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Del 'menú del día' al 'menú-exhibición'
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Del 'menú del día' al 'menú-exhibición'

Dice el Diccionario que un menú es, entre otras cosas, una "comida de precio fijo que ofrecen hoteles y restaurantes, con posibilidad limitada de elección". Por

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Del 'menú del día' al 'menú-exhibición'

Dice el Diccionario que un menú es, entre otras cosas, una "comida de precio fijo que ofrecen hoteles y restaurantes, con posibilidad limitada de elección". Por esta vez estamos de acuerdo con el DRAE: un menú tiene, en efecto, un precio fijo, y también es verdad que limita las posibilidades de elegir sus componentes. Pasaron los tiempos del famoso "menú turístico", una cosa llena de picaresca que describe de modo muy divertido el novelista estadounidense James A. Michener en su libro Iberia, escrito por encargo del ministerio de Información y Turismo en tiempos en los que su titular era Manuel Fraga.

Sí que sigue existiendo el "menú del día", que es la opción a la que más acuden quienes han de comer fuera de casa un día sí y otro también por exigencias de su horario de trabajo. Suele ser un menú basado en platos de la cocina tradicional, a precio muy ajustado, con un par de opciones para el primer plato y otro para el segundo.

No es de esos menús de los que nos queremos ocupar, sino de los que ofrece un segmento muy concreto de restaurantes, de gama normalmente alta y cuyos chefs practican esa cocina que unos llaman "de vanguardia", otros "creativa" y algunos cosas muy raras. Todo empezó, hace aproximadamente treinta años, al socaire de la llegada de la "nouvelle cuisine", con unos menús a los que entonces llamamos "largos y estrechos".

La cosa consistía en ofrecer, en lugar de los clásicos primero, segundo y postre, un aperitivo, un par de entradas, un pescado, una carne y uno o dos postres, todo servido en medias raciones. El sistema permitía probar más platos de los que compondrían un menú convencional, y tuvo muchos partidarios, aunque no le faltaron detractores que se quejaban, la mayor parte de las veces sin razón, de que con ese tipo de menú se quedaban con hambre.

Después, el menú se fue estirando, a lo largo y a lo ancho, y pasó a llamarse de otra manera: menú degustación, nombre que tuvo fortuna a pesar de que "degustar" es una de las palabras con más carga de cursilería del Diccionario español. De cinco o seis medias raciones se pasó a ocho o diez "medias-medias". La cosa empezó a complicarse, tanto para el cocinero como para la clientela; pero los menús degustación se hicieron un sitio, y no hay restaurante que se precie que no ofrezca al menos uno.

Pero... la cocina de vanguardia encontró insuficiente esto, y estiró esos menús todavía más. Hoy se ofrecen menús compuestos por quince, veinte o treinta tapas o tapitas, de un bocado o bocado y medio como mucho. Ya no son menús degustación, sino que podemos llamarles con toda propiedad "menús exhibición". La diferencia más notable estriba en que en el primer caso el que degusta es el comensal, mientras que en el segundo el que se exhibe es el cocinero... olvidando unas cuantas cosas.

Esos menús se elaboran directamente en la cocina. El comensal no tiene la menor capacidad de decisión, y se encuentra ante hechos consumados. Muchas veces ni se le dice en qué consiste ese menú: simplemente se le van sacando platitos. La mayor parte de las veces, al final de la comida no es capaz de decir qué ha comido, de modo que es habitual que le entreguen el menú impreso, a veces con unos nombres para las tapas que le sumen en el mayor de los desconciertos. Por supuesto, y calculando una prudentísima espera de diez minutos entre "plato" y "plato", esas comidas se alargan dos horas y media o tres.

No es el caso de otra modalidad: el menú cerrado. Es tipo degustación, cinco o seis platos... pero los que decide el chef, que no es que limite las posibilidades de elección: es que las suprime de raíz. Verán ustedes: esta forma de actuar, por muy de moda que esté, parte de olvidar algo que ningún cocinero debería olvidar: que el principal capital de su restaurante son los comensales. Que la mayoría de estos comensales van al restaurante con ánimo de disfrutar, para lo cual quieren comer lo que les gusta o lo que les apetece, no lo que les imponen. Seamos serios: para ponerse incondicionalmente en manos de un cocinero hay que cumplir una serie de condiciones que podríamos resumir en ser un auténtico gastrónomo, con paladar libre de prejuicios y mente abierta... y de ésos, siendo generosos, puede que haya uno cada diez mil ciudadanos dispuesto a vivir lo que algunos llaman "una experiencia gastronómica".

Hoy, con la crisis encima, la tendencia parece ir por los mismos caminos que ya hemos visto en París: ofrecer un menú, sobre todo a mediodía, dando varias opciones al comensal, por supuesto menos que en una carta convencional, a precio moderado. Es cierto que da la razón al DRAE en lo de la "posibilidad limitada de elección"; pero más vale una posibilidad limitada que la negación de la menor opción de cambiar un plato que lleva un ingrediente que no le gusta al comensal o le sienta como un tiro. Vendría bien recordar que no manda el que cobra, sino el que paga, y obrar en consecuencia.

