Pocas figuras han analizado con tanta lucidez la sociedad moderna como Zygmunt Bauman. El pensador polaco, fallecido en 2017, dedicó su vida a estudiar las transformaciones del mundo contemporáneo. Su teoría de la modernidad líquida, formulada en el año 2000, retrata una realidad en constante cambio, donde nada permanece y todo se disuelve con rapidez: las relaciones, el trabajo, la identidad. En 2025, su diagnóstico resulta inquietantemente preciso: vivimos en un futuro sin forma, donde la incertidumbre es la única certeza.
Bauman distinguía entre la antigua “sociedad sólida” —basada en la estabilidad y los vínculos duraderos— y la “sociedad líquida” del presente, en la que todo es provisional. Antes, las personas trabajaban toda su vida en un mismo empleo, construían familias estables y envejecían en un entorno que apenas cambiaba. Hoy, en cambio, los cambios son vertiginosos. Nos reinventamos constantemente, cambiamos de empleo, de pareja, de ciudad e incluso de identidad. Según el Observatorio Demográfico CEU, más del 50% de los matrimonios en España acaban en divorcio, símbolo claro de la fragilidad afectiva de nuestro tiempo.
El filósofo y sociólogo polaco Zygmunt Bauman. (EFE)
En este contexto de incertidumbre, la felicidad ha adoptado una nueva forma: la del consumo. “Hay muchas formas de ser feliz —decía Bauman en una entrevista a El Mundo—, pero en la sociedad actual todas pasan por una tienda”. Su observación es tan sencilla como demoledora: hemos convertido el acto de comprar en sinónimo de bienestar. Ya no somos lo que hacemos, sino lo que consumimos. La identidad, antes ligada al esfuerzo, la profesión o los valores, se ha reducido al reflejo de lo que poseemos.
Bauman no negaba que comprar pueda generar placer. Lo que criticaba era la dependencia emocional que el consumo produce. Cada nueva adquisición genera una satisfacción efímera que se desvanece tan rápido como llega, obligándonos a buscar la siguiente compra para recuperar esa sensación de felicidad. “Al ir a las tiendas a comprar felicidad —decía— nos olvidamos de otras formas de ser felices, como trabajar juntos, meditar o estudiar”. En otras palabras, el consumo no nos hace infelices, pero sí nos impide explorar lo que verdaderamente podría hacernos felices.
El filósofo y sociólogo polaco Zygmunt Bauman. (EFE)
La neurociencia confirma esta intuición. Actividades tan simples como hacer ejercicio, conversar, leer, cantar o ayudar a otros estimulan en el cerebro las mismas hormonas que asociamos con la felicidad: dopamina, oxitocina, serotonina. Sin embargo, en la sociedad líquida, estas experiencias cotidianas pierden valor frente a la promesa rápida de satisfacción que ofrecen las compras y las pantallas. Un estudio de la Universidad de Harvard, por ejemplo, demuestra que las relaciones humanas son el factor más estable para una vida feliz, pero también uno de los más descuidados en nuestra cultura de la inmediatez.
Las redes sociales, escaparates modernos del yo, refuerzan esta lógica consumista. En ellas mostramos nuestras adquisiciones y experiencias como trofeos, buscando validación a través de la mirada ajena. Sin embargo, esta felicidad exhibida es frágil y fugaz. Cuando se apaga el brillo del objeto o la emoción de la experiencia, regresa el vacío. Bauman advertía que esta dinámica nos empuja a “barrer bajo la alfombra” nuestras emociones y a “blindarnos del enfrentamiento”, desconectándonos tanto de los demás como de nosotros mismos.
Pocas figuras han analizado con tanta lucidez la sociedad moderna como Zygmunt Bauman. El pensador polaco, fallecido en 2017, dedicó su vida a estudiar las transformaciones del mundo contemporáneo. Su teoría de la modernidad líquida, formulada en el año 2000, retrata una realidad en constante cambio, donde nada permanece y todo se disuelve con rapidez: las relaciones, el trabajo, la identidad. En 2025, su diagnóstico resulta inquietantemente preciso: vivimos en un futuro sin forma, donde la incertidumbre es la única certeza.