Crimen y castigo en Puerta de Hierro: lo que ocurrió el 24 de octubre de 2017 entre Vargas Llosa e Isabel Preysler (y todo lo malo que vino después)
Si el crimen fue la ruptura, el arma fue necesariamente el aburrimiento. A medida que avanzaba la relación, los días en la casa de Puerta de Hierro se convirtieron en años
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Puerta de Hierro, Madrid, 24 de octubre del año 2017. Aquella mañana de otoño, el sol entraba despacio en el chalé de Isabel Preysler, como si él también supiera que en ese lugar todo tenía su ritmo, su cadencia, su ceremonia. La señora de la casa casi nunca madruga. No por pereza —dicen quienes la conocen—, sino por operatividad, ya que es un animal nocturno, que lee y conversa por la noche con sus hijos y nietos, algunos sitos en Miami, a seis husos horarios de distancia. Pero quizá también por elegancia. El mundo, si ha de entrar en su casa, debe hacerlo con el reloj rendido a los dos dígitos y el sol en su punto más alto.
Esa mañana, hasta el jardín estaba perfectamente peinado. Ni un arbusto fuera de lugar, ni una arruga en la alfombra. La casa, como ella, estaba lista sin parecerlo. A las once en punto —tal como figuraba en el call shift que habían recibido todos los interesados unos días antes— la puerta del chalé se abrió con la puntualidad de un telón y, uno a uno, los miembros del equipo de Harper’s Bazaar España fueron entrando como si pisaran un escenario más que un chalé. Isabel los recibió como quien abre su hogar, pero no del todo su mundo. Mario, por su parte, se mantuvo en todo momento en el extrarradio de la escena, como una sombra ilustre. Saludó con cortesía, se dejó guiar después, ya iniciado el shooting, hacia donde le indicaron, consciente de que ese día, aunque él era parte del retrato, el foco no le iluminaba. Estaba allí como un pequeño adorno de mármol en un salón con columnas también de mármol, ya perfecto, y lo aceptaba con una mezcla de ironía y resignación. Quizás incluso con ternura.
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A su lado, Isabel ayudaba a ajustar el ángulo de la luz, el encaje del vestido, el gesto sutil de quien sabe que será mirada y, más aún, interpretada. Todo estaba acordado: el fotógrafo, los estilistas, las flores frescas en un jarrón italiano... Nada quedaba al azar en esa coreografía del artificio, donde incluso lo espontáneo debía parecer cuidadosamente ensayado. Y, sin embargo, en medio de esa escenografía, había algo auténtico. Una complicidad sin palabras entre ellos, una calma extraña que a veces ocurre cuando dos personas, viniendo de mundos distintos, se reconocen en el mismo exilio. Él, Nobel de literatura. Ella, reina sin corona del papel satinado. Y, de repente, los dos juntos, los dos a la vez, como si el reportaje fuera solo una excusa para existir durante unas horas bajo la misma luz, en el mismo universo.
Algunos de los allí presentes, pasados los años, aseguran haber visto a dos seres profundamente enamorados que habían decidido aceptar y adentrarse hasta la cocina en el, al menos por entonces, fascinante mundo del otro. Llosa estaba posando aquella mañana de octubre para una revista de moda con intención de agradar a su pareja, con la que en ese momento apenas llevaba dos años, y ella le correspondió con una conversación de altura en medio de aquella sesión de fotos que dejó a todos los allí presentes ojipláticos por un momento.
¿Dostoievski o Tolstói? Ese fue el debate entre ambos, con Preysler demostrando una vasta cultura soviética, en un partido de tenis de mesa sin precedentes sobre el tapete de la estepa rusa entre los partidarios de Eduardo Sánchez Junco y Alfred Nobel. La historia de la novela rusa iluminada de repente por el cañón de luz de un fotógrafo de moda. El continente y el contenido que resume el conflicto central del romance entre el escribidor y la socialité condensado en una metáfora perfecta que ni el mismísimo Woody Allen hubiera sido capaz de imaginar. Crimen y castigo en Villa Meona.
