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Ese nuestro Luis García Berlanga
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GENIO DE NUESTRO CINE

Ese nuestro Luis García Berlanga

Siete décadas del plan Marshall. Seis del último verdugo y ya cien años de Berlanga. Un siglo de lucidez luchando contra la censura de seis décadas distintas

Foto: Luis García Berlanga. (Ilustración: Jate)
Luis García Berlanga. (Ilustración: Jate)

Ese ver lo que no vemos. Ese saber lo que pasa y con sutileza contarlo. Ese mundo tan, tan propio y a la vez tan compartido. Esa visión tan qué horror y a la vez tan asumida. Ese, su mundo interior, señalando nuestras vidas. Esas escenas de oro, pan nuestro de cada día. Ese verdugo hecho icono que necesita consuelo. Ese político perverso, por detrás siempre pagado. Ese empresario a la caza de ventaja y conveniencia. Ese esperar entre todos la salvación con promesas que nacieron siempre falsas y vienen, nunca hay opción, de imaginarios fondos -bajos fondos- extranjeros.

Esa actualidad perenne que hace siglos nos persigue. Ese blanco y negro eterno, triste y siempre descarnado. Contemporáneo contraste al fin, al cabo. Plano, demacrado, engañoso, empeñado en el pasado. Esa contumaz pelea entre la realidad intensa, espesa y llena de fallos y el cielo limpio y precioso, perseguido y esperado, de quien se monta películas apenas cada dos años.

Foto: El cineasta, en una imagen de archivo. (CP)

Siete décadas del plan Marshall. Seis del último verdugo y ya cien años de Berlanga. Un siglo de lucidez luchando contra la censura de seis décadas distintas. Esos pasodobles tristes en mitad de las comedias, esas coplas tan alegres hasta en las peores tragedias. Esas vacas embistiendo hambres de rojos y azules. Esa muy partida España. Ese futuro improbable y demasiado certero. Ese socarrón fenicio que nos contó casi todo. Esas profecías tan tristes. Ese espíritu diletante que miró el Mediterráneo desde la centralidad de Castilla. Esa radiografía certera de fracturas, de tumores, plasmadas en celuloide.

placeholder Fotograma de 'El Vergudo', de Berlanga.
Fotograma de 'El Vergudo', de Berlanga.

Ese barbas socarrón de quien celebramos universo y casi siglo ya juntos. Ese bendito Berlanga que hoy, por unos minutos, por variados titulares, por tan distintos intereses, casi consigue –canalla- ponernos a todos de acuerdo en tiempos de evidenciar que en nada queremos estarlo. Ese inconformista modesto que, ya muerto y ya en el cielo, en los cinéfilos altares reconocimiento, con su talento, tan claramente reclama.

Ese que era a la vez historiador y forense de la España viva y muerta. Fotógrafo, retratador. Futurólogo impenitente. Burlador de quien mandaba. Precursor de lo imposible. Sarcástico hasta su muerte. Irónico con su legado.

Ver el mundo que él veía hoy es signo de cordura. Esa corriente imprevista de celebrar su avenida -hoy está haciendo cien años- alimenta la esperanza de suficientes templados que, olvidando camisetas, sectas, equipos y bandos, aumentan la clarividencia y dan margen y cordura al sempiterno debate que a Iberia frena en conjunto.

Quizá seremos aún, muy demasiados los pocos, capaces de aunar con rigor criterios y sensateces para poder proclamar qué es lo que hacemos tan bien, o tan mal según las veces.

Más debemos reclamar ver juntos todas sus escenas, quitarnos tanto ropaje, suprimir antecedentes, olvidar las gravedades y, reconociendo defectos, dejarnos identificar en todos sus personajes. Cada cual asuma el suyo, y el de todos sus compañeros.

