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La verdad sobre las ostras y el verano
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La verdad sobre las ostras y el verano

Nuestros abuelos lo tenían muy claro: no había que comer marisco aquellos meses que no tenían erre, es decir, de abril a septiembre; la prevención se

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La verdad sobre las ostras y el verano

Nuestros abuelos lo tenían muy claro: no había que comer marisco aquellos meses que no tenían erre, es decir, de abril a septiembre; la prevención se refería al marisco en general, pero se dirigía más específicamente a los moluscos bivalvos y, sobre todo, a las ostras: no se podían comer ostras en verano. Hoy, la sabiduría popular, las creencias (y experiencias) de nuestros abuelos, no gozan de demasiado predicamento. Nos hemos vuelto muy escépticos ante esos consejos, y no creemos más que en lo que podemos ver en Internet, especialmente en la venerada Wikipedia, de la que lo menos que se puede decir es aquello de "fíate y no corras, verás".

Año tras año aparecen en los medios de información noticias de bajas por consumo de ostras en mal estado en verano. Ciertamente, tiene un riesgo. Un riesgo, digámoslo, independiente del alfabeto. Tiene más que ver con las temperaturas, determinadas bacterias... causas ajenas a la propia ostra, pero causas que existen. Hoy, las ostras no son un lujo asequible sólo a economías privilegiadas. Quien no toma ostras es o porque no le gustan (hay gente "p'a tó", que dicen que dijo "El Guerra" ¿o fue "El Gallo"?)... o porque le sientan mal, incluso muy mal.

Por otro lado, la práctica totalidad de las ostras que se consumen procede de parques ostrícolas, de cultivo: la ostra "salvaje" (mira que llamar "salvaje" a un animalito tan pacífico) ha desaparecido.

Si no tiene problemas con las ostras, cómalas también en verano cuando le apetezcan. Pero cerciórese de que están recién abiertas. O sea: mejor que las abran delante de usted, que es lo que se hace en las cada vez más numerosas ostrerías que se abren en los mercados... mientras que la madre de todas las ostrerías, la viguesa plaza da Pedra (la Piedra), anda de capa caída. Allí penas quedan dos o tres puestos donde adquirir la típica docenita (del fraile, o sea, de trece) de ostras planas que llevarse a la boca con un blanco de la tierra.

Porque, en verano, es peligroso tener las ostras abiertas con antelación. Es de locos poner ostras en un banquete de bodas, por ejemplo; han de abrirse con tiempo, lo cual, con las temperaturas de la canícula en las que tan bien se sienten determinadas bacterias indeseables, suele terminar en colas delante de los servicios del restaurante, un poco en plan "Como agua para chocolate". Son ganas de jugarse la salud, quienes las comen, y una buena demanda, quienes las sirven.

Por lo demás... qué cosa más rica son las ostras. Recién abiertas, como decimos; si no son expertos, déjenle el trabajo a quien lo sea. Se abren según arte, se tira el agua, se espera un poquito y ellas mismas regeneran esa agua, dan una nueva, limpia y deliciosa, que no hay que dejar escapar al sorber el molusco.

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Si se abren docena a docena, hay que colocarlas sobre un lecho de hielo, y servirlas con gajos de limón: digan lo que digan los puristas, el limón y el yodo se llevan muy bien. Yodo. Ése es el sabor. La gente dice que las ostras "saben a mar". Una de dos: o quien lo dice no ha comido jamás una ostra, o no se ha metido nunca en el mar. Las ostras no saben a mar o, dando la vuelta a la frase, el mar no sabe a ostras: el agua de mar sabe muy mal. Si las ostras supiesen igual que el mar jamás hubieran tenido el prestigio del que gozan. Saben a yodo, a sal... a lo que poéticamente llamamos "mar" hasta que el típico amigo gracioso (eso cree él) nos da una ahogadilla y sabemos a qué sabe de verdad el mar.

La ostra de siempre, la ostra apreciadísima, es la plana. Ya lo dice su propio nombre científico: Ostrea edulis, que quiere decir ostra comestible. Ya no quedan muchas. La palma de la fama se la llevan las "belon", de la Bretaña francesa, uno de los pocos lugares en los que no ha desaparecido la ostra plana. Las gallegas, cuando había ostra autóctona, también eran "edulis", ya lo creo que eran "edulis"... Hoy se llevan las cóncavas, antes "portuguesas" y hoy "japonesas" (Crassostrea gigas), de Arcachon o de Marennes.

Una docenita de ostras hace, con un buen blanco (un albariño de Rías Baixas), un aperitivo perfecto. Para uno, o para dos, si son de los que saben contenerse, porque en esto de comer ostras sí que todo es empezar.

Yo, aparte de la Piedra viguesa, que es lugar de obligada visita para cualquier ostrófilo, había visto puestos de ostras, para comprar y comer allí mismo, en algunos mercados franceses. En Madrid empezó el renovado mercado de San Miguel... y hoy hay ostrerías hasta en las pescaderías de las grandes superficies.

Disfruten de las ostras, si su cuerpo no ha generado intolerancia. Pero nunca, jamás, y menos en verano, se embarquen en la aventura de comerse unas ostras que no les consta cuándo han sido abiertas: pueden pagarlo muy caro... y no vale la pena.

Nuestros abuelos lo tenían muy claro: no había que comer marisco aquellos meses que no tenían erre, es decir, de abril a septiembre; la prevención se refería al marisco en general, pero se dirigía más específicamente a los moluscos bivalvos y, sobre todo, a las ostras: no se podían comer ostras en verano. Hoy, la sabiduría popular, las creencias (y experiencias) de nuestros abuelos, no gozan de demasiado predicamento. Nos hemos vuelto muy escépticos ante esos consejos, y no creemos más que en lo que podemos ver en Internet, especialmente en la venerada Wikipedia, de la que lo menos que se puede decir es aquello de "fíate y no corras, verás".