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Domingo de matanza
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Domingo de matanza

La mañana era, como se dice ahora, de diseño. Un sol tibio que acariciaba, después de las semanas de crudo invierno que hemos vivido en enero.

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Domingo de matanza

La mañana era, como se dice ahora, de diseño. Un sol tibio que acariciaba, después de las semanas de crudo invierno que hemos vivido en enero. Poco a poco, la gente iba llenando el escenario, dispuesto ya desde la víspera; un escenario poco tranquilizador, desde el punto de vista, que nadie consulta, del que iba a ser el protagonista pasivo de la fiesta: el cerdo.

Guijuelo, localidad salmantina cuyo nombre se asocia automáticamente con los mejores jamones el mundo, estaba listo para celebrar una de las fiestas de la matanza. La matanza... Rito de muerte, pero fiesta de la vida, promesa de abundancia. Esta fiesta quizá quede un poco fuera de temporada, si nos ponemos muy puristas y entendemos que la época de matanza es la que ve de san Martín (11 de noviembre) a san Antón (17 de enero), pero como cada santo tiene su octava la matanza se prolonga, y es lógico, hasta estos días que son ya casi Carnaval.

Fiesta de la vida, decimos, y así es. Hoy la matanza en plan tradicional, folclórica, se ha quedado para las fiestas; pero durante muchos siglos la matanza era una cosa fundamental. El cerdo, animal abominado por las leyes de Moisés y Mahoma, era el animal cristiano por excelencia, y Europa, y no digamos, España, se construyó en la Edad Media sobre auténticas montañas de tocino.

Es curioso lo del cerdo. No me refiero a que se aproveche todo el animal, sino a que, a diferencia de otros animales que también nos comemos, vivo no sirve absolutamente para nada... aunque ahora haya quien pasee por el madrileño barrio de Salamanca a un cerdo vietnamita a guisa de mascota. El cerdo no da leche, no tira del arado, no tira del carro... y, encima, come lo mismo que el ser humano. Sólo alcanza su grandeza una vez sacrificado. Pero, eso sí, ¡qué grandeza!

Pasaremos de puntillas sobre el hecho de la matanza en sí; no es agradable de oír, ni de ver. Pero es necesario. Después de realizadas todas las operaciones que el rito conlleva, viene la gran fiesta. En la mesa, naturalmente. Como comprenderán ustedes, en las fiestas de la matanza, incluida la de Guijuelo, el menú no es el clásico del primer día, cuando lo típico era comer el hígado y otras vísceras. No. Aquí se come cerdo, claro, pero no el que acaba de ser protagonista: a ése le faltan cosas.

Pero el menú se las trae. Siete entrantes y dos platos contundentes a base de gorrino, salvo una muy refrescante y bienvenida ensalada tradicional. Pan del país, vino de la tierra... Antes, entre los asistentes se repartieron, a pie de patíbulo, perrunillas y aguardiente. Fuera de la comida digamos oficial, las mozas, las 'Águedas', distribuyeron un montón de raciones de lo que aquí llaman chichas, especialidad conocida en otros lugares como prueba, picadillo, zorza... Es, exactamente, el picadillo que luego se embutirá como chorizo o, en esta tierra, como salchichón; son dos chichas distintas.

A mí estas cosas me gustan, y eso sí que lo asocio a otras matanzas, familiares más bien, cuando, a los tres o cuatro días, había que probar ese picadillo, esa zorza, para ver si el punto de equilibrio entre el pimentón picante y el dulce era el deseado. No hace falta hacer matanza para disfrutar de esto. Ustedes háganse con un kilo de magro de cerdo, fresco. Corten la carne en daditos pequeños. Machaquen en el mortero tres dientes de ajo, con sal y un poco de perejil; añadan un poco de orégano picadito. Mezclen la carne, añadan los pimentones, procurando que todo se impregne bien, y dejen la mezcla en el frigorífico al menos veinticuatro horas.

Cuando vayan a proceder, corten en rodajas medio kilo de patatas, y fríanlas en sartén, dejándolas doradas. Frían después la zorza -o picadillo, o prueba, o chicha- a fuego vivo; cuando todo esté listo, frían también un par de huevos por persona. Pongan en cada plato una capa de papa, cubran con una generosa dosis de zorza, tapen con otra capa de zorza y coronen cada montón con un huevo frito, procurando que la yema esté líquida. Y a la mesa, donde habrá un buen pan para mojar y empujar y un vino honrado y sin demasiadas pretensiones para acompañar.

Para mí, éste es el sabor de la matanza, el de toda la vida... aunque el cerdo sea capaz de dar un juego que no da ningún otro animal comestible. Como decía el domingo en Guijuelo uno de los recién investido "matancero de honor", del cerdo gustan no ya los andares, sino que gusta... hasta su conversación. Y tanto que sí.

