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Los delirios de las compañías aéreas
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EN EL DIVÁN

Los delirios de las compañías aéreas

Si existieran, las compañías aéreas en España serían diagnosticadas del síndrome del “desaparecido”, que el gran Manu Chao, hijo del excelente poeta español Ramón Chao, ya

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Los delirios de las compañías aéreas

Si existieran, las compañías aéreas en España serían diagnosticadas del síndrome del “desaparecido”, que el gran Manu Chao, hijo del excelente poeta español Ramón Chao, ya cantaba algo así como: “Me llaman el desaparecido...no he llegado y ya me he ido”. Son, en términos kantianos, un ideal de la razón, entidades pensables cognoscibles, pero no por eso existen. Creemos que existen, pero no lo hacen. Considerando que todo hijo de vecino se apostaría una mano a que sí, a que una vez viajó en una, es por lo que la existencia de las compañías aéreas en España se puede clasificar dentro de lo que en psiquiatría llamamos “delirios compartidos”. Por desgracia no es así, ya nos gustaría que como escribiría Henry Miller a propósito de Dios, una compañía aérea existiese en España con el simple propósito de ir y escupirle en la cara.

Existir significa algo más que tener una razón social, un accionariado y una clientela. Existir significa responsabilizarse. Por fortuna, las compañías aéreas españolas no existen, porque si existieran estarían cometiendo los más terribles entuertos manteniendo su carácter de impunidad. De hecho, de tanto en cuanto, las compañías aéreas que sí existen estrellan a doscientos pasajeros y aquí paz y después gloria.

En este país previamente llamado Iberia o Hispania, hoy España, tantas cosas han avanzado que sigue siendo hiriente en qué forma las dos grandes compañías del sector maltratan a los seres humanos a los que transportan. Si hace décadas se culpaba a la orografía del retraso científico y económico de España, a día de hoy nuestras líneas aéreas patrias son sonrojantes y motivo de que hasta los galápagos se sientan orgullosos de no ser españoles y aliviados por no tener que viajar a Bruselas a primera hora de la mañana.

¿Aceptaríamos que en virtud de nuestra cotización a la seguridad social tuviésemos distintos accesos a la sanidad pública? ¿Aceptaríamos que la intervención que sería imposible para salvar la vida de nuestros hijos porque cotizamos en el tramo del 25% fuera factible para el hijo de quien cotiza al 40%? La respuesta no puede verse influida por el razonamiento de que las compañías aéreas son privadas y pueden hacer lo que quieran, incluido hacer saltar por la borda a un pasajero si no les gusta la forma en que va vestido. Quienes tenemos la suerte de viajar invitados de tanto en tanto, sabemos muy bien lo que sí se hace por un pasajero en business que no se hace para quienes viajan en clase turista.

¿Qué ocurre con los derechos constantemente vulnerados de los pasajeros, viajen por placer o por trabajo? ¿Hasta cuándo nutrirse y hacer negocio de quienes no ejercen sus derechos porque los desconocen, o de aquellos para los que aumentar su conocimiento sólo ha supuesto “un aumento del dolor”? Las compañías privadas tienen sentido en cuanto mejoran la competencia en el sector, en cuanto avalan el estímulo para el progreso científico, económico y sobre todo social. Pero en este país llamado España, hasta hace muy poco teníamos sopa, y si no queríamos sopa, pues dos tazas. La responsabilidad social nos sonaba a roja, judeomasónica y anticlerical.

Existe un proceso por el que los investigadores inducen síntomas depresivos en perros. Si durante un tiempo sometemos a uno de ellos a descargas a través de un suelo electrificado, tras una primera fase de protesta, lucha y busca de una escapatoria, el pobre animal acabará por quedar tendido en un rincón sin mover el menor de los músculos, sin quejarse, aceptando su incapacidad para modificar el ambiente. A eso lo llamamos indefensión aprendida.

Las compañías aéreas afrontan el desafío que les plantea el tren de alta velocidad aprovechando ese trabajo desmoralizante que han ido labrando durante los últimos treinta años en nosotros. Agasajan a sus pasajeros con frases como “aquí no se puede venir con 45 minutos, todo el mundo sabe que en el aeropuerto hay que estar dos horas antes”, esquilman de los neceseres la colonia de marca y pervierten el acto de viajar en un proceso de vejación pública en el que pasar un control de seguridad puede hacer que a uno lo desfloren virtualmente, que le abran la maleta, lo cacheen a mano o con instrumental fálico, y que sin siquiera un beso de despedida, lo arrojen a una mesa para que se recomponga los jirones de ropa.

Ante los retrasos, las anulaciones, los tratos diferenciales en virtud del color ya no de la piel, sino de la tarjeta de fidelización, ante la pérdida de equipajes, ante la rotura de maletas por parte de operarios que emulan a sus luchadores de wrestling favoritos con nuestros bienes, ante todo eso, el individuo común se tiene que morder la lengua y comprender que es el precio que hay que pagar porque hayan dejado de cobrarnos precios abusivos por servicios vergonzosos y uno sea tan sólo eso, un turista o la versión moderna del viajante. Afectos de ese sentimiento de resignación franciscana, se nos olvida que cuando existe la bajada de precios tiene que ver con la competitividad con nuevas compañías que han puesto en peligro este monopolio vergonzante y no con una dádiva personal que se nos está haciendo.

A las compañías aéreas españolas mayoritarias habría que equipararlas legalmente a los sujetos que echan al mar una patera en Marruecos o un cayuco en Mauritania: hacen lo mismo, igual de mal, con idéntica falta de escrúpulos. Y por si eso fuera poco, la comida, ha pasado de ser bazofia a ser ‘fast bazofia’. Su hegemonía está en declive, y es fácil entender que en previsión de un Potemkin moderno nos despojen de nuestra dignidad antes de entrar al aparato. El día menos pensado podría ocurrírsenos protestar.

Javier Sánchez es psiquiatra.

Si existieran, las compañías aéreas en España serían diagnosticadas del síndrome del “desaparecido”, que el gran Manu Chao, hijo del excelente poeta español Ramón Chao, ya cantaba algo así como: “Me llaman el desaparecido...no he llegado y ya me he ido”. Son, en términos kantianos, un ideal de la razón, entidades pensables cognoscibles, pero no por eso existen. Creemos que existen, pero no lo hacen. Considerando que todo hijo de vecino se apostaría una mano a que sí, a que una vez viajó en una, es por lo que la existencia de las compañías aéreas en España se puede clasificar dentro de lo que en psiquiatría llamamos “delirios compartidos”. Por desgracia no es así, ya nos gustaría que como escribiría Henry Miller a propósito de Dios, una compañía aérea existiese en España con el simple propósito de ir y escupirle en la cara.