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El Santiaguiño, un acorazado de bolsillo
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GASTRONOMÍA

El Santiaguiño, un acorazado de bolsillo

Los crustáceos son unos animalitos marinos generalmente muy ricos, pero que tienen la particularidad de contar con un exoesqueleto que dificulta más o menos el acceso

Foto: El Santiaguiño, un acorazado de bolsillo
El Santiaguiño, un acorazado de bolsillo

Los crustáceos son unos animalitos marinos generalmente muy ricos, pero que tienen la particularidad de contar con un exoesqueleto que dificulta más o menos el acceso a su interior; que hay que pelarlos, vamos, quitarles la cáscara o, si lo prefieren, el caparazón, tarea que a veces resulta algo más complicada de lo deseable. Pelar unas gambas, unos langostinos, un carabinero, apenas ofrece dificultad. Tienen exoesqueleto, pero es un esqueleto blandito, fácil de eliminar. Se pringa uno los dedos, y más si las gambas están hechas a la plancha, pero la operación es un mero trámite, incluso diríamos que placentero y relajante.

No debe de serlo tanto otra manipulación a mi juicio muy conveniente, sobre todo cuando se trata de ejemplares grandes, que es eliminar el intestino, a juzgar por la frecuencia con la que en tantos establecimientos le sirven a uno gambas ya peladas -al ajillo, por ejemplo- pero con la inconfundible rayita oscura en el dorso: eso hay que suprimirlo.

La cosa va adquiriendo cierta dificultad, tampoco insuperable, si en vez de gambas o langostinos nos enfrentamos a unas cigalas. Ciertamente, aquí el caparazón es duro, y ya no se trata de irlo arrancando displicentemente: hay que fijarse, dedicarse a ello y tener cierta maña para dejar la 'cola' en estado de ser ingerida directamente.

Si se trata de galeras, la operación se complica un poco más, porque este bicho tiene unos pinchos que molestan bastante a la hora de retirar el envoltorio; en fin, tampoco es difícil conseguir que nos las supriman con unas tijeras, lo que convierte el 'pelado' en un proceso tan sencillo como cualquiera de los anteriores.

En el caso de los crustáceos mayores -y ahora hablamos sólo de los macruros, es decir, de los que tienen 'cola', porque pelar una nécora requiere práctica, paciencia y perseverancia- la operación suele correr a cargo de quienes los cocinan y los sirven: a nadie se le ocurre plantear a un cliente el reto de deshacerse del caparazón de una langosta, de un bogavante... Pero hay un marisco, no demasiado abundante y, por ello, muy protegido por las leyes, que es un auténtico acorazado de bolsillo: el santiaguiño.

Es un crustáceo decápodo -diez patas- y, como hemos dicho, macruro. Es más marchador que nadador, aunque a veces se desplace a saltos. Pertenece a la familia de los esciláridos -Scyllaridae-, en la que también milita su primo fortachón, que es el marisco que en algunos lugares del Mediterráneo se conoce como cigarra de mar y en Canarias como langosta canaria, de placas, que no de antenas.

El santiaguiño responde al nombre científico de Scyllarus arctus, y su pariente al de Scyllarus latus. Aquí, arctus indica que es un animal corto, pequeño, mientras que latus señala todo lo contrario. El nombre de santiaguiño le viene de que en su cefalotórax presenta unas protuberancias que recuerdan vagamente la cruz de Santiago; el diminutivo, claro, de su corta talla, que no suele alcanzar los quince centímetros.

Vive en fondos tanto arenosos como rocosos, hasta unos cuarenta o cincuenta metros de profundidad, y se pesca con nasa o trasmallo, preferentemente en el crepúsculo. Quienes lo conocen lo aman, incluso lo adoran, tanto por la textura firme de sus carnes como por su sabor limpio y rotundo. Ah, pero... primero hay que pelarlo. Tarea ciertamente trabajosa, que a más de maña requiere algo de fuerza para quebrar su caparazón, digno del blindaje de un buque de guerra; de ahí que le llamemos 'acorazado de bolsillo'.

Tan cierto es esto, que no son pocas las personas que desisten de disfrutar del santiaguiño sólo por ahorrarse la pelea que representa desnudarlo; es, ciertamente, mucho trabajo para poco rendimiento, entendiendo aquí el 'poco' como cuantitativo, jamás como cualitativo, porque está riquísimo.

¿Cómo? Pues simplemente cocido, en agua bastante salada, sin más añadidos. Se deja que enfríe hasta la temperatura ambiente... y ya puede uno pelearse con él. Hay quien lo emplea en salpicones o ensaladas de marisco; yo creo que es hacerlo de menos, y más después de la trabajera previa. No falta quien defiende su consumo en crudo, a la japonesa; para mí, qué quieren que les diga, los crustáceos crudos, sean langostas, cigalas o santiaguiños, tienen un sabor francamente dulce, lejos del yodado que se espera de ellos; puede ser agradable en pequeñas dosis, pero no más allá. O sea: el santiaguiño, cocido.

Hay poco, así que es caro. Está muy protegido: este año sólo podrá pescarse, al menos en Galicia, desde el primero de octubre al 31 de diciembre. Aun así, es posible que los vean, o que se los ofrezcan; lo más probable es que procedan de aguas británicas, que están tan húmedas como las de las rías gallegas, pero que tienen unos nutrientes que resultan menos suculentos, lo que se refleja en el sabor del marisco. Así que habrá que esperar al último trimestre para dedicarse a romper el blindaje de este sabrosísimo marisco; qué se le va a hacer: todo lo bueno se hace desear.

Los crustáceos son unos animalitos marinos generalmente muy ricos, pero que tienen la particularidad de contar con un exoesqueleto que dificulta más o menos el acceso a su interior; que hay que pelarlos, vamos, quitarles la cáscara o, si lo prefieren, el caparazón, tarea que a veces resulta algo más complicada de lo deseable. Pelar unas gambas, unos langostinos, un carabinero, apenas ofrece dificultad. Tienen exoesqueleto, pero es un esqueleto blandito, fácil de eliminar. Se pringa uno los dedos, y más si las gambas están hechas a la plancha, pero la operación es un mero trámite, incluso diríamos que placentero y relajante.