Pau Gasol, el elegido
Nunca fue un deporte fácil. Meter por un espacio de cuarenta y cinco centímetros un balón de casi veinticinco, pruébenlo, no es tan sencillo
“¡Alto… ahí!” Gritó el cura enérgicamente. Y tímidamente se colocó en el grupo de baloncesto de la clase de gimnasia. Pau miró por un instante con envidia a los chicos del voleibol pero acató de buen grado la dictadura del percentil.
Sus más de cuarenta centímetros de diferencia apuntalaron la determinación del nuevo profesor de educación física que, más físico que educado, no consiguió recordar el nombre de aquel chavalín el primer día de colegio. Tampoco contempló posibilidad alguna de discutir con aquel niño elongado su predilección por jugar con sus mejores amigos. Todos habían optado por el voleibol. La decisión estaba tomada.
El Col Legi Llor no volvería a perder un solo partido de la liga escolar, parecía afirmar el ambicioso brillo en los ojos de Don Félix. Dos minutos de pachanga bastaron para que el competitivo curilla grabara a fuego el nombre de Pau Gasol en su cerebro de frustrado entrenador. Y dos meses de competición bastaron para que la frustración volviera para quedarse de por vida cuando le comunicaron que el Cornellá se llevaba a las canteras del Barça a aquel base quinceañero de metro ochenta de altura y kilómetros de talento.
Pocas veces eliges tú el baloncesto. El baloncesto te elige a ti. No es un deporte democrático. No puede jugar cualquiera. Si tu percentil supera el noventa y tu padre está a otras cosas tienes todas las papeletas para enfrentarte a una canasta. Muy pocos bajitos juegan. Y tienen que ser obstinados y rapidillos. Y muy pocos altos juegan a otras cosas. Aunque esto cambiará si la cadena alimenticia sigue traspasando a nuestros hijos las guarrerías que les damos a los cerdos, vacas o pollos para volverlos ciclópeos, haciendo a la vez a nuestros deportistas un auténtico ejército de cíclopes con dos ojos.
Gran deporte, el baloncesto. Con la gente más crecida y el aro a la misma altura, la competición se complica. Nunca fue un deporte fácil. Meter por un espacio de cuarenta y cinco centímetros un balón de casi veinticinco, pruébenlo, no es tan sencillo. Inténtenlo en sus casas. Empiecen tirando a un metro y den un paso atrás después de cada intento. A una distancia ridícula empezarán a abundar los fallos.
Todo parece más fácil antes de practicarlo. Ahora, entendida la precisión necesaria para tan sencillo logro, realicen la siguiente abstracción. Pongan el aro a más de tres metros y llenen la pista de atletas afroamericanos supervivientes de los peores institutos y los más conflictivos guetos. Pero no paren ahí. Para hacer aún más entendible la dificultad a la que se enfrentarían en su supuesto profesionalismo, doten a sus contrincantes, los pocos elegidos que lleguen a la universidad, de los mejores métodos de entrenamiento, las mejores instalaciones, coach, psicólogos y fisios, charlas tácticas multimedia, estadísticas explicativas y una liga juvenil realmente competitiva en la que foguearse -La liga universitaria americana, la NCAA, tiene 68 equipos, recibe al año casi 1.000 millones de dólares en derechos de televisión, y su final supera con frecuencia en audiencia a los mejores partidos de la NBA-
Pero esperen que aún hay más. Incorporen a la cancha además a los mejores jugadores del mundo. Los más talentosos de cada país en su mejor momento deportivo y pásenles también por el filtro de una maquinaria perfecta en la sublimación de sus cualidades deportivas. Metan millones de dólares, espectadores, apuestas, marcas publicitarias y leyendas presionándote en el momento de lanzar el balón a la cesta. Y metan también kilómetros entre partido y partido. Millones. Más de dos concretamente que son los que se hacen los equipos de la NBA en una temporada. 86.000 solo los Warriors. Casi 70.000 kilómetros los Lakers.
Metan a la prensa escrudiñando cada segundo de tu rendimiento, sabiendo mejor que tú cómo tiras desde lejos, en qué minuto más fallas, a quién o a quién no le sueles pasar la pelota, cuánto corres, cuánto saltas. ¿Aún les parece esto poco?
Pues si aún creen que podrían hacer algún día algo parecido, intenten hacerlo seguido durante dieciocho años. Y destaquen. Y conviértase en referencia. Y sabiendo lo imposible de semejante logro, intercalen los mundiales, olimpiadas y europeos. Eso sí, ganen al menos dos anillos, un mundial, tres europeos y tres medallas olímpicas. Y si aún les quedan fuerzas, tengan una fundación, funden una gran familia, no se olviden de Unicef, viajen a apoyar a España y caiga bien a todo el mundo. Y si le quedara tiempo libre, haga amigos tipo Nadal, Sergio García o Kobe Bryant.
Ahora miren esa cesta a dos metros en su cuarto y piensen en aquel chaval que apuró su formación en su ciudad natal porque allí era donde quería demostrar su compromiso y acreditar su valía. Intenten un último tiro en la soledad de su casa y visualicen su camiseta elevándose a los cielos del sagrado Staples Center. El 16 de su alma que no va a bajar jamás porque así lo ha decidido por unanimidad el mejor equipo del mundo. Aguante la lagrimilla, recoja el balón del suelo y salga a aplaudir a la ventana por si Gasol escuchara. O aficiónese al baloncesto, que es otro modo de homenaje. Compre una entrada para cualquier próximo partido. O lleve a su hijo a una cancha. Disfrute de una pachanga, trate de practicar unos tiros jugando al “veintiuno” o retándose a un “obligado” o tratando el imposible de meter algunos triples. Disfrute del baloncesto como homenaje a este monstruo que tanto nos ha hecho parecer mejores de lo que somos.
El baloncesto te elige pero eso, en ningún caso, logra hacer asequible semejante y universal triunfo. La altura física no basta. Hace también mucha falta una gran altura de miras. Por ser un deporte de equipo y ser un deporte con clase. Porque atacas y defiendes. Porque corres que te matas. Un deporte de gigantes que hay que mirar de cerca. Una actividad física donde las décimas cuentan. Una pelea constante para que no te la cuelen. Un deporte donde no conservas el balón más que segundos. Donde tienes limitado hasta el número de faltas. Donde durará para siempre la admiración y el respeto a ese espigado chaval que tan feliz nos ha hecho. Lo siento por el voleibol, pero qué alegría por el baloncesto.
“¡Alto… ahí!” Gritó el cura enérgicamente. Y tímidamente se colocó en el grupo de baloncesto de la clase de gimnasia. Pau miró por un instante con envidia a los chicos del voleibol pero acató de buen grado la dictadura del percentil.