de las almas. O ha encontrado otros mundos más divertidos o ha descubierto el golf. O realmente es que ningún Dios es capaz de hacerse con nosotros.
A ciertos listillos productores de herramientas les pareció buena idea copiar al ingeniero jefe y se dieron cuenta de que la muerte útil de utensilios generan la necesidad de reponerlos. Es gracioso, Livermore significa casi 'vive más'. En este pueblo de California está la famosa bombilla que lleva luciendo casi 120 años ininterrumpidamente en su parque de bomberos. Ahí sigue la tía, con dos watios. Echaron cuentas los fabricantes de bombillas de la época y pensaron que no era tan buena idea hacer bombillas eternas. Se juntaron en el cártel Phoebus y decidieron que al que hiciera unas bombillas que duraran más de mil horas lo electrocutaban. Con decisiones tan eléctricas y medidas tan convincentes calculo que se habrán vendido en el mundo decenas de miles de millones de bombillas. ¡Good for you, Mr Edison!
Efímero, perpetuo
Quiero decir con el ejemplo que, de suyo, casi todo lo importante en esta vida es efímero y que si dura tiende irremediablemente a volverse obsoleto. Y que cuando hemos podido cambiar esto, la avidez económica se ha encargado de perpetuarlo, valga el contrasentido. En el caso de nuestra propia existencia es una ley natural que todos, cumpleaños tras cumpleaños, asimilamos desde pequeños de forma acumulativa. Cuando lo piensas cincuenta veces, tras cincuenta celebraciones con soplado de velas o tirones de orejas, te das más cuenta de que con veinte no eras tan consciente de tu propia obsolescencia. Y cuando ves acercándose los sesenta, caes de golpe en la cuenta. Y empiezas a contar en serio.
No sé si la muerte súbita o imprevista también nos la tienen programada, pero la decadencia física y el decreciente rendimiento del cerebro está claro que vienen de fábrica. Soy de los que piensan que un buen mantenimiento de la maquinaria propia ayuda. Buen combustible, dormir en un confortable garaje y tener acceso a los mejores mecánicos ayudan a nuestro chasis y motor. Mantener tus pensamientos en el lado positivo de la vida ayudan a la electrónica del vehículo que, a cada uno, nos han otorgado para transitar en esta fase de nuestra, espero más larga de lo que parece, existencia.
Lo inevitable y lo necesario
Casi ochenta años tiene María Teresa Campos. Que se sepa, al menos de ellos 65 trabajando. Ameritando prestigio, acumulando audiencias, coleccionando reconocimientos, amasando bienes y recursos estoy seguro que merecidos. Ninguna de esas ingentes cantidades bien ganadas en el tiempo parece que hayan sobrevivido al derroche de la tangerina, que nació en Tánger. La decadencia es inevitable, pero el ahorro económico, conservar ciertas dosis de autoestima, congregar con la familia y amigos (obligatorio conservarlos para afrontar las últimas fases de la vida) cariño, respeto, conversación y diversión son elementos que no se deben derrochar. Y parece que no le queda nada de eso en absoluto.
Viendo estos días en la prensa y en boca de todos los destrozavidas de Telecinco la versión deteriorada de esa famosa, profesional y eficiente 'chica Hermida' que recuerdo de hace décadas, me ha invadido una gran pena. No soy capaz de prestar atención a las causas de sus polémicas, a la razón de su presencia en ese matadero industrial que acaba siendo la prensa y la televisión basura. No soy capaz y no quiero. Me obligaría a analizar los pensamientos y las frases de Jorge Javier Vazquez, y por ahí sí que no paso. Porque estoy convencido de que la exhibición de esa decadencia también ha sido programada. En una sala de redacción habitada por malvados no es tan difícil de orquestar las fases y las frases que lleven a la ruina moral a alguien sometida a ciertas necesidades. Económicas o de ego, me es lo mismo. Es muy ruin tirar de ellas para montar espectáculos por mucho que, hoy por hoy, sean los que más vendan.
La simple lectura de los titulares, la sobreexposición a los medios, lo descarnado de sus confesiones me han llevado a darme cuenta de que la obsolescencia programada, a veces, también viene con defectos añadidos, y lo que debería ser una época de reflexión, orgullo y disfrute antes del final de nuestro definitivo mal funcionamiento se puede convertir en el perfecto desastre que esta mujer está exhibiendo. No sé qué edad tienen las hijas. Me pregunto si su obsolescencia está al acecho. Es la única explicación que tendría a que no pongan más medios para facilitarle a su madre un final más digno y pleno. Sería una justa compensación a todo lo que por ellas, durante tantísimos años, ha hecho.
Dios inventó la obsolescencia, supongo que para no aburrirse mucho. Hacer un mundo con dos o más humanos y estar pendiente de los mismos durante toda la eternidad hubiera sido un coñazo. El juego de perfeccionar el alma humana a base de prueba y error mediante el método de ver cómo reacciona a determinadas condiciones durante setenta u ochenta años, y luego meterla en otro paquete anatómico y someterle a otras distintas, no parece que funcione bien del todo. Aunque es cierto que los niveles de consciencia personal van, de media y por regiones, en aumento. Cortar cabezas, dejar morir a niños de hambre, robar recursos o aniquilar pensamientos divergentes no parece que esté a la altura de varios miles de años tutelando la reproducción de nuestra especie.