El Crimen
¿Que qué paso después, si estaban tan enamorados? “Lo mismo que ocurre siempre”, nos narra un viejo conocido de Llosa. “Que la fascinación fue dando paso al tedio y al aburrimiento. Algunos han culpado a los celos de la ruptura, pero los celos son un commodity, siempre están, siempre se les espera; lo que no esperas es aburrirte como una ostra, y eso les acabó pasando a ambos”, concluye.
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El arma
Si el crimen fue la ruptura, el arma fue necesariamente el aburrimiento. A medida que avanzaba la relación, los días en la casa de Puerta de Hierro se convirtieron en años. Un amigo de la pareja narra así una jornada cualquiera: “Él se levantaba casi de madrugaba para dar un largo paseo, desayunaba leyendo los periódicos y se metía en la biblioteca que otrora fuera de Miguel Boyer las horas muertas, con objeto de escribir la que a la postre sería su última novela, ‘Le dedico mi silencio’, un título con cierto ánimo de revancha, qué duda cabe. Cuando el escritor tenía ganas de comer, su pareja acaba de desayunar. Y cuando a él le entraba sueño, ella estaba desperezándose, como quien dice. Se convirtieron en dos desconocidos viviendo bajo el mismo techo”.
El Castigo
A lo largo de su relación con Preysler, que concluyó en el mes de diciembre de 2022, la familia de Vargas Llosa mantuvo una postura distante. Sus tres hijos le veían de vez en cuando, pero nunca cuajaron del todo con el clan Preysler, lo cual ayudó a dinamitar llegado el momento aquella relación de mínimos. Una portada de ella en Hola anunciando la ruptura al albor de la Nochebuena hizo el resto. Ese fue quizá el castigo: narrar a los cuatro vientos un supuesto ataque de cuernos del literato por las salidas nocturnas de la reina de corazones. Él respondió negando la mayor, huyendo de España y dedicándole su último libro, para certificar con letra indeleble lo que debía ser considerado como un error a los ojos de la historia.
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Anything else
Viajemos ahora en el tiempo al 13 de abril de 2025, día en el que fallece el escritor a los 89 años de edad. Mario Vargas Llosa, figura omnipresente en la vida pública y literaria durante las últimas siete décadas, transitaba durante los últimos meses por una existencia más sosegada, casi contemplativa. Silenció el bullicio de los compromisos, entregándose al placer quieto de la lectura, aunque apenas posaba ya su pluma sobre el papel. A su alrededor, un círculo íntimo velaba por su bienestar: su ex esposa Patricia, que regresó a su lado sin intención alguna de asomar bilis por las ventanas del despecho, y un equipo de enfermeros que no se apartaba de él.
— Álvaro Vargas Llosa (@AlvaroVargasLl) March 29, 2025
Su salud fue custodiada con celo por un cuerpo médico diverso y cosmopolita, que monitorizaba cada detalle con la misma meticulosidad con que otrora él diseccionó el alma humana en sus novelas. La red de médicos —tejida a lo largo de décadas y ciudades, desde Lima hasta Nueva York, pasando por Madrid— ha sido parte de su vida itinerante. Aunque muchos en su entorno conocían exactamente la naturaleza de los males del escritor, nunca hubo intención de comunicarlos al resto de los mortales. La familia ha guardado con celo el diagnóstico de la despedida para no opacar el legado del genio. El día de su muerte, al recibir las condolencias de quienes conocían el viacrucis por el que ha pasado Llosa en estos últimos compases de su vida, los familiares agradecían el hecho de que ahora descansase en paz.
