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"Y que nos salgan con facilidad"
  1. Gastronomía

"Y que nos salgan con facilidad"

En la, digamos, austera España de los 50, cuando la televisión era sólo un sueño, uno de los personajes de historieta más populares era el entrañable

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"Y que nos salgan con facilidad"

En la, digamos, austera España de los 50, cuando la televisión era sólo un sueño, uno de los personajes de historieta más populares era el entrañable Carpanta, obsesionado por la comida o, mejor dicho, por la falta de comida, cuya mayor ilusión era poder zamparse un pollo asado.

Hoy, el maestro Josep Escobar tendría que atribuir a un hipotético personaje un ansia de carácter bien distinto... aunque igualmente relacionada con la comida, sólo que, en este caso, el problema no sería hacerse con ella, sino deshacerse de lo sobrante. Si la sociedad española de mediados del siglo pasado era una sociedad hambrienta, la de principios de éste parece ser, más bien, una sociedad estreñida, en la que la comida ha sido sustituida como obsesión por la estética y la salud, vamos, el cuerpo "diez".

Si aceptamos, como parece lógico, que la publicidad es un reflejo de la sociedad a la que se dirige, veremos que hoy, aquí y en todo el llamado "primer mundo" -¿cuál será ahora el segundo?-, preocupa muchísimo el estado físico y, dentro de él, lo relativo a la alimentación y a la buena forma.

Si se fijan ustedes, en televisión aparecen más anuncios de productos que preconizan "una alimentación sana" que de colonias en Navidad. Sucede que las perspectivas que ofrece esa vida "sana" no son precisamente atractivas: hay que machacarse hasta la extenuación en el gimnasio en búsqueda de esas metafóricas "tabletas de chocolate" -metafóricas, porque las otras, las de verdad, ni probarlas-, además de beberse un montón de litros de agua -¡agua!- al día y comer, como los grillos, cantidades ingentes de lechuga, a poder ser sin más aliño que una gota de aceite y, desde luego, sin sal, con lo que cometemos el disparate conceptual de llamar ensalada a algo que carece del elemento que le da nombre: la sal.

Nuestra dieta, al parecer, tiene consecuencias poco deseables en nuestro aparato digestivo. Empezamos con la acidez de estómago, malestar para el que se anuncia una variada batería de medicamentos que hacen que veamos como algo del paleolítico inferior al bicarbonato de sosa de Torres Muñoz que antes le suministraban a uno, sin que a nadie le pareciera raro, en bares y restaurantes.

Otro problema: la aerofagia. Hay qué ver cuántos productos aparecen en la tele de los que se asegura que son un remedio eficaz para evitar o eliminar esos gases que tanto molestan al afectado... o, en caso de expulsión por las vías naturales, a quienes lo rodean.

"Facilitar -o regularizar- el tránsito intestinal".

Pero la palma se la llevan los productos dirigidos a ese eufemismo tan bonito que es "facilitar -o regularizar- el tránsito intestinal". Aquí, al parecer, no evacúa por las buenas casi nadie, de modo que hay que proporcionarle ayudas para vencer eso tan molesto que conocemos por estreñimiento. Por cierto, para ciudadanos viajeros: estreñido, en francés, se dice 'constipé', así que tengan cuidado con lo que dicen en una farmacia del país vecino si lo que quieren es un remedio para un leve resfriado.

Tranquilos: ahí tienen ustedes el bombardeo publicitario. Lo más suave, los anuncios de yogures con bífidus activo -¿hay bífidus pasivos?- u otra bacteria que cuide la flora intestinal y, al mismo tiempo, fomente los movimientos internos encaminados a deshacernos con facilidad de lo sobrante. Si no fuere suficiente, ahí tienen ustedes la amplísima gama de cereales ricos en fibra, que además de servir para incrementar los ingresos de los descendientes de H.K. Kellog tienen, al parecer, la virtud de regularizar en un par de semanas la eliminación de residuos digestivos, tomados con regularidad como desayuno... e incluso, nos aconsejan ahora, como cena. Normal: cenando sólo eso, poco habrá que evacuar.