Dice el Diccionario que un menú es, entre otras cosas, una "comida de precio fijo que ofrecen hoteles y restaurantes, con posibilidad limitada de elección". Por esta vez estamos de acuerdo con el DRAE: un menú tiene, en efecto, un precio fijo, y también es verdad que limita las posibilidades de elegir sus componentes. Pasaron los tiempos del famoso "menú turístico", una cosa llena de picaresca que describe de modo muy divertido el novelista estadounidense James A. Michener en su libro Iberia, escrito por encargo del ministerio de Información y Turismo en tiempos en los que su titular era Manuel Fraga.

Sí que sigue existiendo el "menú del día", que es la opción a la que más acuden quienes han de comer fuera de casa un día sí y otro también por exigencias de su horario de trabajo. Suele ser un menú basado en platos de la cocina tradicional, a precio muy ajustado, con un par de opciones para el primer plato y otro para el segundo.

No es de esos menús de los que nos queremos ocupar, sino de los que ofrece un segmento muy concreto de restaurantes, de gama normalmente alta y cuyos chefs practican esa cocina que unos llaman "de vanguardia", otros "creativa" y algunos cosas muy raras. Todo empezó, hace aproximadamente treinta años, al socaire de la llegada de la "nouvelle cuisine", con unos menús a los que entonces llamamos "largos y estrechos".

La cosa consistía en ofrecer, en lugar de los clásicos primero, segundo y postre, un aperitivo, un par de entradas, un pescado, una carne y uno o dos postres, todo servido en medias raciones. El sistema permitía probar más platos de los que compondrían un menú convencional, y tuvo muchos partidarios, aunque no le faltaron detractores que se quejaban, la mayor parte de las veces sin razón, de que con ese tipo de menú se quedaban con hambre.

Después, el menú se fue estirando, a lo largo y a lo ancho, y pasó a llamarse de otra manera: menú degustación, nombre que tuvo fortuna a pesar de que "degustar" es una de las palabras con más carga de cursilería del Diccionario español. De cinco o seis medias raciones se pasó a ocho o diez "medias-medias". La cosa empezó a complicarse, tanto para el cocinero como para la clientela; pero los menús degustación se hicieron un sitio, y no hay restaurante que se precie que no ofrezca al menos uno.

Pero... la cocina de vanguardia encontró insuficiente esto, y estiró esos menús todavía más. Hoy se ofrecen menús compuestos por quince, veinte o treinta tapas o tapitas, de un bocado o bocado y medio como mucho. Ya no son menús degustación, sino que podemos llamarles con toda propiedad "menús exhibición". La diferencia más notable estriba en que en el primer caso el que degusta es el comensal, mientras que en el segundo el que se exhibe es el cocinero... olvidando unas cuantas cosas.

Esos menús se elaboran directamente en la cocina. El comensal no tiene la menor capacidad de decisión, y se encuentra ante hechos consumados. Muchas veces ni se le dice en qué consiste ese menú: simplemente se le van sacando platitos. La mayor parte de las veces, al final de la comida no es capaz de decir qué ha comido, de modo que es habitual que le entreguen el menú impreso, a veces con unos nombres para las tapas que le sumen en el mayor de los desconciertos. Por supuesto, y calculando una prudentísima espera de diez minutos entre "plato" y "plato", esas comidas se alargan dos horas y media o tres.

No es el caso de otra modalidad: el menú cerrado. Es tipo degustación, cinco o seis platos... pero los que decide el chef, que no es que limite las posibilidades de elección: es que las suprime de raíz. Verán ustedes: esta forma de actuar, por muy de moda que esté, parte de olvidar algo que ningún cocinero debería olvidar: que el principal capital de su restaurante son los comensales. Que la mayoría de estos comensales van al restaurante con ánimo de disfrutar, para lo cual quieren comer lo que les gusta o lo que les apetece, no lo que les imponen. Seamos serios: para ponerse incondicionalmente en manos de un cocinero hay que cumplir una serie de condiciones que podríamos resumir en ser un auténtico gastrónomo, con paladar libre de prejuicios y mente abierta... y de ésos, siendo generosos, puede que haya uno cada diez mil ciudadanos dispuesto a vivir lo que algunos llaman "una experiencia gastronómica".

Hoy, con la crisis encima, la tendencia parece ir por los mismos caminos que ya hemos visto en París: ofrecer un menú, sobre todo a mediodía, dando varias opciones al comensal, por supuesto menos que en una carta convencional, a precio moderado. Es cierto que da la razón al DRAE en lo de la "posibilidad limitada de elección"; pero más vale una posibilidad limitada que la negación de la menor opción de cambiar un plato que lleva un ingrediente que no le gusta al comensal o le sienta como un tiro. Vendría bien recordar que no manda el que cobra, sino el que paga, y obrar en consecuencia.