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El marisco, ¿templado, frío o hirviendo? He aquí la respuesta
  1. Gastronomía

El marisco, ¿templado, frío o hirviendo? He aquí la respuesta

Hace unos días estaba yo con unos amigos tomando un tentempié en uno de nuestros bares favoritos de mi ciudad natal. Pedimos unos berberechos, en su

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El marisco, ¿templado, frío o hirviendo? He aquí la respuesta

Hace unos días estaba yo con unos amigos tomando un tentempié en uno de nuestros bares favoritos de mi ciudad natal. Pedimos unos berberechos, en su fórmula más sencillas, esto es, abiertos en una cazuela sin más líquido que el que ellos mismos sueltan con el calor. Eran unos berberechos hermosos de tamaño, y riquísimos de sabor.

A uno de los comensales, que desde luego no era gallego, le extrañó que los moluscos llegaran a la mesa algo más que tibios, tirando a calentitos. Él estaba acostumbrado a dejarlos enfriar del todo, esto es, hasta la temperatura ambiente, entre su cocción y su consumo. Le hicimos ver que con una temperatura más adecuada la cosa ganaba bastante, y al final estuvo de acuerdo.

Hay mucha gente a la que le resulta chocante el hecho de tomar el marisco con cierta temperatura. En una ocasión ya lejana, en un restaurante de Cangas do Morrazo famoso por sus ostras, un amigo mío disfrutaba de éstas –bueno, se ponía como el Quico de aquellas ostras planas inolvidables- cuando el propietario del local nos enseñó cuatro nécoras de buen tamaño que venían echando humo. "Las acabo de cocer -nos dijo- y dentro de un rato os las pondré". Mi amigo dijo: "claro, cuando estén frías". Y el tabernero negó la mayor: "¿Frías? Nunca. Voy a dejar que se entibien, simplemente. Las nécoras hay que tomarlas mornas (templadas)".

 

Como McQueen en La gran evasión

Claro que sí. Y las centollas. Ojo: nadie está diciendo que se tomen calientes, aunque haya zonas en las que así se hace, sino cuando están un poco por encima de la temperatura ambiente... y, desde luego, cuando se han atemperado de forma natural, esto es, dejándolas enfriar sin caer para nada en la tentación de castigarlas con una estancia en la nevera como si fueran Virgil Hilts, el inolvidable personaje de Steve McQueen en La gran evasión. El frío de nevera no hace ningún favor a estos mariscos: seca sus carnes, dificulta su extracción de las patas... y les cambia el sabor.

Así que berberechos, mejillones, nécoras, centollas, santiaguiños, cigalas... que haga un rato, pero sólo un rato, que se han cocido en agua convenientemente salada y que vayan bajando su temperatura por medios, digamos, naturales. El hielo sólo va bien en los casos extremos, en los casos en los que el marisco se come no ya crudo, sino vivo, como las ostras y las almejas "al natural", que se sirven normalmente sobre una capa de hielo picado; el frío, aquí, es beneficioso para la firmeza de sus carnes, puro sabor a yodo, a mar limpio... En los demás casos, el frío sirve sólo para su transporte. Pero nada es igual a comer un marisco de hoy, como mucho de ayer, cocido hace un rato y aún moderadamente tibio.

Con otra excepción gloriosa: los percebes. Con los percebes no hay tibieza que valga. Han de ir de la lumbre a la mesa, a la que llegarán tapados con un paño blanco, en parte para que no se enfríen nada entre la cocina y el comedor y en parte también para que los comensales los pillen a ciegas, es decir, sin seleccionar con la vista los más grandes. Pero han de estar calientes. No digo que quemando los dedos, pero que les falte poco. Comer percebes es algo que no fomenta la conversación, entre otras cosas porque mientras hablas pierdes turno, pero también para evitar que se enfríen; por eso se suelen cocer y servir por tandas.

Berberechos con limón y percebes calientes

Siempre recuerdo de mis años estudiantiles madrileños de las que yo consideraba auténticas herejías marisqueras que presenciaba en tantos bares y tascas. Una, comer los percebes -a precio de percebe- de la cámara, del escaparate, o sea, fríos; otra, que cuando alguien pedía una nécora se la trajesen ya dividida en sus correspondientes secciones, y escoltada por cuartos de limón para regar con su zumo al crustáceo, al que no le hace ninguna falta tal 'ayuda'; la tercera, que muchos parroquianos que pedían en el aperitivo una latita de berberechos al natural, en tiempos en los que no alcanzaban los precios en ocasiones desorbitados a los que ha llegado este antaño humildísimo molusco, regaban su contenido con un chorrito de vinagre. Con los años he aprendido a respetar casi todos los gustos, pero... por lo que a mí respecta, si quiero subrayar el frescor de unos berberechos usaré, juiciosamente, limón, un elemento con el que jamás se me ocurrirá mancillar el sabor de una buena nécora.

Pero en lo que me declaro intransigente es en la temperatura de consumo de los percebes. Calientes, y bien calientes; sólo así desarrollan todo ese sabor único, marino, irrepetible. Fríos... qué quieren que les diga, a mí me resultan chiclosos, me parecen menos percebes. De modo que seguiré disfrutando de los percebes recién cocidos, de los berberechos y mejillones abiertos al vapor minutos antes, de las nécoras y centollas cocidas con cierta antelación, tampoco mucha... La temperatura es un elemento más a la hora de experimentar placeres gastronómicos: afecta al sabor, a la intensidad de los aromas y, desde luego, a la sensación táctil en la boca, que es la que interesa. Así que cada cosa a su temperatura: mejor para todos.

Hace unos días estaba yo con unos amigos tomando un tentempié en uno de nuestros bares favoritos de mi ciudad natal. Pedimos unos berberechos, en su fórmula más sencillas, esto es, abiertos en una cazuela sin más líquido que el que ellos mismos sueltan con el calor. Eran unos berberechos hermosos de tamaño, y riquísimos de sabor.