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'Los 400 golpes', consagración de la 'nouvelle vague', cumple cincuenta años
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'Los 400 golpes', consagración de la 'nouvelle vague', cumple cincuenta años

Retrato lacónico y autobiográfico del desamparo durante la pubertad, Los 400 golpes supuso el debut en el largometraje de François Truffaut y consagró hace medio siglo

Retrato lacónico y autobiográfico del desamparo durante la pubertad, Los 400 golpes supuso el debut en el largometraje de François Truffaut y consagró hace medio siglo en Cannes a la revolución cinematográfica de la "nouvelle vague" francesa. Los preceptos formales de este movimiento cinematográfico aupado por cinéfilos y que tenía como "centro de operaciones" la revista Cahiers du Cinéma -con Truffaut, Jean-Luc Godard, Louis Malle, Claude Chabrol y Eric Rohmer, entre otros- apostaban por el cine más adherido a la realidad, sin efectismos y con la flexibilidad de los avances tecnológicos en cámaras e iluminación.

Pero este manifiesto artístico, que había tenido en El bello Sergio (1958), de Chabrol, su obra fundacional, cobró relevancia internacional cuando un debutante Truffaut llenó de sentimiento universal esa armadura técnica con la pequeña historia de Antoine Doinel, un chico de trece años que busca su sitio en una realidad desestructurada y hostil. Los 400 golpes causó sensación en el Festival de Cannes de aquel año -se mostró el 4 de mayo de 1959- y se llevó el premio al mejor director, lo que ayudó a instituir el prestigio del "cine de autor".

Ese mismo año, además, se estrenaron Hiroshima mon amour, de Alain Resnais, o Al final de la escapada, de Godard, y así la solidez y la capacidad de influencia de la nouvelle vague no volvieron a ser puestas en entredicho. Truffaut hundía su pasión cinematográfica en Alfred Hitchcock, al que reivindicaría como autor más allá del entretenimiento, y en Ciudadano Kane (1941), de la que diría: "La primera vez que la vi, supe que nunca en mi vida amaría a una persona tanto como a aquella película".

Amante de lo bueno

Pero también amaba el cine de Francia -especialmente Cero en conducta (1933), de Jean Vigo- e Italia, con predilección por el neorrealismo. No en vano, Roberto Rossellini sería testigo de su boda. Su cinta, en cambio, no mostraba una realidad descarnada, sino indiferente hacia las inquietudes de un niño que, con inteligencia e inquietudes pero sin referentes, no para de meterse en líos, que es a lo que hace referencia la expresión utilizada en el título.

"Siempre he preferido el reflejo de la vida a la vida en sí misma", decía Truffaut. Y su capacidad para extraer belleza, nostalgia y profundidad a las partes más deprimentes de su autobiografía dieron como resultado su deslumbrante opera prima. "La película es mucho mejor que el guión", reconocía orgulloso en una entrevista del momento el director, a pesar de haber recibido una nominación al Óscar precisamente en esa categoría.

Truffaut quería así hacer hincapié en el valor narrativo de todas las nuevas armas expresivas, que seguían casi en silencio y sin emitir juicios al adolescente en su periplo por la delincuencia de medio pelo. Las mismas que convirtieron la escena final, la escapada del protagonista, en todo un icono cinematográfico. Pero sobre ellas, lo que elevó la intensidad emocional y la vehemencia seca del retrato de la desorientación adolescente fue la naturalidad y la capacidad de improvisación del futuro actor esencial del cine francés pero entonces niño Jean-Pierre Léaud.

Antoine, alter ego del director

Cuando Truffaut convocó el casting, descubrió en él -al que consideraría el mejor actor de su generación- "a un chico más interesante, más impetuoso, más intenso que los otros" y capaz de dar "arrogancia y audacia" a un personaje "quizá diseñado un poco triste, solitario, introvertido y plegado sobre sí mismo", en palabras director. Ese personaje era Antoine Doinel, alter ego de Truffaut quien, en una iniciativa artística sin precedentes, le seguiría durante 20 años a través de cuatro obras más: el mediometraje "El amor a los veinte años" (1962) y las películas "Besos robados" (1968), "Domicilio conyugal" (1970) y "El amor en fuga" (1979), con la que el director no quedó satisfecho y decidió interrumpir su "relación".

De ellas Los 400 golpes es la que menos humor contiene y la que más amargura conlleva. El contenido autobiográfico, tal como reconoció Truffaut, se iría diluyendo del personaje de Doinel, pero con trece años, el paralelismo era muy notable. Así lo demuestra que Truffaut dedicara la película a André Bazin, el teórico cinematográfico que sacó al joven François de la cárcel y le dio la oportunidad de canalizar su talento en las páginas de "Cahiers du Cinéma".

Retrato lacónico y autobiográfico del desamparo durante la pubertad, Los 400 golpes supuso el debut en el largometraje de François Truffaut y consagró hace medio siglo en Cannes a la revolución cinematográfica de la "nouvelle vague" francesa. Los preceptos formales de este movimiento cinematográfico aupado por cinéfilos y que tenía como "centro de operaciones" la revista Cahiers du Cinéma -con Truffaut, Jean-Luc Godard, Louis Malle, Claude Chabrol y Eric Rohmer, entre otros- apostaban por el cine más adherido a la realidad, sin efectismos y con la flexibilidad de los avances tecnológicos en cámaras e iluminación.

Pero este manifiesto artístico, que había tenido en El bello Sergio (1958), de Chabrol, su obra fundacional, cobró relevancia internacional cuando un debutante Truffaut llenó de sentimiento universal esa armadura técnica con la pequeña historia de Antoine Doinel, un chico de trece años que busca su sitio en una realidad desestructurada y hostil. Los 400 golpes causó sensación en el Festival de Cannes de aquel año -se mostró el 4 de mayo de 1959- y se llevó el premio al mejor director, lo que ayudó a instituir el prestigio del "cine de autor".

Ese mismo año, además, se estrenaron Hiroshima mon amour, de Alain Resnais, o Al final de la escapada, de Godard, y así la solidez y la capacidad de influencia de la nouvelle vague no volvieron a ser puestas en entredicho. Truffaut hundía su pasión cinematográfica en Alfred Hitchcock, al que reivindicaría como autor más allá del entretenimiento, y en Ciudadano Kane (1941), de la que diría: "La primera vez que la vi, supe que nunca en mi vida amaría a una persona tanto como a aquella película".