El icono de Givenchi y de películas como Desayuno con diamantes o Dos en la carretera habría cumplido 85 años este domingo si el cáncer no se la hubiese llevado para siempre aquel fatídico enero de 1993. Cuentan que, en su entierro, tanto Mel Ferrer como Luca Dotti, los que fueran sus dos maridos, quisieron portar su féretro. Se dice también que aquello fue una señal inequívoca de que, efectivamente y como mostraban sus viajes a África y su colaboración con Unicef, Audrey era buena persona, cosa rara en el afectado e hipócrita mundo de las celebrities.
Cuando surgió de la nada y ganó un Oscar gracias a Vacaciones en Roma, pocos sabían que aquella chica frágil y delgada, que nunca creyó en su propia belleza, había sufrido una infancia terrible por culpa del hambre y las privaciones de Segunda Guerra Mundial. Hollywood se la apropió y también millones de jovencitas alrededor de todo el mundo, que soñaron con su Sabrina, su Cara de ángel o su Desayuno con diamantes, la adaptación de un cuento corto de Capote que, inicialmente, iba a protagonizar, por expreso deseo del autor, Marilyn Monroe.
En una época llena de rubias despampanantes, ella propuso, sin quererlo, un modelo de belleza frágil y delicada, de chica delgada y sin curvas. El tiempo demostró también que era una buena actriz gracias a Sola en la oscuridad o a ese ensayo sobre las fallas del matrimonio que fue Dos en la carretera (1967). Los años minaron parte de su popularidad en la gran pantalla, y su viaje solidario a África, entre niños que sufrían de hambruna, le cambió para siempre esa mirada de grandes ojos y kilométricas pestañas. En los 90, ya era una mirada triste. Intuía, seguramente, que su fin estaba cerca. En el que habría sido su 85 cumpleaños es buen momento para recordar que, antes de que su imagen estuviese impresa en millones de productos, Audrey ejemplificó que, detrás de algunas estrellas, también existen buenas personas.