La llamada “power pose” o postura de poder ha sido popularizada por investigaciones en psicología social, y su propuesta es tan simple como efectiva: adoptar una postura corporal expansiva durante dos minutos antes de una situación desafiante puede aumentar significativamente la sensación de autoconfianza. ¿El clásico ejemplo? Colocar las manos en la cintura, separar ligeramente los pies y mantener la espalda recta y el mentón elevado. Como una superheroína lista para enfrentarlo todo. Esta postura no solo mejora tu presencia, también ayuda a regular el estrés, disminuyendo los niveles de cortisol (la hormona relacionada con la ansiedad) y elevando la testosterona, una hormona asociada a la sensación de poder personal.
Nuestra mente está relacionada con nuestro cuerpo. (Pexels)
El cuerpo y la mente están más conectados de lo que imaginamos. Cuando adoptamos una posición expansiva, nuestro cerebro recibe el mensaje de que estás en control, de que merecemos estar en ese lugar. No se trata de fingir, sino de entrenar al sistema nervioso para que se alinee con nuestra intención. Cambiar la postura también cambia la narrativa interna. Si cerramos los hombros, bajamos la mirada o cruzamos los brazos, el cuerpo interpreta peligro o incomodidad. Pero si te abrimos al espacio, no solo proyectamos confianza: empezamos a sentirla.
Aunque lo ideal es adoptar esta postura durante dos minutos en privado (en el baño de la oficina o en un rincón tranquilo antes de una presentación), también podemos usar versiones más sutiles en público. Sentarte con la espalda recta, los hombros relajados y la barbilla paralela al suelo ya transmite solidez. Incluso el simple gesto de no esconder las manos —dejar que se vean mientras hablamos— aporta transparencia y dominio. Aprender a usar nuestro cuerpo como aliado es un acto de amor propio. No se trata solo de causar buena impresión, sino de cultivar una presencia que refleje cómo nos sentimos con nosotros mismos. Y si algún día esa confianza flaquea, debemos recordar que nuestra postura puede ayudarnos a reconectarnos con ella. A veces, basta con abrir los brazos —literal y simbólicamente— para recordarnos que sí podemos.