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La liebre, el gran sabor del otoño
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Gastronomía

La liebre, el gran sabor del otoño

Cuando se empiezan a oír escopetas por los bosques y montes españoles, un buen ejercicio para prepararse a saborear los dones de Diana cazadora es releer

Foto: La liebre, el gran sabor del otoño
La liebre, el gran sabor del otoño

Cuando se empiezan a oír escopetas por los bosques y montes españoles, un buen ejercicio para prepararse a saborear los dones de Diana cazadora es releer esa joya que escribieron los gallegos José María Castroviejo y Álvaro Cunqueiro titulada originalmente Teatro venatorio y coquinario gallego y después, en la muy asequible edición de Austral, Viaje por los montes y chimeneas de Galicia.

Castroviejo era cazador, y nadie escribe de las posibles piezas de caza como un cazador enamorado de ellas. Un magnífico ejemplo: la descripción que hace de la caza de su primera liebre, siendo aún casi un crío, con su padre... Eso sólo puede escribirlo un cazador que, al mismo tiempo, sea un poeta. Hay otras páginas magníficas del mismo autor en ese libro; pero esa memoria de la liebre permanece en la del lector.

Una liebre que suscita tantos recuerdos y sensaciones se merece, desde luego, un final bastante más noble del que le suele dar el recetario tradicional español. No somos un país que haya sabido apreciar la liebre; ya Alejandro Dumas (padre), al contar sus experiencias gastronómicas españolas, se sorprendía de que los españoles consumiesen tantos conejos... en tanto que dejaban que las liebres muriesen de viejas en el campo.

La verdad es que la forma tradicional de cazar liebres, con galgos, no es la mejor para cocinar luego las presas: acaban bastante destrozaditas. De ahí, quizá, la popularidad de recetas que estiran el guiso: judías con liebre, arroz con liebre, pastelón de liebre... Ninguna de ellas le hace honor. Hay que irse al norte de los Pirineos para encontrar la gran cocina de la liebre.

Empezando por el civet. Pour faire un civet, il faut prendre un lièvre, dice un refrán francés equivalente al español que afirma que "para hacer una tortilla hay que romper los huevos". Pues sí: aunque hay civets de otras cosas, para hacer un civet lo suyo es cazar una liebre. Joven, a poder ser. Y ha de llegar a nuestra cocina en estado presentable... y con toda su sangre. Explíquenselo ustedes a un galgo.

Una receta con buen vino tinto

No vamos a reproducir aquí la receta: es uno de esos casos en los que lo mejor es remitirles a ustedes a los textos culinarios clásicos. Digamos que, además de la sangre de la liebre, la receta requiere un buen vino tinto -cuanto mejor sea el vino, mejor resultará la receta; es hora ya de olvidarse de esos vinos para cocinar que Dios confunda- y, entre otras cosas, cebollas. Néstor Luján nos recuerda que cive, en francés arcaico, vale por cebollita; que sea palabra que derive del español, como han indicado otros autores... más parece propio del chovinismo hispano-culinario de un Dionisio Pérez, para el que todo lo bueno tenía cuna española, que de una investigación etimológica seria.

Bien, un civet de liebre podría ser perfectamente la encarnación gastronómica del otoño, con permiso de las becadas... si no existiese una receta única, incomparable, para la liebre, también, por supuesto, nacida en Francia: la liebre à la Royale. Aquí sí que la falta de espacio impide reproducir la receta: búsquenla en el Larousse Gastronomique, a poder ser en la edición dirigida por Prosper Montagné (1938) o sigan la que facilita Paul Bocuse en La cocina del mercado. Es larga... de lectura y de elaboración: calculen día y medio, como mínimo. Una cosa: en la red pueden encontrar nuevas versiones, pero no les recomiendo ninguna: cuando, en una receta de liebre à la Royale, leo que se utilicen bolsas para cocción en vacío, me estremezco.

He tomado alguna versión magnífica de la liebre à la Royale; inolvidable la del franco-navarro Firmin Arrambide; elegantísima la de Salvador Gallego; excelente la de Íñigo Pérez y Pérez de Leceta, Urretxu; majestuosa la de Eric Fréchon en el Bristol parisiense en el XXV aniversario de la Academia Internacional de Gastronomía...

Con cuchara de plata

Plato grandioso, que llevado a sus últimas consecuencias no exigiría más cubierto para saborearlo que una cucharilla -de plata, bien sûr- dado el estado de casi mermelada que acaba por adquirir la carne mezclada con una salsa única. Sin llegar a tanto, el plato se merece los más grandes honores... que yo suelo rendirle en forma de algún gran Chambertin u otro de los enormes tintos borgoñones, que parecen nacidos para maridar sus complejos aromas con todos los olores del bosque, del monte bajo, que trae en sus carnes la auténtica reina de la caza de pelo: la liebre. Una liebre, en este caso, digna de un rey... pero de un rey que sepa comer.

En fin, se abre la veda. Que Diana les sonría haciendo aparecer un amigo cazador que sea afortunado y generoso, porque de otra forma será difícil que se hagan con una liebre comme il faut. Háganse preparar un civet... y cómanse el monte de otoño, con los otros perfumes de la estación en una copa de vino color rubí elaborado en la magnánima Borgoña, si a mano lo tienen; si no fuere así, un gran Rioja -2004, 2005...- hará los honores, aunque el color de nuestros vinos ya no sea, ay, rubí.

Con la liebre, en cualquiera de esas dos versiones, no caben componendas ni medianías: exige lo mejor de la bodega. Como se lo merecería, al menos por calidad literaria, aquella nunca olvidada liebre del señor de Tirán, José María Castroviejo.

Cuando se empiezan a oír escopetas por los bosques y montes españoles, un buen ejercicio para prepararse a saborear los dones de Diana cazadora es releer esa joya que escribieron los gallegos José María Castroviejo y Álvaro Cunqueiro titulada originalmente Teatro venatorio y coquinario gallego y después, en la muy asequible edición de Austral, Viaje por los montes y chimeneas de Galicia.

Castroviejo era cazador, y nadie escribe de las posibles piezas de caza como un cazador enamorado de ellas. Un magnífico ejemplo: la descripción que hace de la caza de su primera liebre, siendo aún casi un crío, con su padre... Eso sólo puede escribirlo un cazador que, al mismo tiempo, sea un poeta. Hay otras páginas magníficas del mismo autor en ese libro; pero esa memoria de la liebre permanece en la del lector.

Una liebre que suscita tantos recuerdos y sensaciones se merece, desde luego, un final bastante más noble del que le suele dar el recetario tradicional español. No somos un país que haya sabido apreciar la liebre; ya Alejandro Dumas (padre), al contar sus experiencias gastronómicas españolas, se sorprendía de que los españoles consumiesen tantos conejos... en tanto que dejaban que las liebres muriesen de viejas en el campo.

La verdad es que la forma tradicional de cazar liebres, con galgos, no es la mejor para cocinar luego las presas: acaban bastante destrozaditas. De ahí, quizá, la popularidad de recetas que estiran el guiso: judías con liebre, arroz con liebre, pastelón de liebre... Ninguna de ellas le hace honor. Hay que irse al norte de los Pirineos para encontrar la gran cocina de la liebre.

Empezando por el civet. Pour faire un civet, il faut prendre un lièvre, dice un refrán francés equivalente al español que afirma que "para hacer una tortilla hay que romper los huevos". Pues sí: aunque hay civets de otras cosas, para hacer un civet lo suyo es cazar una liebre. Joven, a poder ser. Y ha de llegar a nuestra cocina en estado presentable... y con toda su sangre. Explíquenselo ustedes a un galgo.