Ruiz-Gallardón, uno de los nuestros
Alberto Ruiz-Gallardón siempre ha evocado en mí una sensación inusual para con un político. Ha sido la única figura que ha suscitado en este descreído que
Alberto Ruiz-Gallardón siempre ha evocado en mí una sensación inusual para con un político. Ha sido la única figura que ha suscitado en este descreído que aquí escribe la idea de que podía recurrir con mi denuncia a él, porque en un sentido profundo e íntimo, me fiaba de él. Creo que por entonces me creía en palabras de Proust su “consanguíneo de espíritu”. Claro que hace ya de aquello algunos años. Acababa de especializarme y tuve la desdicha de dar mis primeros pasos y recibir las primeras coces laborales en una clínica psiquiátrica privada. La Comunidad de Madrid había adjudicado en concurso público la creación de una unidad de ingreso para personas con enfermedades psiquiátricas que además sufrían drogodependencias. El centro pertenecía a una de las instituciones religiosas que detentan la atención psiquiátrica privada hospitalaria en nuestro país.
Esto ocurrió así a pesar de que por entonces, y como a lo largo de toda la historia, lo hacían de una forma monopolista, macabra e infame y de que encarnaban lo que la camorra napolitana es a la basura hoy. Ignoro si los pacientes siguen siendo sometidos a terapia electroconvulsiva en sus habitaciones, sin acceso a un quirófano, con una toalla evitando que se muerdan y traguen la lengua, y una información capciosa de lo que se les va a hacer en sustituto de lo que debiere ser un consentimiento informado. Lo ignoro porque después de mis experiencias allí evito tales clínicas como el mismo noveno círculo del infierno.
Cuando tras un incidente grave puse en conocimiento del director médico del centro que la flamante planta recién inaugurada no cumplía con las necesidades básicas ni de personal ni de prevención de riesgos para pacientes y profesionales, no sabía aún que ése tipo de cosas no se hacen. Desconocía que lo maduro e inteligente es no discrepar, mirar para otro lado e ir dilatando las tragaderas para lo que habrá de venir. Tuve que aprender que así actúan las personas que quieren llegar a algo en la vida. Y lo aprendí, apenas un mes después de presentar aquel informe, camino del INEM, con una carta de despido fechada aquella primera mañana de febrero. A Ruiz-Gallardón le ha tocado estos días saborear aquella hiel que en cierto modo determinó los derroteros de mi vida y de mi futuro quehacer profesional.
Qué tentado estuve entonces de escribir a Alberto, que me había dado la mano brevemente y que había posado en una foto con el equipo. Llámenme ingenuo, pero como Jalil Gibrán recomendaba, aquella mañana había creído escuchar lo que el presidente de la Comunidad en aquel momento no podía decirme. Entendí que aquella inauguración de un servicio para personas con problemas de drogadicción tenía o iba a tener un especial significado personal para él. Qué tentado estuve de infantilmente compartir con él que se nos había engañado, que se habían aprovechado de nosotros, nos habían utilizado, y que debido a nuestra buena fe y dedicación habíamos sido ultrajados, y que todo eso había pasado en un paraje de Arturo Soria transustanciado en Robledal de Corpes.
Aquello que no hice entonces, y hoy se me muestra un tanto ridículo, constituye lo que creo que se puede pedir a un político. A un político se le puede pedir que comunique la sensación de que está de nuestra parte, de que independientemente de su credo ideológico existe como prolongación y garante, allí donde no llegamos. Ruiz-Gallardón sería un buen médico porque da la impresión de que escucha, de que compadece, de que es de los nuestros.
Es duro haber sido educado y crecer en el convencimiento de que uno es especial para acabar afrontando el ostracismo En el contexto de ese proceso que configura lo que llamamos el narcisismo primario, las ‘Esperanzas Aguirre’ de este mundo son de lo peor que le puede pasar a uno. Dentro de la relación triangular en que papá Mariano ha funcionado como figura siempre ausente y desvalorizada, y mamá Aznar como el “pecho malo” que niega lo que promete, la niñita Esperanza Aguirre ha irrumpido y destronado a un Albertito nunca coronado. A Ruiz Gallardón, Esperanza Aguirre lo ha ‘castrado’, le ha despojado de su ‘falo’ y se ha encuadernado con él un libro de Javier Tomeo que no termina de leerse. Así se entiende la rabieta del niño Alberto, tan comprensible y humana para los que nos hemos sentido alguna vez así. Muchos como él hemos visto que se libraban de nosotros tras habernos utilizado, que nos conminaban a renunciar a nuestras aspiraciones, para conducirnos parafraseando a Luis Landero a lamentarnos estérilmente y en voz salmódica del “excelente Alcalde de Marbella que se perdió en nosotros”. Cercados de incompetentes, dejados de lado en beneficio de los aduladores, mientras veíamos que otros a los que aventajábamos en prudencia, inteligencia y virtud nos arrebataban nuestros sueños, hemos precedido a Alberto Ruiz-Gallardón en tan desolado descenso a las pocilgas de la autoconmiseración.
La frustración de sus aspiraciones ha desbocado la rabieta de un gran político y de un hombre inteligente, lo ha hecho casi llorar y concebir ese pueril “ya se acordarán de mí cuando me necesiten”, pensamiento que con ese u otro sintagma a buen seguro habrá musitado mientras pataleaba en el suelo de Génova. Por desgracia, los españoles no podemos permitirnos otros que vengan que bueno lo hagan, igual que Ruiz-Gallardón no puede permitirse escapar a su destino. En el trabajo, como en la política, siempre ganan los malos. En la vida, como en las películas, ganamos el resto.
*Javier Sánchez es psiquiatra.
Alberto Ruiz-Gallardón siempre ha evocado en mí una sensación inusual para con un político. Ha sido la única figura que ha suscitado en este descreído que aquí escribe la idea de que podía recurrir con mi denuncia a él, porque en un sentido profundo e íntimo, me fiaba de él. Creo que por entonces me creía en palabras de Proust su “consanguíneo de espíritu”. Claro que hace ya de aquello algunos años. Acababa de especializarme y tuve la desdicha de dar mis primeros pasos y recibir las primeras coces laborales en una clínica psiquiátrica privada. La Comunidad de Madrid había adjudicado en concurso público la creación de una unidad de ingreso para personas con enfermedades psiquiátricas que además sufrían drogodependencias. El centro pertenecía a una de las instituciones religiosas que detentan la atención psiquiátrica privada hospitalaria en nuestro país.