Si todo esto falla, estén atentos a los anuncios de laxantes boticarios al modo clásico, desde una infusión que habrán de tomar con regularidad hasta unas píldoras o un jarabe en casos de contumacia. Para casos muy urgentes y tenaces, puede aparecer de vez en cuando el anuncio de unos conocidísimos supositorios de glicerina que normalmente precipitan la evacuación. Y, como último recurso, se anuncian unos enemas de bolsillo o, mejor, de bolso, que toda ciudadana estreñida debe llevar encima cuando se va de viaje, por si las moscas, y que es de esperar que produzca a la afectada efectos menos contundentes que los que cuenta Quevedo desencadenó la que la vieja tía del licenciado Cabra suministró al Buscón en su pupilaje.

Hace unos cuantos años, en las fiestas de la pintoresca localidad navarra de Ujué, cuya máxima especialidad gastronómica son las migas, que allí hacen realmente bien, el párroco, antes de empezar el banquete colectivo, pidió permiso para bendecir la mesa, y lo hizo así: "Señor, te damos gracias por los alimentos que vamos a comer. Haz que nos entren con felicidad, y nos salgan con facilidad". No sé qué habrá sido de aquel cura, si aún vive o no; pero, desde luego, demostró que un cura de pueblo puede tener una visión de futuro y una capacidad de anticipación que debería envidiarle toda la clase política.

En la, digamos, austera España de los 50, cuando la televisión era sólo un sueño, uno de los personajes de historieta más populares era el entrañable Carpanta, obsesionado por la comida o, mejor dicho, por la falta de comida, cuya mayor ilusión era poder zamparse un pollo asado.

Hoy, el maestro Josep Escobar tendría que atribuir a un hipotético personaje un ansia de carácter bien distinto... aunque igualmente relacionada con la comida, sólo que, en este caso, el problema no sería hacerse con ella, sino deshacerse de lo sobrante. Si la sociedad española de mediados del siglo pasado era una sociedad hambrienta, la de principios de éste parece ser, más bien, una sociedad estreñida, en la que la comida ha sido sustituida como obsesión por la estética y la salud, vamos, el cuerpo "diez".

Si aceptamos, como parece lógico, que la publicidad es un reflejo de la sociedad a la que se dirige, veremos que hoy, aquí y en todo el llamado "primer mundo" -¿cuál será ahora el segundo?-, preocupa muchísimo el estado físico y, dentro de él, lo relativo a la alimentación y a la buena forma.

Si se fijan ustedes, en televisión aparecen más anuncios de productos que preconizan "una alimentación sana" que de colonias en Navidad. Sucede que las perspectivas que ofrece esa vida "sana" no son precisamente atractivas: hay que machacarse hasta la extenuación en el gimnasio en búsqueda de esas metafóricas "tabletas de chocolate" -metafóricas, porque las otras, las de verdad, ni probarlas-, además de beberse un montón de litros de agua -¡agua!- al día y comer, como los grillos, cantidades ingentes de lechuga, a poder ser sin más aliño que una gota de aceite y, desde luego, sin sal, con lo que cometemos el disparate conceptual de llamar ensalada a algo que carece del elemento que le da nombre: la sal.

Nuestra dieta, al parecer, tiene consecuencias poco deseables en nuestro aparato digestivo. Empezamos con la acidez de estómago, malestar para el que se anuncia una variada batería de medicamentos que hacen que veamos como algo del paleolítico inferior al bicarbonato de sosa de Torres Muñoz que antes le suministraban a uno, sin que a nadie le pareciera raro, en bares y restaurantes.

Otro problema: la aerofagia. Hay qué ver cuántos productos aparecen en la tele de los que se asegura que son un remedio eficaz para evitar o eliminar esos gases que tanto molestan al afectado... o, en caso de expulsión por las vías naturales, a quienes lo rodean.

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