La mañana era, como se dice ahora, de diseño. Un sol tibio que acariciaba, después de las semanas de crudo invierno que hemos vivido en enero. Poco a poco, la gente iba llenando el escenario, dispuesto ya desde la víspera; un escenario poco tranquilizador, desde el punto de vista, que nadie consulta, del que iba a ser el protagonista pasivo de la fiesta: el cerdo.

Guijuelo, localidad salmantina cuyo nombre se asocia automáticamente con los mejores jamones el mundo, estaba listo para celebrar una de las fiestas de la matanza. La matanza... Rito de muerte, pero fiesta de la vida, promesa de abundancia. Esta fiesta quizá quede un poco fuera de temporada, si nos ponemos muy puristas y entendemos que la época de matanza es la que ve de san Martín (11 de noviembre) a san Antón (17 de enero), pero como cada santo tiene su octava la matanza se prolonga, y es lógico, hasta estos días que son ya casi Carnaval.

Fiesta de la vida, decimos, y así es. Hoy la matanza en plan tradicional, folclórica, se ha quedado para las fiestas; pero durante muchos siglos la matanza era una cosa fundamental. El cerdo, animal abominado por las leyes de Moisés y Mahoma, era el animal cristiano por excelencia, y Europa, y no digamos, España, se construyó en la Edad Media sobre auténticas montañas de tocino.

Es curioso lo del cerdo. No me refiero a que se aproveche todo el animal, sino a que, a diferencia de otros animales que también nos comemos, vivo no sirve absolutamente para nada... aunque ahora haya quien pasee por el madrileño barrio de Salamanca a un cerdo vietnamita a guisa de mascota. El cerdo no da leche, no tira del arado, no tira del carro... y, encima, come lo mismo que el ser humano. Sólo alcanza su grandeza una vez sacrificado. Pero, eso sí, ¡qué grandeza!

Pasaremos de puntillas sobre el hecho de la matanza en sí; no es agradable de oír, ni de ver. Pero es necesario. Después de realizadas todas las operaciones que el rito conlleva, viene la gran fiesta. En la mesa, naturalmente. Como comprenderán ustedes, en las fiestas de la matanza, incluida la de Guijuelo, el menú no es el clásico del primer día, cuando lo típico era comer el hígado y otras vísceras. No. Aquí se come cerdo, claro, pero no el que acaba de ser protagonista: a ése le faltan cosas.

Pero el menú se las trae. Siete entrantes y dos platos contundentes a base de gorrino, salvo una muy refrescante y bienvenida ensalada tradicional. Pan del país, vino de la tierra... Antes, entre los asistentes se repartieron, a pie de patíbulo, perrunillas y aguardiente. Fuera de la comida digamos oficial, las mozas, las 'Águedas', distribuyeron un montón de raciones de lo que aquí llaman chichas, especialidad conocida en otros lugares como prueba, picadillo, zorza... Es, exactamente, el picadillo que luego se embutirá como chorizo o, en esta tierra, como salchichón; son dos chichas distintas.

A mí estas cosas me gustan, y eso sí que lo asocio a otras matanzas, familiares más bien, cuando, a los tres o cuatro días, había que probar ese picadillo, esa zorza, para ver si el punto de equilibrio entre el pimentón picante y el dulce era el deseado. No hace falta hacer matanza para disfrutar de esto. Ustedes háganse con un kilo de magro de cerdo, fresco. Corten la carne en daditos pequeños. Machaquen en el mortero tres dientes de ajo, con sal y un poco de perejil; añadan un poco de orégano picadito. Mezclen la carne, añadan los pimentones, procurando que todo se impregne bien, y dejen la mezcla en el frigorífico al menos veinticuatro horas.

Cuando vayan a proceder, corten en rodajas medio kilo de patatas, y fríanlas en sartén, dejándolas doradas. Frían después la zorza -o picadillo, o prueba, o chicha- a fuego vivo; cuando todo esté listo, frían también un par de huevos por persona. Pongan en cada plato una capa de papa, cubran con una generosa dosis de zorza, tapen con otra capa de zorza y coronen cada montón con un huevo frito, procurando que la yema esté líquida. Y a la mesa, donde habrá un buen pan para mojar y empujar y un vino honrado y sin demasiadas pretensiones para acompañar.

Para mí, éste es el sabor de la matanza, el de toda la vida... aunque el cerdo sea capaz de dar un juego que no da ningún otro animal comestible. Como decía el domingo en Guijuelo uno de los recién investido "matancero de honor", del cerdo gustan no ya los andares, sino que gusta... hasta su conversación. Y tanto que sí.