Con su nieto Leandro, en Cinco Esquinas en Barrios Altos (donde aparece un cadáver y viven dos protagonistas en la novela), paso por la inaccesible casa donde nació Felipe Pinglo (Le dedico mi silencio) y la Quinta Heeren (gracias, administrador, por el acceso). pic.twitter.com/CdL0D8zFVG
— Álvaro Vargas Llosa (@AlvaroVargasLl) March 26, 2025
En este tiempo, empujado por una fuerza nostálgica, el escritor ha vuelto sobre sus pasos, recorriendo Lima como quien repasa los capítulos de un libro ya escrito. Acompañado por su hijo Álvaro, se detuvo frente al antiguo bar La Catedral, hoy cerrado y ruinoso, convertido en eco de lo que fue. Allí, en ese espacio derruido, aún parecían habitar los espectros de personajes como Zavalita y Ambrosio. Álvaro inmortalizó el momento en una fotografía que subió a redes con un pie que parecía un susurro: “55 años después, retorno al (ex) bar La Catedral, en busca de los fantasmas”.
También cruzaron las puertas del Colegio Militar Leoncio Prado, donde el joven Mario sufrió, observó y escribió mentalmente ‘La ciudad y los perros’ mucho antes de que el manuscrito tomara forma. Estas visitas no fueron meros homenajes, sino rituales de memoria, intentos por aferrarse a los lugares donde el escritor se hizo hombre y narrador. También un acto de amor de su familia, que buscaba mantener viva su conexión con el pasado, con los escenarios que dieron carne y hueso a sus ficciones más intensas.
Penal de Lurigancho y alrededores, escenarios (cruciales) del último capítulo de "Historia de Mayta". pic.twitter.com/tfKtB63koa
— Álvaro Vargas Llosa (@AlvaroVargasLl) February 9, 2025
La fiesta del Chivo (expiatorio)
En esta historia, la gran perjudicada en silencio ha sido Patricia, esposa, prima carnal y ama de llaves de Mario Vargas Llosa. Corría el año 2015 cuando ambos, después de medio siglo de vida compartida, decidieron separarse. Fue una ruptura que dejó perplejos a muchos, y más aún cuando apareció en escena Isabel Preysler, con quien el escritor vivió una relación pública y apasionada durante más de siete años.
Tras esa ruptura, en medio del silencio que sigue a los amores que se agotan, Patricia regresó. No como un fantasma del pasado, sino como una presencia renovada. Aunque no se ha certificado una reconciliación sentimental, sus gestos hablaban el lenguaje de los afectos duraderos, da igual la naturaleza de los mismos. En estos últimos meses han compartido travesías por Grecia, Sicilia, Lima y París, y, además, Patricia le abrió nuevamente las puertas de su hogar limeño, permitiéndole trabajar en su despacho frente al Pacífico. Como si el mar, testigo de tantos silencios, fuera también cómplice de esta nueva cercanía. “El viaje a Grecia el pasado verano, junto a Patricia, todos sus hijos y nietos, cabe interpretarlo como una despedida conjunta al genio”, nos narran fuentes cercanas.
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En 2023, Vargas Llosa publicó ‘Le dedico mi silencio’, una novela que vibra con los acordes nostálgicos de la música criolla. Lo curioso es que esa obra —escrita durante su vínculo con Preysler— está supuestamente dedicada a Patricia. Un acto de reconocimiento, de gratitud, quizá de amor. Un lazo que ni el tiempo ni las distancias han logrado desatar del todo. La novela, a través de su protagonista, un escritor enamorado de la música de su tierra, deja entrever algo más: la necesidad de rendirse, una vez más, una última vez, al embrujo de lo que alguna vez fue.
Y ya no será. Descanse en paz.
Puerta de Hierro, Madrid, 24 de octubre del año 2017. Aquella mañana de otoño, el sol entraba despacio en el chalé de Isabel Preysler, como si él también supiera que en ese lugar todo tenía su ritmo, su cadencia, su ceremonia. La señora de la casa casi nunca madruga. No por pereza —dicen quienes la conocen—, sino por operatividad, ya que es un animal nocturno, que lee y conversa por la noche con sus hijos y nietos, algunos sitos en Miami, a seis husos horarios de distancia. Pero quizá también por elegancia. El mundo, si ha de entrar en su casa, debe hacerlo con el reloj rendido a los dos dígitos y el sol en su punto más alto.