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Carlos Larrañaga no quiso que nadie viera su deterioro
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Carlos Larrañaga no quiso que nadie viera su deterioro

Preparaba con mucha ilusión su vuelta al teatro con Quizá, Quizá, una obra producida por su hijo Pedro y que estrenaría el 5 de agosto en

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Carlos Larrañaga no quiso que nadie viera su deterioro

Preparaba con mucha ilusión su vuelta al teatro con Quizá, Quizá, una obra producida por su hijo Pedro y que estrenaría el 5 de agosto en San Sebastián, una de sus ciudades preferidas. Decía que de allí era una de sus primeras novias y que ese referente nunca se olvidaba en la vida. Le pregunté si fue su primer amor y me miró con cara de mosqueo como si hubiera cuestionado su profesionalidad o, peor aún, su virilidad. “Por supuesto que no. Mi primer amor siempre es el último” .

A continuación me explicó que el referente de los pueblos de España, ya fuera capital de provincia o aldea perdida, no tenía que ver con los éxitos laborales sino con las mujeres que había conocido. Y disertó sobre como le funcionaba su cuerpo cuando entraba en conexión positiva con el sexo femenino. “A mí o se me dispara la respiración o nada de nada”. Y aclaraba, por si no pescabas su razonamiento: “Ya me entiendes, que me aceleren el diafragma”. Y se quedaba tan pancho porque aunque no era de presumir en plan Don Juan, sí le gustaba que lo consideraran el galán de galanes “con el permiso de Arturo Fernández”.

Los dos actores tuvieron sus malentendidos por temas de faldas, porque en varias ocasiones les gustaron las mismas compañeras de trabajo, y casi siempre el triunfador era Arturo. A Larrañaga le consideraban más golfo. Y además era verdad.

Ejerció de don Juan y también de Casanova en su vertiente más maliciosa. Salvo excepciones, sus mujeres preferían olvidar sus faenas que, con razón, acabaron en el juzgado. Siempre por cuestiones económicas.

Una de las anécdotas que definen el carácter economizador del actor era que a sus parejas les solía enviar a menudo flores. El problema era que no pagaba y la floristería acababa remitiendo la factura a la destinataria. Una de ellas le dijo cuando aún el amor formaba parte de la vida común “Mira, no hace falta que me mandes más flores, me sirve que me digas que me quieres”. En aquel momento la nota superaba los mil euros. Así se comportaba y además le extrañaba que cuando la relación se rompía se lo echaran en cara.

Larrañaga siempre supo vivir bien, y como había ganado mucho dinero, sus gustos eran caros. Llegó a tener una vespa con chófer porque “un señor no puede conducir” y aparecía en el teatro subido a lomos de la moto, que conducía un mecánico uniformado, ante el estupor de cualquiera que le veía de esa guisa.

Su colección de relojes era de primera. Le gustaba cenar en restaurantes de lujo y siempre pedía una mesa céntrica para que el resto de los clientes pudieran verlo. No le importaba reconocer que “me hace feliz que sepan quién soy”.

Larrañaga tuvo una vida intensa en todos los aspectos. Desde que nació su hija Paula, la niña se convirtió en su último tren afectivo y pasaba mucho tiempo con ella, a pesar de la separación matrimonial. En los últimos tiempos y, tras el ictus que sufrió, prefirió mantenerse al margen del interés público. No quiso que nadie ajeno a sus hijos vieran su deterioro físico porque los galanes no envejecen.

Preparaba con mucha ilusión su vuelta al teatro con Quizá, Quizá, una obra producida por su hijo Pedro y que estrenaría el 5 de agosto en San Sebastián, una de sus ciudades preferidas. Decía que de allí era una de sus primeras novias y que ese referente nunca se olvidaba en la vida. Le pregunté si fue su primer amor y me miró con cara de mosqueo como si hubiera cuestionado su profesionalidad o, peor aún, su virilidad. “Por supuesto que no. Mi primer amor siempre es el último” .

A continuación me explicó que el referente de los pueblos de España, ya fuera capital de provincia o aldea perdida, no tenía que ver con los éxitos laborales sino con las mujeres que había conocido. Y disertó sobre como le funcionaba su cuerpo cuando entraba en conexión positiva con el sexo femenino. “A mí o se me dispara la respiración o nada de nada”. Y aclaraba, por si no pescabas su razonamiento: “Ya me entiendes, que me aceleren el diafragma”. Y se quedaba tan pancho porque aunque no era de presumir en plan Don Juan, sí le gustaba que lo consideraran el galán de galanes “con el permiso de Arturo Fernández”.