Vivir, sufrir y soñar, y buscar la convivencia. La aceptación, el perdón y, por qué no, la indulgencia. No ponernos tan tristes con los vivos y, si fuera necesario, reírnos también de los muertos.

placeholder Luis García Berlanga tras recoger el Goya al Mejor Director por la película 'Todos a la cárcel'. (EFE)
Luis García Berlanga tras recoger el Goya al Mejor Director por la película 'Todos a la cárcel'. (EFE)

Ese español hipotético capaz de mandar matar a quien jamás mataría. Ese buscón quevediano de querer vender la tierra a promesas extranjeras por beneficio minúsculo, siempre que, aun tan pequeño, acabara siendo suyo. Ese asomarse al abismo de nuestras propias miserias. Ese agarrarse al humor para evitar el despeño. Esos personajes suyos, personas de aquella España, que hoy, con otras corbatas, otros trajes y otras mañas, siguen haciendo valor de la escasez de su escrúpulo. Esos, ayer gobernador, hoy concejal taciturno. Esos verdugos con flema, hoy tertulianos iracundos, que, prohibido el garrote vil, te matan con suposiciones, te ahorcan a golpe de tuit, te electrocutan en público. Esa gente del sistema que, parece que hace mil años, nos mostraban su evidencia en sus trajes y en su argot, y que hoy, con perfil falso y avatares tuneados, mueven igual de perversos voluntades y conciencias. Del miedo de salir de casa en aquellos años cincuenta por si hablabas demasiado, al miedo a no tener de qué hablar si ayer apagaste la tele o el móvil porque querías simplemente conversar con cualquier de tus congéneres.

No creo que hayan cambiado las cloacas del estado, las orquestadas cacerías, ni las influencias o tráficos. Ni creo que pueda contarse hoy -maldita autocensura- con tanta verdad y sutileza como nos contó Berlanga. Con tanta tragicomedia, con tanta desesperanza. Humor para soportarnos. Chiste para el disimulo. Chanza para el egoísmo. Broma y nos sentimos otros.

El tiempo rezuma la crítica. Destila la rebeldía. Y hoy vemos en su cine, más allá de la sonrisa, la tristeza de una época especialmente sombría. Escondida en la jarana crece con la distancia el sutil inconformismo. Chacota que da contraste a la afligida idiosincrasia, fruta madura -que no dulce- de nuestra histórica, histérica y legendaria mezcolanza.

placeholder Luis García Berlanga en una imagen de archivo. (EFE)
Luis García Berlanga en una imagen de archivo. (EFE)

Hay que adorar a Berlanga. Cumplió el siglo necesario para trascender a la crítica basada en los intereses. Aprovechemos el candor de sus tres o cuatro chistes hoy por todos aceptados para profundizar, sin hacer sangre, en la herida que no cierra. La herida de las buenas diferencias que, aunque algunas veces nos enfrenta y de cuando en cuando nos colapsa, nos hizo tantas veces grandes a los ojos de otras tierras. Y sin duda nos hará, resueltos malentendidos.

Siempre tendremos verdugos orgullosos de su profesión –el Amadeo de Isbert-; siempre nos quedarán nobles coleccionando conquistas–el Marqués de Leguineche de Luis Escobar-; siempre tendremos catalanes vendiendo telefonillos –el Jaume Canivell de Sazatornil-; siempre pediremos recursos para proyectos inviables. Don Pablo –Isbert- alcalde de Villar del Río, en plena estepa castellana, quería recaudar dinero para tener propia playa. ¿De verdad estamos tan lejos de la España berlangiana?

Ese ver lo que no vemos. Ese saber lo que pasa y con sutileza contarlo. Ese mundo tan, tan propio y a la vez tan compartido. Esa visión tan qué horror y a la vez tan asumida. Ese, su mundo interior, señalando nuestras vidas. Esas escenas de oro, pan nuestro de cada día. Ese verdugo hecho icono que necesita consuelo. Ese político perverso, por detrás siempre pagado. Ese empresario a la caza de ventaja y conveniencia. Ese esperar entre todos la salvación con promesas que nacieron siempre falsas y vienen, nunca hay opción, de imaginarios fondos -bajos fondos- extranjeros.

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